De regreso en Madrid, Monche escribe en su diario y luego se junta con Julio en un café de Lavapiés.
Madrid, viernes 25 de enero de 2008.
anejas
Eras tan ducho.
Supiste en seguida que me fascinaría Bartók; como tus láminas, como tu pelo largo, como tu voz de locutor de radio, tus libros, tu Art Tatum, tu Zündapp calléndose a pedazos. Me vendiste el número completo. Lo peor es que si fuese de nuevo hoy una mocosa, volvería a comprártelo todo.
Cállate.
Lo sé de sobra. Nadie necesita repetírmelo: eras un hijo de puta. Pero igual fuiste tú quien me viste; a tu manera, claro, pero me viste. Me escuchaste. Después me hablabas de mi pelo de fuego, de mis besos de azúcar, de mis pechos redondos y prietos como naranjas. Me engatusabas con tus palabras zalameras y trilladas; pero que para mí eran nuevas, me gustaban y me hacían reír. Me gustaban tus labios, tus manos y tus dedos. Tocarme era para ti un juego tan fácil.
Te he echado de menos, Carlos. Haciendo el amor con otros, te he echado de menos. No, no es verdad; miento. No te he echado de menos a ti. No he extrañado tus ojos duros, tus prepotencias; tu arrogancia. He extrañado ese encanto, ese duende, ese hechizo de brujo. Eliana tiene nombres más feos y precisos para ti; pero a mí me gustan más éstos.
Un paso a la izquierda, dos a la derecha, una flexión y un salto. Dos a la izquierda, tres a la derecha, otra flexión, un salto y una vuelta. Otro salto y otra vuelta. Otro salto y otra vuelta. Despertabas mi cuerpo. Volaba feliz con mis alas de gaviota extendidas sobre tu espejo. Me acercaba, me sonreías, nos abrazábamos, me dabas un beso; entonces pasaba un segundo, decía yo una tontería de niña, y me veía otra vez con miedo en tus ojos. Era tan bello estar a tu lado cuando te daba la gana que fuese bello.
Me amabas, Carlos; esos miércoles yo era feliz, era dichosa contigo. Dichosa; por un segundo. Después; después eras tan severo, mandón, duro y prepotente, cuando te daban también las ganas de serlo. Debía aprender, me dijiste. Y aprendí: aprendí a amarte y a aprendí a odiarte. No sabes cuánto aprendí a odiarte.
Esa mañana dormías desnudo, boca abajo, desguarnecido; a mi merced, a mi antojo. Como los héroes de tus láminas, increíblemente tierno y hermoso; frágil. Por un segundo, por un minuto entero, pensé en serio matarte. Qué cara habrías puesto, Carlos, al verme apuntándote al cuello con el cuchillo de la cocina; imaginé tus ojos duros y no pude. Me dio miedo; te desperté y preferí amarte. Después... Nunca más te vi después de tu bofetada. No fue ni de lejos la primera ni la última que he recibido en mi vida. Pero es la que más odio. Fuiste cruel, Carlos; más cruel de lo que nunca antes fuiste. ¡Qué tirano eras! Debe de haber sido ese té, o tus libros, o tus manos en los bolsillos de esos pantalones negros con tus pies descalzos. Ríete todo lo que quieras; hijo de puta de mierda, igual yo te quise.
