Grosellas

—¿Son estas horas de llegar?
—No sabía que yo tuviera una hora y tú no.
—Si no lo haces por mí, al menos hazlo por tus hijos.
—Son tuyos también.
—A veces no estoy tan seguro.
—Vete a la mierda, Xavier.

Xavier y Monche
Lavapiés, mayo de 1984

Monche en Lavapiés

Tres breves fragmentos con grandes saltos temporales entre medio de cómo, después del golpe de Estado, Monche ha intentado rehacer su vida en Madrid.

H
acía sólo dos meses que Franco había muerto cuando Monche se mudó a Lavapiés con Xavier Castelló Solá, un activista del todavía ilegal, pero renaciente PSOE. Dieciocho años mayor, Xavier no ocultaba su contentura, exhibiéndose por todas partes con ella cuando no estaba contándole uno de los muchos secretos que, ampliados con su desbordada imaginación de divertido cuentacuentos, le contaba sobre las posadas, los bares y los rincones ocultos de las callejuelas del Madrid del Barrio de las Letras que él, aunque había nacido en el Raval de Barcelona, conocía como la palma de su mano desde que siendo un chaval desmirriado y flacuchento su madre, una entonces muy joven de veintitrés años Adela Solá, se mudara con él a la ciudad tras el fusilamiento de su pareja a fines del 39.

Aunque ya entonces escribía versos en su cuaderno de hojas cuadriculadas, Adela Solá comenzó a ganarse la vida sirviendo por las noches en la “Tía Dolores” de calle Cervantes a pocos pasos del minúsculo piso con dos cuartos oscuros y estrechos ubicado en la cumbre de un desvencijado y crujiente edificio amarillo pálido en la calle de Fúcar casi frente a la Iglesia de Jesús de Medinaceli que ambos compartían con Matilde, la hermana mayor de Adela, y con su cuñado César Tascón, quincallero de profesión. Ese barrio, ruidoso y con un eterno olor a fritanga pasada, a humo de tabaco malo y a coles recocidas tal como lo describía de memoria Luisa Carnés en sus cuentos que escribía en su exilio en México, había sido la principal escuela de Xavier antes de que marchara a la mili en junio del 53 destinado al Sahara español donde estuvo achicharrándose al sol por más de dos años. Volvió al barrio al cumplirse su conscripción y desde entonces su vida estuvo por mucho tiempo siempre al filo de la navaja.

No sin una cierta paradoja, la muerte de Franco en noviembre y la decisión de mudarse con Monche a ese piso en la esquina de Jesús y María de Lavapiés le había traído a Xavier una buena cantidad de un, para él, muy necesario y bienvenido sosiego. Para Monche, sin embargo, era duro; creía amar a Xavier a quien había conocido gracias a una carta de Rodrigo Llagostera, pero el dolor de sus desgarros era todavía muy vivo, y Xavier y Monche no se llevaban del todo bien. Xavier, tránsfuga de varios oficios menores diversos de los que prefería no acordarse demasiado y mucho menos mentarlos en voz alta frente a desconocidos, antes de encontrar una genuina vocación y habilidad en la organización comunitaria, sabía, empero, arrullarla con cariño y esmero de amante, padre, hermano mayor que todas esas funciones cumplía y, cuando Monche se agotaba de su propia recién adquirida dureza, se dejaba arropar. Claro está que, y a pesar de haber encontrado Monche en Madrid un nuevo propósito político y de la llegada de Miguel y de Paz un par de años más tarde, ese trato de solitarios pobres diablos no podía durar demasiado.

Ocho años después...

Lavapiés, domingo 1 de julio de 1984

Hoy por fin se ha acabado todo. Esa bofetada sella nuestro trato. Hace tanto tiempo que querías irte de veras, Xavier, cansado, hastiado de mí. Me arropabas. Me cubrías con tus brazos de gigante protegiéndome del frío y de la lluvia. Me arrullabas con tus palabras de canciones de cuna, de historiador sabio y de cuentista ingenioso. Aprendiste mis pesadillas de memoria. Restañabas mis mocos y mis lágrimas cuando perdida, asustada, confusa, desesperaba por Aníbal. Cuando en mis sueños y pesadillas una y otra vez aparece Labarca. Tu mano suave e inmensa sobre la mía; sobre mi espalda y mis pechos; sobre mi vientre... vientre como él; sí; como decía él... ¿qué quieres que haga? No puedo dejar de pensar en él. Te quise, Xavier; te quise cerca, pegado a mí; dentro de mí. Todavía te quiero, Xavier. ¿Cómo no quererte? Pero tú nunca fuiste ni quisiste ser completamente mío. Tampoco yo lo quise. Eso me hubiera aterrorizado sin remedio, sin medida. ¿Por qué entonces insistes en que yo solo sea tuya? No puedo, Xavier, no puedo. Con estos otros... casi nunca ha pasado nada serio con ellos, Xavier, y tú lo sabes. Entiéndeme: ninguno de ellos me importa, sino para gritarte a tu cara que no puedo... no puedo por más que lo quisiera.




