¡Oh quién fuese la hortelana
de aquestas viciosas flores
por prender cada mañana
al partir a tus amores.
Vístanse de nuevas colores
los lirios y la azucena
derramen frescos olores
cuando entre, por estrena.
¡Oh! cuán dulce me es oírte, Lucrecia. Me deshago de gozo, No ceses, mi amor.
Sigue Lucrecia:
Alegre es la fuente clara
a quien con gran sed la vea
mas muy más dulce es la cara
de Calisto a Melibea,
pues aunque más noche sea
con su vista gozará.
¡Oh cuando saltar le vea,
qué de abrazos le dará!
Saltos de gozo infinitos
da el lobo viendo ganado,
con las tetas los cabritos
Melibea con su amado.
Nunca más deseado
amador de su amiga,
ni huerto más visitado
ni noche más sin fatiga.
Cuanto cantas, Lucrecia, me parece que lo veo con mis ojos. Continúa que lo haces muy bien... y yo ahora te ayudaré:
Dulces árboles sombrosos
humilláos cuando veáis
aquellos ojos graciosos
del que tanto deseáis.
Estrellas que relumbráis
Norte y Lucero del día,
¿por qué no le despertáis
si duerme mi alegría?
Óyeme tú por mi vida, Lucrecia, que quiero cantar sola:
Papagayos, ruiseñores
que cantáis al alborada
llevad nueva a mis amores
como espero aquí asentada.
La media noche es pasada
sabedme si hay otra amada
que lo detiene. >
Afortunadamente para entonces, Calisto ya había saltado la tapia y, habiendo oído los últimos versos de su amada, le dijo:
Vencido me tiene la dulzura de tu suave canto. ¡Oh, mi señora! ¡Oh, corazón mío! ¿Cómo pudiste soportar la espera de satisfacer nuestro deseo?
¡Oh, sabrosa traición! ¡Oh, dulce sobresalto! Es él. ¡Es mi señor y mi alma! ¿Dónde estabas, mi sol luciente? Todo este huerto goza con tu venida. Mira sus quietas sombras, cuán oscuras y aparejadas están para cubrir nuestro deleite. Lucrecia, ¿qué sientes, amiga? ¿Te estás volviendo loca de placer? Déjamelo a mí. No me lo despedaces por quitarle su armadura. Déjame gozar lo que es mío; no te apoderes de mi placer.
Deja ya a Lucrecia, dicha y señora mía, pero tú, si mi vida quieres, no ceses tu suave canto.
¿Qué quieres que cante, amor mío? Era el deseo que tenía por ti el que me hacía cantar..., ¿cómo voy a hacerlo ahora, que ya estás conmigo? Señor mío, que eres dechado de cortesía y de buena crianza, ¿cómo es que mandas hablar a mi lengua y no mandas a tus manos que se estén quietas. Deja mis ropas en su sitio, y si quieres saber si el vestido es de seda o de lana, ¿para qué me tocas la camisa, que por cierto es de lienzo? Juguemos y gocemos de otros mil modos que yo te enseñaré; pero no me destroces ni maltrates como sueles. No dañes mis vestiduras, no me quites la ropa de este modo.
Señora, el que quiere comer el ave, debe quitarle primero las plumas.
¿Es que tienes hambre? ¿Quieres que mande a Lucrecia traer una fuente de frutas?
No hay mejores frutas para mí que poseer tu cuerpo y tu belleza. De comer y de beber te lo dan en cualquier sitio por dinero, pero en este huerto se da lo que en parte alguna se vende. ¿Como puedes querer mandarme, señora mía, que no lo goce en todo momento? Querría que jamás amaneciese, señora, mi bien, para nunca interrumpir la dicha que siento sujeto entre tus delicados brazos.
Soy yo, señor, la que gozo; yo soy la que gano la incomparable merced que me haces cada noche con tu visita.
Y bueno... tal como Lucrecia «Ya me duele a mí la cabeza de tanto escucharlos hablar de sus brazos que se retozan y de sus bocas que se besan... ¡Vaya!, por fin ya se callan y duermen.» quizás ya hayamos pasado suficiente tiempo siendo testigos de los encuentros de Calisto y de Melibea en el huerto.
Si es así, estamos justo a tiempo. Estaban los amantes en ese momento, cuando se oyeron desde ahí las voces que daba Sosia contra los hombres de Traso. Se levantó, pues Calisto y le pidió a Melibea su capa, que estaba debajo de su cuerpo.
¡Triste ventura la mía; señor, no vayas sin tu armadura!
Señora, espada, capa y corazón, valen más que armadura.
¡Espera, ay, desdichada de mí! No te metas con desconocidos. No sabes lo que te espera.
Déjame, por Dios, señora; la escalera ya está puesta.
Y sí, ya estaba puesta...Para entonces, Tristán y Sosia ya habían hecho huir a Traso y a sus bellacos que, cualquiera que hayan sido las promesas que le hicieran a Centurio, no tenían deseos de ningún pleito ni siquiera con pajecillos novicios como los de Calisto... Pero en el momento en el que Tristán le gritaba que no bajase, porque los otros ya se habían ido, quiso la Fortuna que Calisto tropezase y, sin poder asirse a la escalera, fuese a dar al suelo al otro lado del muro golpeándose la cabeza en los cantos de las piedras, desparramando sus sesos.
¡Válgame Santa María! ¡Muerto soy! ¡Confesión! ¡Confesión!