Grosellas

...la vida nos sujeta porque precisamente
no es como la esperábamos...
Jaime Gil de Biedma
Amor más poderoso que la vida

Plaza Brasil

Un lugar para vivir, como el que encontró Elvira ese noviembre del 69 en Plaza Brasil, es siempre mucho más que solo un lugar para vivir.

L
a planta baja se distinguía de las de sus vecinas en que estaba dominada por un ancho portón de madera de roble con guarniciones de hierro forjado que daba a un zaguán en cuyo centro crecía una palmera alta, gruesa, peluda y polvorienta. Al abrirlo, comprobó que el portón no se había convertido aun en la entrada a múltiples oficinas de abogados o de corredores de propiedades o en una farmacia, o en un taller de reparaciones, o en un mercado. Era simplemente una casa; descomunalmente enorme, pero todavía una casa. El piso de baldosas rojas aparecía inmaculadamente limpio, y se percibía en el aire el profundo aroma de la higuera que crecía en uno de los patios interiores detrás de la semi abandonada fuente de arenisca con un querubín del mismo material, mohoso y solitario. De pie en medio del zaguán, pudo ver que la casa era un imponente edificio carmesí de fachada con aun bien conservados fitorios, roleos y otras molduras de yeso blancas que simulaban columnas corintias. Sus dos niveles sobre la planta baja, coronados por buhardillas, mansardas y ojos de buey, le parecieron una más que pasable imitación de las casas señoriales que había visto representadas en tarjetas postales francesas color sepia del siglo pasado. Tras la mampara de vidrio prensado, la recibió una criada canosa, de tez morena y de no menos de sesenta y cinco años, maciza, entrada en carnes y de tobillos gruesos, pulcramente vestida completamente de negro quien, luego de mirarla cuidadosamente de arriba a abajo con sus grandes ojos verdes y preguntarle por fórmula el motivo de su visita, la invitó a pasar al ahora casi despojado de muebles salón que, con sus gobelinos desteñidos cubriendo las paredes de adobe estucado, huellas de un pasado más esplendoroso, mostraba que la casa bien podría ser de las que recordaba José Donoso mientras escribía su Coronación.

Eso la decidió.

Eso y el gesto generoso y amable de la dueña, doña Josefina María Muñoz Pérez–Cotapos, tan ágil, delgada y menuda como la criada era pausada y corpulenta, quien, agradada de su apellido catalán y de que estudiara en la Universidad Católica, le ofreció por apenas 25 escudos mensuales más del precio anunciado en El Mercurio, una habitación más amplia, cercana a una de las dos salas de baño y separada de las otras cuatro habitaciones del tercer piso por un pequeño saloncito con dos sillones tapizados a la francesa que ella llamó el boudoir. Era una habitación de paredes azul oscuro disimulando bien resquebrajaduras viejas y agradablemente soleada. Bajo dos ojos de buey de vidrio amarillento y algo trizado había una amplia ventana que daba a dos sicomoros frondosos que tamizaban el ruido de la calle. Asomándose por encima de los geranios rojos y rosados que crecían en cuatro pequeñas macetas de Quinchamalí, Elvira acarició sus hojas al tiempo en que sintió el olor a hallullas frescas y marraquetas que salía de la panadería situada justo al otro lado de la calzada, vecina a una frutería. Dos desiguales mesas de noche, de diferente diseño y estilo, con una, la que no cojeaba, ostensiblemente más oscura que la otra; un armario de dos cuerpos con numerosas gavetas al lado izquierdo que aun olían a espliego y, más importante para Elvira, un funcional estante adosado a la pared frente a la ventana, completaban el mobiliario de la habitación.

Asintiendo con la cabeza, Elvira aceptó la oferta.

—Muy bien. Es una de mis mejores habitaciones —le dijo entonces sonriendo doña Josefina María al tiempo que recibía los primeros dos meses de alquiler.

Esa misma noche, aun antes de tenderse por primera vez en la suficientemente firme cama de plaza y media, Elvira puso sus libros en el estante de madera de roble comenzando por una copia de la edición de la Compañía Americana de Publicaciones de Altazor que había encontrado esa misma mañana en una librería de viejo de la calle San Diego, un ejemplar de la segunda edición Espasa–Calpe de Poemas de Juana de Ibarbourou y un muy gastado ejemplar de la traducción hecha por Ramón María Tenreiro de Las afinidades colectivas de Goethe. Después, tres corridas de poesía, dos novelas de Sara Hidalgo y Teoría de la prosa de Víctor Shklovsky. Había cuatro cajas más sobre el piso de madera atadas con dos vueltas de hilo de sisal morado todavía intactas que dejó para más tarde. Una de esas cajas —la que contenía los libros de Aníbal— quedó por años sin abrir hasta que, luego que Elvira se exiliara en Suecia, doña Josefina María hizo quemar su contenido en el patio de baldosas sin ni siquiera asegurarse primero que en verdad eran subversivos. La mancha negra continuaba en el piso cuando tras la muerte de doña Josefina María dieciséis años más tarde, su sobrino nieto Enrique Alfonso Pérez–Cotapos vendió la propiedad a una inmobiliaria.

