Grosellas

  Hebras narrativas

Spring Memories
Elvira y Ramiro se encuentran en la librería Círculo.

Tu nombre me lleva atado
en un pliegue de tu talle
y en el bies de tu enagua.
Joan Manuel Serrat
“Tu nombre me sabe a hierba”

Librería Círculo

Temuco, mayo de 1969

Aunque no podían saberlo entonces, en la Círculo Ramiro y Elvira encontraron mucho más que libros.

A Luis Henríquez Jaramillo
amigo como los que hay muy pocos

—En las noches, pienso.

—¿Y en qué piensas tanto?

—¿Tú nunca te sientes culpable de nada, Nicole?

—¿Yo? No. Las hijas de puta no nos sentimos culpable de nada. ¿Qué es lo te pasa ahora, Elvira?

—Estoy pensando en volver a Santiago.

—¡Estupendo! ¿Quieres que te acompañe a la estación?

—Si me voy, sería en septiembre o en marzo.

—¿Y para qué esperas tanto? Yo no sé por qué no te vas esta misma noche.

—No veo bien por qué me dices eso. No es que yo no haya estado haciendo nada aquí; algo he escrito.

—Es verdad. Me gustó esa frase de la mujer enamorada del viento. Es un poco como tú.

—¿Tú crees que Aníbal es como el viento?

—Eso no lo sé. ¿Tú estás enamorada de Aníbal?

—Lo echo de menos.

—Con eso no me contestas nada. Yo echo de menos a Schwarz: se fue y todavía no ha vuelto. Pero nunca estuve enamorada de él.

—A Aníbal lo quiero.

—¿Pero?

—Nada, Nicole, nada. Por lo demás eché ese cuento al papelero. Después de leerlo de nuevo no me gustó.

—Una lástima. La frase del viento es buena; deberías usarla de nuevo. Es jodido enamorarse de alguien que sale corriendo a todas partes.

—¿Lo sabes por experiencia propia?

—Yo no me enamoro, Elvira. De vez en cuando, amo; pero nunca me enamoro.

—Si yo vuelvo a Santiago, Nicole, no sería solo por Aníbal.

—Espero que no. ándate, Elvira. No estarías peor que aquí.

—Nicole, tú siempre me alientas a irme, pero tú desde que volviste de Alemania nunca más te has ido.

—Pero yo no ando a tropezones sin paraguas mojándome en la calle un día de lluvia. Parecía que te hubieras metido algo potente. ¿En qué andas, Elvira?



Hay tres cosas que hacen que la Círculo sea diferente de todas las otras librerías de Temuco. Una, es que los libros están a tu alcance y puedes hojearlos por horas sin que nadie te moleste. Otra, es que ahí puedes encontrar títulos que a los de la Universitaria jamás se les ocurrirá traerlos: con sólo mirarlos ya tienes en qué pensar y te puede cambiar el día por completo.

La mejor de todas es que tiene dos niveles. Bajando por una escalera de caracol, llegas al piso donde están los libros de filosofía, de historia y de política. Además de los focos modernos que cuelgan del cielo raso, hay un par de mesas de arrimo con lámparas, dos sillones y un sofá. Puedes leer los libros que se te antojen mejor de que si estuvieras en el living de tu casa.

Desde hace meses voy a la Círculo casi todos los días en las primeras horas de la tarde. Creo que Guillermo Eaton —el dueño— y yo hemos llegado a un acuerdo tácito: a esas horas en las que no va nadie, estoy yo. Así él se ahorra una dependienta que le vigile inútilmente el piso de abajo y yo le compro un libro semana por medio. Las más de las veces me paso horas leyendo. Otras, llevo mi cuaderno y garabateo algo. No hay un mejor lugar en todo Temuco.

Ahora hace dos semanas que no voy.

A mediados de mayo lo vi allí por primera vez. No estaba leyendo un libro, sino mirando la foto que Guillermo puso entre los dos anaqueles adosados a la pared del fondo. Había llegado antes que yo; había dejado su bolsón de cuero repleto de libros sobre mi sillón y miraba la foto en cuclillas, con su nariz respingada casi tocando el vidrio del marco, como si quisiera contar el número de campesinos idénticos, distinguir sus individualidades, descubrir matices entre el tejido de sus sombreros. Me pareció un intruso, pero me enterneció su aspecto de pájaro desgarbado, flaco, escuálido y chorreando agua, a pesar de su inmenso impermeable negro.

