Grosellas

  Hebras narrativas

Requiem æternam dona eis, Domine:
et lux perpetua luceat eis.
Misa de Réquiem

El Studebaker

El funeral de Emilio Balsera fue el viernes 11 de abril de 1969.

A la dulce memoria
de Fernando Muñoz Porras

E
rnesto Codulá, mi padre, acababa de colgar una ristra de butifarra y se aprontaba a cortar un queso chanco cuando vio llegar a don Nazario Borrajo casi corriendo a la charcutería, con la respiración entrecortada, moviendo rápido sus pasos cortos y sus ojos saltones.

—Ernesto, ¿no te has enterado?

—¿Qué pasa, don Nazario?

—Emilio. Emilio se ha caído muerto.

—Pero si acabo de verlo. ¿Qué le ha pasado?

—Ahí: en la esquina de Portales con Aldunate. Venía de la “La Moderna” y cayó al suelo fulminado. Un ataque. Acaban de avisarle a Regina. Estaba en el boliche; la llevaron en un taxi a su casa.

—Tendremos que ir. Acompañarla a comprar la urna.

—Yo ya hablé con Ricardo Núñez.

—¿Núñez?

—Núñez Grez; el prometido de la hija. Quedé de encontrarme con él en el hospital.

—Yo a él apenas le conozco.

—Ni yo. Pero ahora parece el más cercano de la familia. ¿Te puedes encargar tú de hablar con Carreño?

—Sí, claro. Vamos al hospital y después paso por el cementerio.

Emilio Balsera era el más alto y fuerte; mi padre, el único que había hecho la guerra y don Nazario Borrajo, ya calvo y desde siempre panzón y rechoncho, el más leído y el más viejo. Los domingos jugaban al tute subastado en la cantina del Centro mientras sus mujeres después de la misa de once preparaban el almuerzo. Salvo para las celebraciones de cumpleaños, de aniversarios o de santos, no tenían un orden especial para elegir la casa de la anfitriona y en teoría podía ser cualquiera de las tres. Pero yo, que cuando ya fui mayor, ayudaba a mi madre y a las otras dos mujeres en la cocina, siempre presentí que había un código secreto.

Jamás hubiéramos celebrado el 18 de julio en nuestra casa, por ejemplo. Ese domingo íbamos a la casa de Emilio Balsera o a la de don Nazario, con mi padre arrastrando los pies como si quisiera atrasar la hora de la llegada murmurando entre dientes. Cuando estábamos a punto de tocar el timbre, mi madre le rogaba que espabilara y que se callara, lo que él hacía sin reparos ya que todo no era más que un gesto inofensivo sin mayores consecuencias o, como decía él, solo por joder un poco.

Y a los otros les encantaba joderlo también a él.

Emilio Balsera, baratillero, bisutero y prestamista clandestino, ya vivía en Chile cuando estalló la guerra pero, disimulando con la mano los agujeros en su camisa azul ya toda apolillada, ese día le gustaba ponérsela bajo su cinturón terciado, bajar pomposo y marcial hasta el comedor, y junto con don Nazario entonar a coro los pocos versos que recordaban del Cara al sol: siempre los mismos. Después tarareaban dos o tres más y, cuando se cansaban de tantas flechas y de tantas rosas, se reían un poco de sí mismos y más de mi padre. Balsera quizás se habría ido de voluntario, pero para entonces ya estaba casado y su mujer, Regina Campos, le dejó muy claro que debía elegir entre ella o Franco.

Por su parte, llevado por un entusiasmo del que a veces se arrepentía, don Nazario nunca había pasado de haberle puesto José Antonio a su hijo mayor para mejor honrar al Ausente, a la hija le habían puesto María del Pilar por lo mismo, y también había llegado a Chile antes de la República. Los recuerdos de su pueblo gallego eran borrosos y confusos; a veces mucho más herencia de sus lecturas de Rosalía de Castro que de testigo presencial. Decía que era de Foz. Allí creció, pero la verdad es que había nacido por accidente en un chigre situado al lado asturiano de la Ría del Eo un 14 de agosto de 1898 donde su madre, preñada de siete meses, comenzó a sentir los dolores de parto mientras terminaba de cantar una alborada frente a un grupo de campesinos refrescándose con sidra fresca después de la acalorada misa del domingo.