Es bien posible que Julio y Monche se hayan conocido en un bar de Malasaña la noche del jueves 9 de diciembre de 2004. Julio deambulaba desde hacía horas por las calles del barrio esa noche inusualmente cálida para la estación cuando se le ocurrió entrar a ese bar lleno de gente al principio, pero que poco a poco se fue quedando vacío. Fue Monche la primera en romper el silencio luego de notar que Julio había fracasado dos veces en captar la atención del cantinero, demasiado entretenido con un grupo de sus amigos apostados al extremo opuesto del mesón, y llamarlo ella misma con un grito destemplado que el otro no pudo ya pasar por alto. Julio y Monche hablaron largo esa noche sentados a dos taburetes de distancia hasta que, ya tarde, les echaron casi a empujones. Caminaron calle abajo hasta llegar a Callao y siguieron luego por la calle de los Bordadores, deteniéndose de tanto en tanto a mirar las estrellas y a un par de gatos flacuchentos y callejeros como ellos. Era ya cerca del alba cuando llegaron al piso de Monche. Demasiado cansados para pensar hacer cualquier otra cosa, se durmieron sobre el sofá lleno de libros y de revistas que Julio apartó cuidadosamente antes de tumbarse y rechazar por quinta vez un cigarrillo. Cuando Monche, todavía vestida, se despertó pasado el mediodía del viernes, Julio bebía ya un segundo café acomodado en la cocina mientras hojeaba el libro con fotos y dibujos de osos, de lobos y de rebecos que ella había comprado esa misma tarde en una librería de la Gran Vía.
Julio, encantado.
Monche, encantada.
¿Bebes para olvidar?
Todo lo contrario; para no olvidarme nunca.
Debes de tener una memoria muy larga.
Mucho más de lo que te imaginas. ¿Cómo dijiste que te llamabas?
Julio y Monche.
Madrid, jueves 9 de diciembre de 2004.
9
Lavapiés, viernes 25 de enero, 2008.
Volvemos a la escena del principio en el café de Lavapiés.
Mientras lentamente se ilumina las escena en la que podemos ver a varios parroquianos sentados en las mesas cercanas a las de Monche o de pie junto al mesón, Monche continúa escribiendo en su diario. Pasados veinte o treinta segundos, levanta la vista y nos lee lo que ha estado escribiendo.
MONCHE
Abrazarse a una obsesión para desembarazarse de ella no es una buena idea y estoy aliviada de no haberme acostado con Gustavo. No solo por la trabajosa fidelidad que tengo con Julio ¿es acaso alguna vez de otra manera? ni tampoco porque Gustavo, en su afán de agraciarme y hacerme bajar la guardia, me haya contado una verdad a medias y quizás unas cuantas mentiras.
Al final ha sido un puro instinto de supervivencia y mi buena suerte lo que me salvó de cogerme los dedos contra la puerta tras liarme en ese juego estúpido y peligroso con el que quise finalmente doblarle la mano a Gustavo.
¿Habría sido todo diferente , si Labarca no se hubiera muerto este diciembre? Tras tantas horas de terapia labarquén, mibarpecho, deslabcemarme, montserrarme, esperanquén, esperecho creí que ya no tendría que pensar más en Labarca. Pero su muerte lo puso de nuevo tan presente arrastrándome, como si cayera en la espiral de un pozo, a hundirme de cabeza en mis demonios.
Si alguna vez supiera dónde está enterrado mi padre, estoy segura que me resbalaría como el agua. Pero ese último día en Temuco visité la tumba de Labarca. Todavía recuerdo vivamente el dolor de su bofetada la última vez que lo vi en la puerta de su casa, sin entender entonces el temblor de sus manos y el terror reflejado en su cara cenicienta esa tarde de lluvia. Tan grande que fue entonces para mí y, en verdad, tan pequeñito, solitario y perdido entre sus libros y discos incapaz de mirarse de veras en ese espejo imaginario donde yo una vez me creí bailarina y comencé mi accidentado vuelo.
Pobre Labarca, quizás le hubiera hecho algo de gracia saber que le llevé flores robadas de un jardín al frente del sitio de donde estuvo antes su casa convertido ahora en un enorme estacionamiento: sin casas, sin árboles, sin patios ni gatos.
Quiero ser mi propia agua, me dije una vez hace años y continúo luchando por conseguirlo. No sabía que me fuera a ser tan difícil ni tan largo, pero he aprendido poco a poco que es imposible de otro modo, aun ahora en que, como Gustavo quiso así disminuirla, tengo una relación cómoda.