Tina Modotti, Campesinos (1926)

—Es una reproducción de “Campesinos” de Tina Modotti, una fotógrafa italiana que vivió en México —le dije acercándome y casi tocando su hombro con mi mano. Él asintió con la cabeza sin volverse.

—Neruda escribió un poema sobre ella —añadí en un infantil intento por impresionarlo, un poco picada que no me tomara en cuenta.

—“Tina Modotti ha muerto”. Tercera Residencia, página sesenta y siete —me respondió él, todavía sin volverse e imitando la artificiosa voz nasal y monótona del vate ilustre.

—¿La conoces bien?

—Un poco. ¿Sabías que Edward Weston la fotografiaba desnuda? —me preguntó, volviendo por fin su cara pecosa y sosteniendo sus ojos marrones sobre los míos.

Me divertió su doble intento de perturbarme y devolver dos por una mi propia arrogancia petulante. ¿De dónde sales tú, mocoso con gusto a leche, hablando de Weston como si fuera tu amigo y de mujeres desnudas, como si hubieras visto de verdad a alguna que no haya sido en El Pingüino? —pensé.

—Hola. Soy Elvira.

—Yo me llamo Ramiro. Ramiro Herrera Berkoff —me contestó él, extendiendo su mano larga, huesuda y con las uñas comidas.

Es increíble lo chico que es Temuco. Ahí estaba yo coqueteando con un chiquillo y resultaba ser el hermano menor de Gustavo. Me puse colorada, como si me hubiesen pillado en una falta, como si ser una noviecita abnegada y paciente a lo Penélope me impidiera fijarme en nadie más, ni siquiera en un mocoso flacuchento como Ramiro.

Nos hemos visto otras tres o cuatro veces más, pero esa tarde él cogió su bolsón de un salto y salió subiendo los peldaños de a dos en dos, cimbreándose rápido con su agilidad de gato.

—Tengo que volver al colegio por el ensayo.

—¿Estás en una obra de teatro?

Puff; ojalá fuera teatro. Es para el desfile del 21 de mayo.



Desapareció escaleras arriba mientras yo me quedé pensando en Aníbal. Me acordé de la historia de ese otro 21 de mayo que él me contó como un gran secreto y que me hizo jurar tres veces no repetirla nunca a nadie. Ya habían pasado entonces más de dos años, pero todavía insistía cada noche en atarse las gafas al cuello por el miedo que le daba el recuerdo de haberse encontrado casi ciego bajo la lluvia la mañana del terremoto, cuando todos salieron huyendo aterrados de su casa.*

Esa era la época en la que todavía jugábamos los domingos en la casa de Maruja Balsera: ese enorme caserón de madera lleno de recovecos y puertas por todas partes, pasillos estrechos y oscuros que daban a una escalera o a un patio interior. Abrías una puerta, entrabas a la despensa o a una bodega y te encontrabas con otra puerta que daba a otro cuarto, uno dentro del otro, como si fueran cajas chinas.

Era una casa ideal para jugar a las escondidas... sobre todo si querías que pasara un rato largo antes de que te encontraran. Algo que Aníbal y yo aprendimos bien pronto a usar en nuestro provecho cuando queríamos estar solos sin que nadie nos viera. Esos días Aníbal se las arreglaba para hurtar chocolates, mazapanes y otros dulces del armario de la cocina, los que compartíamos juntos riéndonos de Maruja y dándonos besitos.

El primer domingo que la tía Regina nos presentó a Aníbal, él casi no hablaba: no supe si era por timidez o, porque desde un principio, no pudo soportar la sonrisa boba de Maruja; pero abrió los ojos como dos huevos fritos cuando vio las cajas de mazapanes y las barras de turrón sobre la mesa de la cocina y, entonces, yo de inmediato quise que fuéramos amigos.