Sus años de música y de cantante ambulante no terminaron ahí; pero cuando murió doce años más tarde, don Nazario heredó su bandurria, la que aprendió a tocar por sí mismo, improvisando melodías nuevas en el barco que lo llevó hasta Buenos Aires, antes de embarcarse en el tren que, en un viaje interminable, lo dejó varios días después en la estación de Temuco. Quizás fue el hecho de haber nacido en ese chigre que además hacía de fonda, o el consejo de su mujer Eulalia, lo que lo llevó a invertir sus ahorros ganados en una huerta alquilada a la orilla del Cautín en abrir el hotel que regentó por más de cuarenta años en calle Barros Arana. Sentimental, lloraba con facilidad, sentía morriña decía él; sin duda añoraba las zamburiñas que le preparaba con mucho ajo su madre de niño, pero mucho más añoraba el albariño.

Emilio Balsera era otra cosa; ese no lloraba. Nunca perdió tampoco su acento asturiano aprendido en Panes donde nació un 29 de febrero de 1904. Aunque sabía ser un amigo fiel, y hasta generoso si tocaba el caso, tampoco nunca perdió su severidad sin tregua en contra de cualquiera que se cruzara en su camino o intentara privarlo de cualquier cosa que él considerara suya por nimia que fuera. Su enorme caserón de madera de la calle Balmaceda estaba lleno de chucherías viejas que atesoraba por un tiempo para después olvidarlas al cuidado de doña Regina, su mujer. De seguro que fue ese amor casi infantil por las cosas pequeñas el que lo hizo poner esa enorme bisutería en la calle Zenteno esquina con Portales. Sin embargo, había algo de juguetón y mucho de pirata en ese espíritu de macho grande, rudo y peludo (aunque las mujeres decían que era uno de los hombres más hermosos de la colonia). En medio de tanta joya de vidrio y sin valor alguno, Balsera ocultaba al azar verdaderos tesoros. Sus ojos brillaban cuando una jovencita descubría, quizás sin saberlo, uno de ellos. Implacable también con sus prisioneros rifeños, Emilio Balsera había servido muy a gusto bajo Burguete en África, conservaba una medalla por eso, y aunque no llegó a vivir para verlo, no habría para nada desaprobado la administración que años después Ricardo Núñez Grez hizo de su granja a las orillas del Allipén, cuando las aguas bajaron desde ahí teñidas de sudor, de sangre, de orines y de pólvora.

Sin nunca en el fondo haber dejado de ser campesinos, Emilio Balsera y don Nazario eran conservadores porque, aunque católicos solo a su manera, nunca se les ocurrió ser otra cosa. Sin embargo, sentían una auténtica simpatía por mi padre, que era casi dos décadas menor que don Nazario, y es verdad que secretamente le envidiaban que él hubiera vivido aquello de primera mano. Se llevaban bien y por un acuerdo tácito apenas hablaban de Franco.

A la hora de los postres les gustaba animarlo a cantar jotas aragonesas a lo que él accedía con gusto, cambiando las letras santurronas por versiones subidas de tono hasta que Engracia, su mujer, le hacía apaciguarse mirándolo con ojos duros desde el otro extremo de la mesa. Una vez terminado el largo almuerzo, volvían al tute, mientras las mujeres se entretenían, conversando y jugando canasta con doña Amira y doña Fátima, las dos hermanas libanesas que vivían en la pequeña casa de ladrillos del frente, y a las que regularmente invitaban a pasar juntas la tarde del domingo hasta bien entrada la noche. Nosotras, las niñas, pasábamos el tiempo jugando al Metrópoli o a la escoba y escuchábamos canciones de moda en la radio.

Compasivamente, alguien le había cerrado los ojos. En sus paseos a las termas en las inmediaciones del mismo Allipén o del Trancura, adonde iban de caza los inviernos o a nadar los veranos, lo habían visto desnudo infinidad de veces, pero les impresionó la larga y tosca costura de la autopsia que iba desde el cuello hasta el bajo vientre de Emilio Balsera, tendido sobre la mesa de la morgue. Don Nazario se santiguó y Ernesto apretó los labios.

Hacía frío y a pesar de los tubos fluorecentes colgando del cielo raso, el cuarto era feo y oscuro. Ricardo Núñez había llevado hasta allí el mejor traje de Balsera, impecable y recién planchado. Hizo el ademán de comenzar a vestirlo, pero se contuvo, como si le avergonzara tocar él solo la desnudez del que nunca iba a llegar a ser de veras su suegro y les pidió ayuda a los otros hombres con los ojos. Anudar la corbata roja con rayas negras y blancas les dio bastante trabajo. “Parece una bandera de la CNT” —pensó sin duda mi padre con uno de sus típicos breves gestos blasfemos, usado uno allí para disimular el dolor por su amigo muerto.