Además del olor a espliego en el armario y al de tabaco de pipa Amphora que aun impregnaba las cortinas de brocato, una tercera herencia del anterior ocupante de la habitación —don Robert Siegfried Kanders, un refugiado húngaro–alemán, fallecido de larga edad hacía poco y que, muy buen católico, había luchado en Europa en defensa de la civilización cristiana antes de verse forzado a emigrar a Chile, según le susurró discretamente en voz baja doña Josefina María a Elvira— era un viejo, pesado y voluminoso, pero en muy buen estado, tocadiscos Telefunken del que ella podía disponer si así lo quería. Elvira prefirió pasar por alto el muy probable pasado turbio del tal Robert Siegfried y, aunque no tenía muchos vinilos todavía —eso cambiaría cuando año y medio más tarde se mudara Ramiro a la habitación situada al otro extremo del boudoir— aceptó encantada y, luego de comprobar esa noche que la aguja estaba en perfectísimo estado, se tumbó por fin en la cama durmiéndose esa primera vez de vuelta en Santiago, de nuevo sola sin Aníbal, mientras escuchaba la primera de las Gymnopédies de Erik Satie.



A
pesar de su ruptura con Aníbal y aunque día por medio se preguntara si habían en realidad roto o si todo no era más que otra manera de continuar con lo mismo, Elvira se sentía con buen ánimo al comenzar lo que pensaba sería una nueva etapa en su vida. Más libre como quería Aníbal, pero también más segura de saber que no sólo podía leer bien —algo importante si quería de veras medrar en la profesión—, sino que también podía escribir decentemente bien... y estaba muy contenta de haberse hecho amiga de Marianela Catalán en una de las tertulias que Begoña Blanco organizaba en su casa de Peñalolén y recibir su aliento y apoyo. Hubiese pasado sola el día que cumplió veintiún años ese cuatro de abril, si Catalán no la hubiese invitado a celebrar en su casa terminando ambas sumamente borrachas con licor de nuez, pero luego de ducharse y quitarse la resaca cuando regresó a su habitación de Plaza Brasil poco antes del mediodía la mañana siguiente, pudo terminar por fin el poema que todavía una adolescente escribió casi —casi— espontáneamente, luego de salir corriendo del cine Austral, maravillada por el salto de Catherine a las aguas del Sena. Ni el Cautín ni el Mapocho daban para eso, pero tampoco nunca, ni antes ni entonces, había estado el suicidio en ninguno de los horizontes de Elvira.

En las noches escribía. Escribía sobre Gertner, sobre Geel y sobre otras escritoras mujeres minuciosamente pasadas por alto en los manuales. Escribía sobre palabras y sobre sus cambios de significados, sobre sus usos y sobre sus desusos; golfo y golfa; zorro y zorra; pijo y pija; pollo y polla...

Ensayaba también líneas propias:

La serpiente se muerde su cola

y yo

danzo sobre el viento

como un niño.

...

Mientras caminaba

sobre las alcantarillas escondidas

alguien me miró a los ojos

y recordé que existía.

Exploraba el barrio... Como quizás lo hubiese hecho Amparo, Elvira caminaba calle arriba por Maturana hasta pasar Santo Domingo y llegar hasta Rosas, descubriendo las texturas de las paredes viejas y los cristales azulados de las ventanas; se detenía a observar con cuidadosa calma los pétalos de un diente de león o a oír el zumbido de las abejas atraídas por los tomates, las manzanas y las uvas maduras de la verdulería en la esquina de Catedral. Disimuladamente, escrudiñaba el rostro de los jubilados de caminar lento con sus bastones de madera de luma y de gastadas puntas de goma o el de las mujeres que cargaban la bolsa de la compra, tratando de adivinar sus vidas, sus rutinas, sus pensamientos, sus frustraciones, sus temores y esperanzas. De regreso a casa, pensaba y tomaba notas. Escribía una frase o dos, quizás un párrafo. Una noche descubrió “El Patio” de las hermanas catalanas de la calle Rosas a una hora en la que ya casi cerraban. Se presentó con cierta aprehensión y timidez, pero ellas la recibieron con gusto:

—¿Conque te has mudado hace poco al barrio, eh?

—Dos semanas.

—¿Y a tu padre que estés sola aquí en Santiago no le importa?

—No.

—Son unos bandidos esos de Lérida; nosotras somos de Cabra.

—Él no es tan malo; canta jotas.

—Jotas. ¡Para lo que sirven! Oye, chavala. ¿Has comido? ¿Te quedas a cenar con nosotras?

Elvira disfrutaba sus tortillas de patatas, sus pimientos asados, sus aluvias y unas escalidavas que eran mejores que las que hacía su madre en Temuco. Luisa y Bernarda Font Vidal tenían buen sentido del humor, todavía esperaban que «muriera pronto el hijo de puta de Franco» y les encantaba liar y compartir con Elvira cigarrillos de picadura y un vasito de Anís de Mono con café de grano —nunca instantáneo— hasta pasadas las nueve y media de la noche.