—¿Te gustan?

—Todavía no es la Pascua.

—Tonto, nosotros los comemos todo el año —le dijo Maruja.

Era apenas un poco mayor que nosotras, pero parecía mucho más viejo detrás de sus gafas de marco de carey y de vidrio grueso que le quedaban ridículamente grandes. Tenía el pelo mojado, las mejillas rosadas y el cuello de su camisa blanca abrochado arriba con un botón negro. Olfateé y sonreí cuando me di cuenta que eran sus bototos los que olían a tocino ahumado.

—Los unto con la grasa para que no les pase el agua —me dijo. Así te los puedes comer, si naufragas en una isla desierta —le dijo luego a Maruja y ella se le quedó mirando incrédula, mientras él me guiñaba un ojo haciéndome cómplice y poniéndome colorada.

—¿Por qué me miras tanto? —le pregunté otra tarde en que se quedó con la mirada fija en mis ojos, ya se nos habían terminado los chocolates y Maruja se demoraba en encontrarnos.

—Porque tienes los ojos grandes.

—¿Y eso qué tiene que ver?

—Nada.

—Los tuyos también son grandes. ¿Qué pasa si te saco las gafas?

—Apenas veo sin ellas.

—¿Y si de todas maneras te las saco?

—Tendrías que llevarme de la mano.

Y yo pensé, entonces, que no me importaría llevarlo a cualquier parte tomado de la mano.

Ramiro no volvió a la Círculo hasta el miércoles después del feriado; toda una semana más tarde. Yo estaba trabajando en mi cuaderno amarillo y acababa de apagar un pucho, cuando lo oí bajar saltando los peldaños de a dos en dos, chicoteando los peldaños de la escalera con los cordones de sus botines desabrochados.

—¿Qué escribes?

—Hola, buenas tardes. Nada muy importante: sólo garabateo un poco —le respondí, alegre de verlo de nuevo, pero fastidiada con sus malos modales.

—¿Es un cuento o una novela?

—Peor. Es un poema.

—¿Erótico?

—Tú parece que tuvieras la cabeza llena de sexo. Pero no te preocupes; a tu edad eso no es nada malo.

—¿Y tú por qué me hablas tan displicente?

—Porque es la segunda vez en los dos días que nos hemos visto que tratas de espantarme. No pierdas el tiempo, Ramiro: yo no soy una niñita de las monjas.

—Pero llevas puesta una gargantilla con crucecita y todo.

Era verdad. Ramiro igual me podría haber dicho que llevaba puesto un suéter rojo o notar que esa mañana me había pintado los labios. Pero su dejo tajante y su mirada fija en mi escote me hizo sentir vergüenza y rabia.

—No significa nada. Es un regalo de mi madre. ¿Entiendes?

—Claro que entiendo. El año pasado para mi cumpleaños fuimos por el fin de semana a la finca de mi abuelo y de postre, entre eructo y eructo, me regaló su esvástica. ¿No quieres verla?

—No es lo mismo; pero no, no me interesa para nada.

—¿No? Mejor, porque a la mañana siguiente la dejé caer con su cinta negra y todo en la letrina de sus inquilinos. Ahí debe estar todavía, pudriéndose poco a poco.

—Hiciste muy bien, Ramiro; pero si era de oro o de buen acero, dudo que se pudra.

—Mucho mejor entonces. Así cada día le cae encima más mierda fresca.

—¿Y tu abuelo no te dice nada cuando no te la ve colgada del pescuezo?

Großvater Rudolf se murió a las tres semanas. Por suerte, ya no me pregunta nada. ¿Tu mamá está viva?

—Si tanto te importa mi medalla, te puedo decir que no soy creyente; por mí me la podría sacar ahora mismo; simplemente no quiero más peleas con ella.

—Entiendo... Pero entonces eres rara. Yo tendré la cabeza llena de sexo como tú dices, pero tú la tienes llena de cosas raras.

—Si yo te parezco rara es que todavía no has visto nada.

—Puede ser... Léeme algo.

—¿Qué es lo que quieres que te lea?

—Eso que tienes ahí, en esa página amarilla.