A los pocos minutos habían culminado el rito fúnebre alzando con cuidado el cuerpo de Balsera para depositarlo suavemente en el ataúd llevado por los dos operarios de la funeraria “La buena esperanza” quienes esperaban circunspectos, con paciencia y en silencio. “Acostumbrados a todo” —pensó don Nazario.

Ricardo Núñez les comunicó entonces que la viuda —fue así como él la nombró— deseaba tener el velatorio en su casa y que los funerales se harían al día siguiente después de una misa en el Corazón de María. Le preguntó a mi padre, si él haría abrir el nicho en el mausoleo y él le contestó que claro, que no se preocupara. Los hombres de la funeraria pusieron entonces el ataúd sobre un carro con ruedas de goma y sin nada más que hacer allí salieron todos juntos cabizbajos y en silencio hasta la calle.

Subieron el ataúd a la carroza y Ricardo Nuñez abrió la puerta trasera del Studebaker de Emilio Balsera, invitándoles a subir. Alguien a quien no conocían, pero que Ricardo Núñez presentó breve y bruscamente como su hermano, ocupaba el asiento del pasajero hojeando el Austral con aire distraído. Don Nazario y mi padre subieron, sin poder dejar de sentirse extrañados que ahora el Studebaker de Emilio Balsera lo condujera el que sería yerno póstumo.

Mi padre se servía de su rapidez y decisión para cazar tórtolas, perdices y conejos con su Saint Etienne del dieciséis, pero don Nazario, que nunca pudo cazar gran cosa, siempre admiró la serenidad y parsimonia con las que Balsera manejaba su Remington del veintidós. Cada invierno se escapaban fin de semana por medio aprovechando la amistad de agricultores de la zona que les permitían cazar en sus fincas a cambio de una media docena de tórtolas o de un par de liebres. Como en otras ocasiones en las que estaban juntos no hablaban mucho en sus paseos, menos aun cuando cazaban en el bosque. Separados por unos metros de distancia se comunicaban por señas apuntando a las presas con el dedo. Disparaban por turnos, dándole tiempo a Balsera para que afirmara su rifle sobre la rama de un roble y apuntara con calma a una tórtola desprevenida. Emilio Balsera contenía la respiración y se quedaba absolutamente quieto por unos segundos antes de jalar suavemente el gatillo. Pocas veces perdía un tiro. El ruido seco del Remington ahuyentaba a las perdices que salían volando despavoridas de entre las zarzas y las matas de cardo, dándoles la ocasión a don Nazario y a mi padre de probar a su vez sus escopetas.

Al final del día repartían el botín en partes iguales. La lluvia y la humedad no les hubiera permitido hacer un fuego y por eso almorzaban los sandwiches de jamón serrano, de queso o de huevo duro que les preparaban doña Eulalia, doña Regina o mi madre, bajándolos con el vino tinto de la bota de Balsera. Después del almuerzo, don Nazario encendía un puro, mi padre hacía poco que había dejado los Premiers pasándose a los nuevos Hiltons con filtro y Balsera no fumaba.* Solo entonces conversaban un par de horas, generalmente de sus negocios, un poco de la familia, algo de la inflación y de la economía, bastante de política. Los tres le temían a Allende quien hacía campaña de nuevo, no tenían ninguna simpatía por Julio Durán y sentían un profundo desdén por los demócrata cristianos de Frei.* Reanudaban la caza luego del descanso hasta cerca de las cinco de la tarde cuando comenzaba a anochecer. Entonces desarmaban y ocultaban sus armas en sus bolsas de lona y caminaban despacio hasta el camino de grava, cuidándose de los perros guardianes que a esa hora sus dueños liberaban por miedo y odio a los cuatreros. Soplando su mechero de yesca, mi padre encendía entonces otro Hilton y Balsera les convidaba otra ronda de vino. Regresaban rendidos a casa.

La vuelta en el autobús era pesada y aburrida; agotadora cuando venía atestado de gente y tenían que hacer más de la mitad del viaje de pie soportando el olor a sudor, a suciedad, a humo de leña húmeda y a ropa mojada. Una vez que los pilló una fuerte lluvia, perdieron el autobús de regreso y tuvieron que rogarle a un granjero que los llevara en su camioneta hasta Temuco a cambio de sus perdices y tórtolas.