En el camino de vuelta a casa, Elvira ya reconocía al viejo enjuto y de tez arrugada, al hombrazo de bigote espeso y al flaco de cara triste y de ojos hundidos, que esperaban el comienzo del turno de noche jugando al tute en las mesas del bar “La Mina” que daban a Maturana y que casi al unísono levantaban la vista cuando la veían pasar con un gesto que era mucho más una protección que una amenaza. Identificaba de lejos el Cuir de Russie de Yoli y de Camila quienes, a la vuelta de la esquina de su casa, más cerca de Catedral, hacían allí la calle y con las que a menudo Elvira compartía un Monza con ellas y charlaban de cualquier cosa, de esto y de otro, mientras ellas esperaban a sus clientes.

No había demasiados rincones oscuros en las calles cercanas a la Plaza Brasil ni suciedad acumulándose en los bordillos. Sólo colillas de cigarrillos, cáscaras de maní del almacén del turco de la esquina, plumas de las palomas grises, negras y blancas que zureaban por las calles y anidaban en los aleros de las casas. Elvira se preguntaba quiénes y dónde habrían escrito sobre el barrio... Si acaso su historia no estaría escrita entrelíneas dispersa entre varias novelas o cuentos o canciones; si acaso Plaza Brasil no fuera sino el espacio de un magnífico cronotopo. Meses más tarde de su llegada a la, ahora, casa–pensión de doña Josefina María Muñoz Pérez–Cotapos, Elvira notó, también, que los rallados que cubrían la larga pared de la ferretería “El Manzano” en la Avenida Maturana cambiaban de Tomic a Allende y viceversa cada semana con más frecuencia. Pero nunca en todos esos meses hasta septiembre fue el turno de Alessandri.

Con otra voluta de la historia comenzada en la Círculo de Temuco, casi un año después de Elvira llegó Ramiro a la pensión de Plaza Brasil. El mismo Ramiro distraído de siempre, con los mismos botines desabrochados de antes, con la misma cara de niño travieso; sólo más alto, con un pequeño bozo que comenzaba a asomársele sobre el labio y que recién se había matriculado en la Escuela de Ciencias Matemáticas de la Universidad de Chile. Ramiro pasó soplado los primeros cursos de Álgebra y de Cálculo; tan rápido en verdad que pronto su consejero en la Escuela le sugirió que preparara por su cuenta los exámenes de las asignaturas básicas y que asistiera en cambio a los seminarios avanzados. Aun así, Ramiro tenía una inmensa cantidad de tiempo libre el que llenaba escuchando sus vinilos que poco a poco transportó a la habitación de Elvira para hacer buen uso del Telefunken de Kanders, perfeccionando sus dotes de origamista, volviendo al alemán original de los cuentos de Bruno Schulz, leyendo lentamente párrafo a párrafo, ítem a ítem el Tractatus de Wittgenstein e irritando con su presencia a Aníbal, fumando yerba acostado sobre la alfombra de la habitación de Elvira, cada vez que por una razón u otra él viajaba a Santiago y se asomaba por ahí.

—Te viera Gustavo, huevón.

—Con Gustavo me llevo muy bien, gracias; y con Marlene, también.

Por esos años de embargo y por tanto de escasa presencia hollywoodense en las pantallas santiaguinas, además de las ya acostumbradas películas francesas e italianas que todavía seguían llegando, había una gran cantidad de películas rusas, checoslovacas y húngaras a las que lentamente Ramiro y Elvira se asomaban. Una de las primeras que vieron juntos en el cine España fue Salmo rojo de Miklós Jancsó. A Elvira le encantó por su lentitud y constante movimiento coreográfico, y a Ramiro, después de pensarlo un poco y no solo por sus desnudos de apariencia primigenia y edénica, también. A ambos les dejó sin embargo una profunda tristeza que contrastaba con la belleza de la escenografía y el aparente optimismo de la música y de las canciones, junto a una sensación de pegajosa y escéptica incertidumbre acerca del futuro de los tiempos que ellos mismos vivían.

Meses antes de Salmo rojo, Elvira había finalmente comenzado a escribir su tesis de grado bajo la dirección de Begoña Blanco Busquets y cuando todo bullía de animación con la reciente inauguración del gobierno de Allende —pasadas las elecciones, un primer intento de golpe de Estado y el asesinato de Schneider— comenzó a tomar su última asignatura optativa, “Crítica y poder en el cine tercermundista actual”, con el carismático y de fama contestataria, Marco Canales García; un buen seminario que se quedaba, sin embargo, corto por la incapacidad de Canales, según Elvira, de entender el rol de las protagonistas mujeres —su torpe percepción de la Elena de Memorias del subdesarrollo era un buen ejemplo— y peor aun, por la ausencia de tal rol, en los filmes que presentaba. Por esos mismos días había caído en sus manos la controvertida novela Cuerpos tatuados la que Elvira leía lenta y cuidadosamente, inspirándose y deleitándose cada noche con la luminosa y voluptuosa prosa de esa visionaria y agudamente provocadora Inés Malverde.


Begoña Blanco Busquets.

Última modificación: 21 de marzo de 2023.



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