—¿Eso? Son solo unos pocos versos. No vale la pena.

—Léelos... Anda; por favor, Elvira léemelos.

—Mmm. Sabes ser cortés, si quieres. Bueno, escucha:

Escribo una carta a la noche

como un músico sentado al piano,

derramando fragmentos.

—Misterioso; pero me gusta.

—¿Sí? ¿Por qué?

—¿Por qué es misterioso o por qué me gusta?

—Los dos.

—Porque puedes escribir la tal carta sin saber, si el alguien para quien la escribes terminará leyéndote o, si a fin de cuentas, compones todos esos fragmentos solo para tu propio placer y gusto. Todo un misterio. Y en tres líneas: económico; por eso me gusta.

—Esa es... una posibilidad.

—Bueno, esa fue mi impresión. ¿No crees tú que ese es siempre el caso? ¿Que siempre estamos solos?

—¿Quiénes estamos?

—Los hombres.

—¿Los hombres? ¿De qué hombres me hablas tú?

—Quiero decir los humanos. Tú que eres mujer, yo, todos.

—¿Vas a salirme con que eres un solitario sin amigos?

—Amigos tengo bastantes. Tú bien sabes que es más complicado que eso.

—¿Sí? ¿Cómo?

—Lo pensé el otro día en el desfile. íbamos todos juntos marchando en masa: un, dos, tres, cuatro; un, dos, tres, cuatro; un, dos, tres, cuatro. Pero cada uno de nosotros, solo.

—¿Y qué pasa con la foto de los campesinos? Ellos también van marchando juntos.

—Sí, pero no creo que a ti se te escape que es bien diferente: los milicos van, porque van; nosotros, porque nos obligan y los campesinos de tu Modotti, porque no les quedaba otra.

—¿No crees en las marchas?

—Voy a las marchas... un poco. Son buenas para ver y aprender. Pero también hago otras cosas.

—¿Como qué?

—Te muestro. Mira. Debajo de mis pantalones grises me pongo calcetines rojos.

—¿Y eso de qué sirve?

—Me carga el uniforme y con esto les llevo la contra.

—¿Pero quién se da cuenta de eso?

—Me doy cuenta yo.

—¿Y con eso, qué?

—En mi cabeza soy un poquito más libre y eso no se lo debo a nadie. Ni al Marcuse ese que lees ahí ni a mi hermano.

—Eres un loco simpático tú.

—Así me dicen muchos: “el Loco Herrera”. No creas que lo hacen porque me quieran, al contrario.

—¿Te molesta?

—Me da lo mismo. Tú también puedes llamarme Loco, si quieres. Tú rara, yo loco. En una de estas nos hacemos amigos.

—¿Y es por eso que siempre andas con impermeable? ¿Para que no se te vea el uniforme del colegio?

—Y porque es de Gustavo. En una de estas se me pega su buena suerte.

—¿Suerte para qué?

—Para atraer a las mujeres.

—Si lo que quieres es irte a la cama con alguien, yo no me confiaría mucho en tu impermeable para eso.

—Entonces, ¿qué me recomendarías tú para irme a la cama con... alguien?

—Ten cuidado, Ramiro. Las mujeres prefieren a los hombres que no tratan de pasarse de listos.

—¿Tú crees?

Asentí con la cabeza. Ramiro me miró y prefirió cambiar de tema.

—¿Sabías que John Lennon y Yoko Ono llevan ya dos días encamados en Montreal?

—Lo estarán pasando bien.

—Me imagino que sí. ¿Tienes más poemas?

—Sí; pero ahora tengo que irme. Nos vemos otro día.

—Antes de que te vayas... Dime. ¿Es verdad que te parezco simpático?

—Sí, pero también loco. Chao, Ramiro.

—Chao.

—Me gusta tu collar de abalorios —me dijo gritando la semana siguiente mientras bajaba corriendo la escalera de caracol, sin que yo ya me sorprendiera que no se le ocurriera saludar antes de ponerse a hablar.

Era un collar de cuentas de piedras y de vidrios color turquesa que yo había comprado esa misma mañana en el puesto de artesanía de mi amiga Laura. Sabía que me estaba comportando como una mocosa, pero me alegró que él lo notara.