Llegaron cerca de la medianoche mojados y entumecidos. Cuando mi madre vio los ojos tristes y cansados de mi padre le preparó un baño caliente a pesar de que poco antes lo había recibido con la cara larga. Después del baño, apenas se hubo recuperado y puesto el pijama de franela, mi padre fue hasta su morral y desde el fondo recuperó sonriendo una liebre que había traído escondida entre papeles de diario brindándosela a mi madre como quien entrega a su novia un ramo de flores frescas.

La casa comenzaba a llenarse de gente y el olor dulzón de las coronas de flores, mezclado con el humo de los cigarrillos y el de las velas encendidas alrededor del ataúd de Balsera, se hacía desagradable. A doña Regina le habían dado un sedativo por lo que permanecía sentada en una silla arrimada a la pared con la vista perdida y sin reconocer a nadie. A muchos no tendría cómo reconocerlos: eran conocidos de Balsera que le daban el pésame y luego se movían rápido al sector donde se iban juntando los hombres, fumando y hablando ahora de Jorge Alessandri, Radomiro Tomic y todavía de Allende, mientras que en el lado de las mujeres, las monjas del Asilo de Ancianos dirigían los misterios dolorosos del rosario. Estaba claro que muchos se quedarían hasta tarde, y doña Eulalia y mi madre habían comenzado a preparar bocadillos que colocaron discretamente sobre la mesa del comedor de los domingos. Mi padre me pidió que entreabriera una de las ventanas. “Para dejar entrar un poco de aire fresco” —me dijo.

Maruja, la hija menor de Balsera, se había encerrado a llorar en su cuarto y no había quién la sacara. Elena, la hija mayor, estaba trabajando con Ricardo Núñez en el despacho de su padre del que doña Regina les había dado esa mañana las llaves. Yo estaba sentada junto a mi padre y a don Nazario cuando vimos salir al prometido de Elena del despacho de Balsera y acercarse.

—Don Ernesto, necesito su ayuda: ¿me puede decir usted quiénes son estas personas? —le preguntó a mi padre mostrándole un papel amarillo en el que había anotado una lista de nombres. Mi padre miró el papel y después le contestó incómodo:

—Pascual Hurtado es el dueño de la Barraca San Luis, este Rafael Mendoza creo que tiene una carnicería en Cunco, Enrique Serra es el dueño de la Panadería “La Moderna”, la que está en Portales... Álvaro Mestre. Mestre hace tiempo que no tiene un puesto estable, pero tiene una casa en Avenida Prieto y su familia es buena gente, decente.

—¿Y de dónde ha sacado usted esa lista?

—Estos nombres y otros..., don Nazario, los encontré en el cuaderno de don Emilio.

—Por lo mío, no se preocupe. Nos arreglaremos en dos semanas, tal como lo convenimos con Emilio en su oportunidad.

—No esperaría otra cosa de usted, don Nazario —le contestó Ricardo Núñez antes de volverse al despacho.

—¿Y eso?

—No te preocupes, Ernesto. Es poca cosa.

Había sido a comienzos de ese otro otoño, el año después del triunfo de Frei el 64, que Emilio Balsera golpeó inesperadamente la puerta de nuestra casa temprano una tarde de sábado.

—Ven, Ernesto. Quiero que veas algo.

Ahí estaba, frente a la casa: rojo, con molduras y parachoques cromados, brillante y recién lavado. Mi padre sonrió también y le brillaron los ojos.

—Tiene apenas ocho años y la pintura está como nueva —le dijo Balsera.

—Es un station wagon.

Halcón Dorado del 57. Cuatro puertas y amplio espacio atrás para llevar cómodos las escopetas y traer después las liebres y las tórtolas.

—Vamos a buscar a don Nazario.

—Vamos.

Y se subieron al station, el que partió dando saltos.

—Pero, ¿por qué un Studebaker? ¿Por qué no mejor, un Chevrolet? —preguntó don Nazario, quizás picado por haberse él enterado al último.

—Vamos a Manzanar —le contestó Balsera ignorando el reproche.

—Pero, ¿tú sabes manejar?

—Llegué bien hasta aquí, ¿no es cierto?

—¿Tienes carné?

—¿Quieres venir con nosotros? ¿Sí o no? ¡Decídete de una vez!