Bienvenida sea esta comodidad en la que puedo estar segura de las palabras a salvo con mis ambigüedades e incertidumbres; con mis fantasmas, con mis cicatrices viejas, con el dolor que no me abandona nunca y con mis tristezas nuevas.
...y con mis tristezas nuevas.
Nuevamente se amortiguan las luces hasta dejar solo una luz cenital sobre Monche la que parece reflexionar sobre lo que acaba de escribir en su diario.
Una voz en off comenta la escena.
VOZ en OFF
Curiosa tristeza aquella pensó; la de no saber qué hacer ahora con su cuerpo tras haber perdido por fin esa pesadumbre, esa angustia, esa sombra de lo infinitamente pendiente y nunca acabado. Tristeza ambigua por sentirse por fin casi libre de esa turba horrenda de fantasmas y de demonios burlones y crueles. Dolor aún por el recuerdo de las bofetadas, las miradas duras de uno y la desidia indiferente y cobarde del otro. Pasada la sombra, la angustia y la pesadumbre, ¿cuándo es que comienza entonces la dicha? ¿O es que quizás aquella no llega nunca?
Vuelve la luz a la escena, la que ahora es animada y con el ruido de trasfondo típico de un café madrileño. Por la puerta de calle entra Julio, quien sonríe al ver a Monche en una de las mesas. Ella se muerde los labios cuando lo ve llegar.
Julio es un hombre diez o quince años mayor que Monche; de caminar rápido y seguro; lleva una gorra de visera, una vieja gabardina de color indefinible y una bufanda las que se las quita al acercarse a la mesa.
Antes de sentarse, se dan dos besos en las mejillas. Julio le hace señas al camarero quien le responde como si ya supiera lo que quiere. Monche hace un gesto parecido al de Julio y el camarero también le responde a ella.
JULIO
Hace mucho que me esperabas?
MONCHE
No. Recién cerré mi diario. ¿Te fue bien?
JULIO
Muy bien; ya está en marcha. Estás contenta tú hoy, ¿eh?
MONCHE
¿Por qué me dices eso?
JULIO
Por esa manera que tienes tú de mover las manos cuando estás contenta.
Monche mira a Julio sin sorpresa, pero asiente escéptica con la cabeza, como si se hubiese resignado a escuchar una y otra vez algo acerca de ella en que no cree.
La escena queda lentamente a oscuras, mientras un foco de luz muy cálida la alumbra solo a ella mientras se dirige a nosotros en la platea como si fuésemos Gustavo.
MONCHE
¿Qué les pasa a todos estos tíos que ven mensajes ocultos y gestos de cofrades en la manera en que muevo mis manos? ¿Qué contraseña viste tú, Gustavo, que no hubiese estado ya ahí hace cuarenta años? ¿Acaso no eran las mismas manos? Notaste mis tetas; te aprendiste mi pañuelo, mi vestido y mi blusa de memoria, pero ni siquiera me hablaste esa noche, Gustavo. Por meses, yo había esperado que tú llegaras allí y que con un solo gesto valiente y grácil de tu brazo gallardo y fuerte me rescataras. Gustavo, Gustavo, mi príncipe; llévame en las ancas de tu caballo. Pero tú no llegaste nunca; llegó el otro, llegó el dragón, el lobo, el ogro, el monstruo.
Es verdad, Gustavo, tienes razón, hubiera estado cagada de miedo tú seduciéndome, llevándome a un rincón quieto y oscuro, la noche esa de mi cumpleaños. Pero no hubiera huido, Gustavo. Hubiera estado ahí, contigo. Tú, ciego, hasta ahora eso no lo viste nunca.
Este sábado, ahora, podríamos, tú y yo, habernos acostado; sentir nuestros cuerpos, tu olor y el mío, y olvidarlo todo; echarnos por fin el polvo que apagase de una vez por todas las culpas de estar tú y yo todavía vivos; vivos y para colmo aburridos en esa fiesta llena de momios de mierda.