—Hola. Gracias. Estás muy gentil esta tarde.

—¿Es nuevo?

—No; pero hace tiempo que no me lo ponía.

—¿Qué escribes? ¿Otro poema?

—Es una idea para un cuento.

—¿Y de qué se trata?

—Son tres amigos que salen de caza.

—Vi una película con ese tema, española creo. En blanco y negro, música militar. Tres hombres, entre cincuenta y sesenta años, salen de caza, con dos escopetas y un rifle. Matan cualquier cantidad de conejos, hace calor, beben vino de una bota, fuman y sudan todo el tiempo. A medida en que pasa el día se van dando cuenta que ya no son amigos y que en realidad se odian. Al final, terminan matándose los unos a los otros. Solo el cuarto cazador, una generación más joven que los otros, y que en realidad no había llevado al campo ninguna arma de caza, sino una Luger, sobrevive. Impresionante. Toda una metáfora de la guerra.

—Mi cuento será menos dramático. Uno de los tres amigos muere de un infarto en la calle y los otros dos recuerdan el pasado mientras asisten a su velatorio.

—Misterioso.

—Para ti todo parece ser misterioso.

—Nostálgico entonces.

—Quizás. Pero sin palabras difíciles. ¿De dónde sacaste abalorios?

—La aprendí en el título de una novela. A mí me gusta usar las palabras nuevas que aprendo.

—¿Y te gustó Hermann Hesse?

—Mmm. La conoces, entonces. Me gustó más la historia de Sinclair. El Magister Ludi fue demasiado esotérico para mí.

—¿Y qué fue lo que más te gustó de la historia de Sinclair?

—Eva, por supuesto.

—¿Eva?

—Y la idea de tener que luchar para crecer: Der Vogel kämpft sich aus dem Ei. “El pájaro rompe el cascarón” en la traducción al castellano. Pero, mejor aun, “El pájaro lucha para salir del cascarón.” Del huevo, en realidad.

—Me impresionas; pero, ¿por qué Eva?

—Porque Eva es todo. Es el origen, es la madre, claro... Pero también es su amante. ¿No crees?

—Y tú la habrás podido leer en el original.

—Sí, pero también la leí en castellano. A pesar de mi madre y de la Deutsche Schule, mi alemán es limitado.

—¿No lo hablas en tu casa?

—Con mi madre, claro. Pero, acuérdate: “Herrera”. Mi padre no mastica muy bien el germano. ¿Tú hablas catalán en tu casa?

—No. Mi madre es de Burgos. Ahí no hablan catalán.

—¿Viste? La misma cosa.

—¿Qué te dio por leer Demián?

—Me gustó la tapa del libro.

—Ahora sí que me estás tomando el pelo.

—No te miento, pero también tu amiga Nicole Gómez me dijo que era una buena historia. Es verdad; pero me gustó más Moby Dick.

—Nunca la he leído.

—Es el mismo tema: andar toda la vida detrás de algo. Tú, ¿por qué escribes?

—Me gusta.

—¿Sí, pero por qué te gusta?

—Puedo explorar quién soy yo con los personajes que invento.

—A mí me gustan los personajes raros.

—¿Raros como yo?

—No sé. A ti todavía no te conozco bien. Raros... que no hacen lo que tú esperarías que hicieran. Como una novela que leí anoche. Genial: se le muere la madre y al tipo apenas le importa. El telegrama que recibe con la noticia igual podría haberle dicho que estaba lloviendo.

—Bueno, esa novela trata de lo absurdo y azaroso de la existencia. Por eso es que el protagonista reacciona de esa manera.

—Hay un argentino que hace lo mismo. El tipo mata a su amante. No se sabe muy bien por qué.

—¿Sábato también? Parece que tú lees de todo.

—Y tú crees que ya lo has leído todo antes que yo.

—No seas tan sensible. Es normal que yo conozca las cosas que tú lees. Yo también he pasado por ahí.

—No creo que hayas pasado por todas las que he pasado yo.

—¿Seguro que no?

—Voy a encontrar algo que tú no hayas leído.