S
eguramente Monche pensó en Amparo cuando, sin vacilar, quitó del tablón de anuncios del Centro Comunitario de Lavapiés el papel celeste donde, escrito a mano con muy bonita caligrafía de colegiala aplicada, se solicitaba un candidato al puesto de portavoz y coordinador madrileño de un proyecto de protección de osos, de rebecos y de lobos, que se iniciaría ese mismo verano en la Cordillera Cantábrica. Su divorcio con Xavier ya estaba más que finiquitado y, aunque ya habían pasado su buen par de años desde que Felipe González se había convertido en el primer Presidente del Gobierno socialista desde el fin de la República sin que el mundo se viniese abajo, Monche sintió que no era por el lado de la política partidista por la que ella quería encauzar sus energías. Cierto, en esos años Monche pensaba más y más en Amparo; en sus dibujos de arañas, de escarabajos y de orugas aladas que no querían tener que esperar a ser mariposas para echarse a volar a donde les diera la gana; pensaba en cómo ella, con su tenaz y obstinada preferencia por las verduras, las hortalizas y las legumbres, de no haberse muerto de ese horrible escopetazo podría haber sido de muchas otras maneras una lúcida y nada de ingenua visionaria.

—¿Y tú qué sabes de osos?

—De osos, o de lobos, o de rebecos... nada; pero os aseguro que tengo muchas ganas de aprender y de que lo haré muy rápido. A eso ya estoy acostumbrada.

—Vale. No hay muchos que sepan sobre ellos tampoco. ¿Puedes empezar el 6 de mayo, después de las fiestas?

—Por supuesto.

Madrid, jueves 28 de abril de 1985

Diecinueve años después...

—Julio, encantado.

—Monche, encantada.

—¿Bebes para olvidar?

—Todo lo contrario; para no olvidarme nunca.

—Debes de tener una memoria muy larga.

—Mucho más de lo que te imaginas. ¿Cómo dijiste que te llamabas?



N
o fue en Chueca, sino en un bar de Malasaña donde Julio y Monche se conocieron la noche del jueves 9 de diciembre de 2004. Monche deambulaba desde hacía horas por las calles del barrio pensando en su madre y también en Víctor Illigorri cuando se le ocurrió entrar a ese bar lleno de gente y, sin todavía haberse sentado en la barra, pedir un vodka Belvedere con mucho hielo, seguido enseguida por otro más. Fue Monche la primera en romper el silencio luego de notar que Julio, sentado exactamente a dos taburetes de distancia del suyo, había fracasado dos veces en captar la atención del cantinero, demasiado entretenido con un grupo de sus amigos apostados al extremo opuesto del mesón, y llamarlo ella misma con un grito destemplado que el otro no pudo ya pasar por alto. Julio y Monche hablaron largo esa noche hasta que, ya tarde, les echaron casi a empujones. Caminaron calle abajo hasta llegar a Callao y siguieron luego por la calle de los Bordadores, deteniéndose de tanto en tanto a mirar las estrellas y a un par de gatos flacuchentos y callejeros como ellos. Era ya cerca del alba cuando llegaron al piso de Monche. Demasiado cansados para pensar hacer cualquier otra cosa, se durmieron sobre el sofá lleno de libros y de revistas que Julio apartó cuidadosamente antes de tumbarse y rechazar por quinta vez un Ducado. Cuando Monche, todavía vestida, se despertó pasado el mediodía del viernes, Julio bebía ya un segundo café acomodado en la cocina mientras hojeaba el libro con fotos y dibujos de osos, de lobos y de rebecos que ella había comprado esa misma tarde en una librería de la Gran Vía.

Madrid, jueves 9 de diciembre de 2004


La fiesta de Sandra.

Última modificación: 25 de julio de 2023.



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