Sobrevivientes, tú y yo, de tantas de esas otras noches horribles, llenas de miedo, de humo, de ecos de plomo y de aullidos de perros.
Elvira no estuvo nunca, pero tampoco estabas tú esa noche con Aníbal, Gustavo. No me digas que no piensas en eso. No me digas que no revives esa noche cada mañana. No me digas que él no está siempre presente a tu lado.
Este sábado, Gustavo, quisiste tocarme, redimir tu ausencia, estar ahora conmigo, besarme con tus ojos cerrados, llorar, y hacer el amor con Aníbal. Tú y yo somos iguales, Gustavo. También cargo yo con mi culpa; tampoco yo estuve allí con Aníbal.
Este sábado te acercaste a mí y, con todo desparpajo, trajiste ese deseo adolescente de mi fiesta de cumpleaños de nuevo.
Me gustó, no voy a negarlo; quise acostarme contigo. Quise taparte la boca, Gustavo. Quise yo levantarte a ti y obligarte a que por fin abrieras tus ojos y que me vieras. Quizás me viste. Pero ya no tengo dieciséis años. A mitad de camino, me di cuenta que, viejos como tú y yo estamos, ya no valía la pena. Soy Monche, no Aníbal; y tú eres Gustavo.
Lentamente desaparece la luz que alumbra a Monche. Hay un segundo o dos de oscuridad antes de volver la luz que ilumina toda la escena.
Mientras el camarero le trae un café con leche y una ensaimada para él y otro expreso para ella, Monche se vuelve hacia Julio lo mira detenidamente, con mucha dulzura y luego le habla con voz serena.
Julio prueba con satisfacción su ensaimada empolvoreando de blanco su suéter; como siempre Monche prueba su expreso sin azúcar. No le asustaba decir lo que tenía que decir y entonces, en una pausa entre sorbo y sorbo, echa una larga y suave bocanada de aire transparente mientras se coge a la estrella de plata de Amparo.
MONCHE
Julio; amor. Necesito decirte algo.
JULIO
¿Qué?
MONCHE
En Temuco llevé a Gustavo a acostarse conmigo al hotel.
JULIO
Vaya, ¿y eso cómo estuvo?
MONCHE
Al final no follamos. Me mintió; y cuando me di cuenta que me había mentido, se me pasaron las ganas.
JULIO
¿Así de golpe, Monche? Llevas ya casi cuarenta años cargando esas ganas.
MONCHE
Llevaba; ya no.
JULIO
¿Por mentiroso o porque está gordo?
MONCHE
De gordo no tiene nada. Me habría acostado con él, si no me hubiese mentido.
JULIO
No necesitas repetírmelo, Monche; ya te entendí.
MONCHE
¿Y?
JULIO
Preferiría saber que es historia pasada.
MONCHE
Y lo es. De verdad que se me pasaron las ganas, Julio. Las ganas, los deseos, las fantasías, los sueños; las pesadillas... Todo.
JULIO
¿Todo?
MONCHE
Todo. Soy una mujer nueva. Me liberé de todos esos fantasmas.
JULIO
Enhorabuena.
MONCHE
No me crees, ¿eh? No importa, ya lo verás. Lo otro que todavía no te he contado es que el 28 de diciembre murió Labarca.
JULIO
Labarca muerto; eso sí que es noticia.
MONCHE
Sí.
JULIO
Pero te queda Viviana.
MONCHE
Con Viviana ya me acosté hace años.
JULIO
Pero las ganas no se te pasan.
MONCHE
Tú no te apures por eso, Julio; esas ganas yo las gozo con ella y con calma. No me afligen.
JULIO
Vale.
Las luces se apagan lentamente y se termina la función.
✎ Quizás ahora quieras leer el diario de Monche del tiempo de la secundaria.
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