—Trata.

—Leí el Tractatus de Wittgenstein... en alemán.

—Ganaste. No lo he leído.

—No sé si cuenta. No entendí mucho.

—¿Crees que hay alguien que lo haya entendido?

—Probablemente muy pocos. Wittgenstein mismo dijo que no lo entendería nadie.

—Igual se lo publicaron.

—Era corajudo Wittgenstein; uno de los pocos que realmente admiro.

—¿Sí?

—Pudo haber sido súper rico; riquísimo. Pero para poder ser libre, renunció a la totalidad de su herencia.

—¿Y tú, además de tus calcetines rojos que escondes en tus botines, ¿también quieres ser libre como él? ¿Renunciar a tu herencia?

—Sí… Pero conmigo no cuenta; por un lado la granja de mi abuelo Rudolf no valía una chaucha, por el otro a mi madre ya la desheredaron… y mi padre con su oficio nunca tendrá nada.

—La desheredaron, ¿por qué?

—Líos, líos, líos; líos de familia.

—Quizás deberías leer el Tractatus en castellano.

—No estoy seguro que eso me ayude.

—¿Por qué tan pesimista?

—No importa. Hay otras cosas por las que tú no has pasado.

—¿Sí? ¿Por cuáles?

—Nada importante. Me voy: entro a clase luego. Toma.

—¿Y esto qué es?

—Un barquito de papel. Chao.

—Chao.

Portada original (1919) de Demian

En la primera edición de su novela, Hermann Hesse (1877 – 1962) eligió usar el seudónimo “Emil Sinclair” —el nombre del personaje protagonista. El subtítulo de la novela fue entonces “la historia de un joven (Die Geschichte einer Jugend)” y no “historia de Emil Sinclair” como apareció en ediciones posteriores y en las traducciones a otros idiomas.

En algún lugar José Donoso escribe que «Hermann Hesse está bien para lectores adolescentes». Quizás tenía razón; yo leí Demián, seguido inmediatamente por El lobo estepario por primera vez en 1968 cuando tenía quince años... la misma edad de Ramiro. Pero, si no las has leído aún, te aliento a que lo hagas; a más de cien años de su publicación valen la pena. Son todas historias de búsqueda y de conocimiento de sí mismo.

Evaristo Feliú



Al bajar las escaleras de la Círculo, me encuentro con Guillermo que viene subiendo de vuelta y que me sonríe apuntando con su índice a la foto de los campesinos enrollada bajo su brazo. Cuando llego abajo, hojeo el Tractatus que Ramiro dejó abierto sobre mi sillón en medio de sus libros, lápices y papeles de colores. Levanto los ojos y lo veo a él de espaldas, vestido sólo con sus calcetines rojos y su impermeable negro, observando de tan cerca el retrato que Weston hizo de Modotti con su kimono entreabierto, que empaña el vidrio con su aliento. Al acercarme y poner mi mano sobre su hombro, me doy cuenta que la mujer no es Modotti y que mi collar de abalorios cuelga desde su cuello apenas visible en el encuadre de la foto. Me llevo las manos a la boca y despierto.
Mierda, estoy loca.

—He estado pensando toda la semana en tu nombre.

—No me digas Ramiro. ¿Y qué has pensado?

—Elvira tiene “Eva” dentro. Y si sacas esa parte, lo que queda es “lir”.

—¿Y?

—Eso explica todo.

—¿Qué es lo que explica?

—Es fantástico. Me tomó varios días descubrirlo, pero yo sabía que ahí había algo. Anoche, con la ayuda de don Galo, aprendí que en irlandés antiguo “lir” es el mar: la personificación del mar. Elvira: Eva, la diosa del mar. Eso es lo que significa tu nombre.

—Tú eres loco.

—Seré loco, pero tu nombre encaja muy bien con mi cuento.

—¿Cuál cuento?

—El que empecé a escribir anoche. Todavía no lo termino; pero, si quieres, te leo un poco.

—Lee.

—Estupendo; escucha:

El hombre bajó hasta el valle, maravillado por todo lo que veía a su alrededor. Allí todo era húmedo y fresco; la hierba, una alfombra suave, fragante y deliciosa. Ubérrima. Caminó deleitando sus sentidos abiertos a sensaciones recién descubiertas; inagotables como la espuma del océano, como el musgo entre las rocas, como el aroma intenso de las flores azul turquesa que intentó alcanzar con sus manos inexpertas, rompiendo sus cálices entre las espinas, besando dos gotas de sangre entre sus dedos tiernos, antes de volver a la playa donde se durmió feliz, confiado en las fuerzas de la marea que arrastrarían su cuerpo hasta llevárselo lejos, mar adentro, donde crecían las anémonas, los corales y los cangrejos.

—¡Qué loco eres!

—¿Te gusta?

—Más que un cuento parece un poema en prosa. Me gusta; me gusta mucho.

De un salto, Ramiro se puso de pie, escribió mi nombre y me alcanzó su hoja cuadriculada ceremoniosamente a la manera de una ofrenda.

—Te lo regalo, con dedicatoria y todo.

—Realmente eres un loco simpático; gracias, Ramiro.

—¿Crees que se entienda la metáfora?

—¿Cuál de todas? Tu poema está lleno de metáforas.

—La de la flor azul turquesa.

—¿Esa? Sí, por supuesto que se entiende.

—Técnicamente, más que una metáfora es una metonimia...

—Mmm. Mmm.

—Las flores color turquesa son un collar con vidrios color turquesa... y los vidrios color turquesa... son... ¿Entiendes?

—Mmm. Mmm.

—¿Te parece bien? ¿Te gusta?

—¿Y tú crees que para el hombre de tu cuento de lo que se trata en la vida es de eso? ¿De encontrar esa flor?

—¿Tú no?

—Bien podría ser al revés. Que la flor lo encontrara a él.

—¿Tú crees?

—Me gusta tu poema, aunque tú seas un poco loco.

—Tú estás bien, aunque seas un poco rara.

—Escucha, Ramiro. ¿Has encontrado a muchas flores?

—Tú me preguntas, si he encontrado flores como las flores del cuento, ¿verdad?

—Mmm. Mmm.

—No, no muchas.

—¿Has besado a alguna?

—¿Besar, besar? No... nunca.

—Cierra los ojos, piensa que estás sobre la hierba de tu poema. Siente la fragancia, la espuma, las algas. ¿Las sientes?

—Mmm. Mmm.

—Bien, loco simpático

—Elvira.

—¡No! Era sólo un beso, Ramiro. No me toques los pechos.

—Elvira.

—Acuérdate que tengo un novio.

—Él está lejos. Yo estoy aquí... contigo.

—No importa.

—¿Sueñas con él?

—Eso a ti no te importa.

—Yo sueño todas las noches contigo. Me gustaría que tú soñaras conmigo.

—Estoy segura que más de una sueña contigo. Chao, Ramiro.

Ponme a mí en esa lista, mocoso de los ojos marrones.

De uñas comidas.

Y de la cara llena de pecas.

(Sí, como Aníbal).

¡Lástima que seas tan apresurado! Tan niño.

*****

—Elvira. ¿No me oyes? En qué andas?

—En nada, Nicole. No ando en nada.

—¿Segura?

—Ya te lo dije. Estoy tratando de decidir cuándo irme.

—Cuanto antes, mejor, Elvira.

—Mmm. Tienes razón. Me voy pronto.

—Y cuando llegues a Santiago, no te olvides de hablar con Begoña Blanco. Dile que vas de mi parte.

—Se lo diré.

—¿Sabes lo que te pasa a ti con Aníbal, Elvira?

—¿Qué?

—Que quieres demasiado ser su mina.

—No sé si su mina o... algo. ¿Quieres que lo disimule?

—No me entiendes, Elvira. No me importa lo que le hagas creer o no a Aníbal. Me preocupa lo que tú tienes metido en la cabeza.

—¿Te preocupa que lo quiera?

—Que quieras ser suya más que él de ti.

—No te entiendo.

—No seas nunca de nadie, huevona.



Rizo: Guillermo Eaton.

Última modificación: 2 de marzo de 2024.



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