Por fin salieron. La carretera los llevaba solo hasta Lautaro. Desde allí tenían que hacer los kilómetros restantes siguiendo el camino acalaminado y lleno de baches. Aun así les tomó menos de la mitad de lo que les tomaba antes en el autobús. Llegaron con tiempo demás para salir a cazar y darse un baño caliente en las aguas sulfurosas de las termas antes de cenar el estofado que les prepararon en el hotel con los conejos que cazó mi padre.

Emilio Balsera había llevado también su baraja.

—Ochenta.

—Ochenta y cinco.

—Noventa y cinco.

—Paso.

—Cien.

—Joder, es tuyo. ¿Y con qué?

—Copas.

—¡Copas! Estamos jodidos.

—Yo necesito una más para bajar el puchero —dijo don Nazario.

—¿Supiste que quieren subir el impuesto a la venta?

—Lo que yo oí es que van a poner un impuesto patrimonial.

—Y se lo van a aplicar también a los agricultores.

—Ya era hora. Esos nunca han pagado impuestos.

—Eso, Ernesto, lo dices de puro envidioso que eres, pero después vas a ver cómo nos joden a todos.

—Las cuarenta.

—Joder, este Ernesto las tiene todas.

—El que las tiene todas, Nazario, es tu amigo Altman.

—Eso no va a resultar. ¿Quién va a querer ir a comprar las verduras o el arroz empujando un carrito?

—Vas a ver. Altman y otros como él van a subir como la espuma.

—Mientras no los jodan los social cristianos.

—Esos no van a joder a nadie. Les basta con hablar todo el santo día por la radio.

—No te fíes. Son peores que los de Allende.

—No exageres.

—Con esos rojos al menos ya sabes a qué atenerte. A estos ni su madre los entiende.

—¿Quién reparte?

—Yo.

—Oye, Ernesto, ¿y cómo anda Álvaro?

—Mal, don Nazario. ¿Cómo quiere usted que ande?

—Ese badulaque siempre ha andado mal.

—No siempre, Emilio.

—¿Qué te ha dicho tu amiga Tomasa?

—No me ha dicho nada que usted ya no lo sepa, don Nazario. Que se le ha muerto la hija.

—Que se le morrió, ¿o que la guaja se metió un tiru?

—Joder, Emilio, si ya crees que lo sabes todo, ¿para qué preguntas?

—Si pregunto es porque no lo sé. Yo repito lo que he oído por ahí. Pero como tú eres amigu de Tomasa, pensábamos que tú sí sabrías más.

—Pues pensabais mal. ¿Qué tiene que ver Tomasa, si ella no es más que una amiga de la madre?

—Y tuya.

—Pues a mí no me ha dicho nada. Cien.

—Paso.

—Paso.

—Oros.

Mecagonrós. Ahí vamos de nuevo. Hoy este anda con suerte.

—Tu turno, Ernesto.

—Paja. Llévatela. Fue un accidente.

—¿Accidente?

—Eso es lo que dice Tomasa. En cuanto a Álvaro, ¿qué le vas a hacer? No a todos les va tan bien como a ti.

—Pero hay unos que se lo buscan. Coge esa, Emilio.

—Vale. Y otros que se ahogan de tanto ir al pozu.

Pernoctaron en las termas y volvieron a la mitad de la mañana del domingo. Balsera los dejó en la plaza porque tenía que ir al pueblo cercano de Labranza; por un negocio, según les dijo. Mientras veían cómo se marchaba el Studebaker todavía dando saltos, don Nazario le dijo a mi padre:

—Vamos progresando, Ernesto. Ahora tenemos un amigo con auto.

Pero don Nazario se había quedado pensativo después que Ricardo Núñez volvió al despacho de Balsera y, cuando vio llegar a Álvaro Mestre con una corona de flores, hizo un gesto de desagrado.

—A ti se te ocurre traer una corona. ¿De dónde sacaste plata para comprarla?

—A ti no te la pedí, Nazario. En el camino pasé por el cementerio; el dueño de esta ya no la necesita.

—Eso es blasfemia. Robarle las flores a los muertos.

—No es peor que robarle el alma a los vivos, Nazario.

—A ti nunca nadie te ha robado nada, Álvaro.

—Eso depende de cómo tú lo mires. Así como hay maneras de perder, también hay maneras de ganar.

—Mis asuntos contigo han sido siempre limpios.

—Los tuyos sí. No lo niego. Astuto que eres, Nazario; inteligente y astuto. Todo lo contrario que yo.

Don Nazario seguía callado, molesto.

—Te ves pálido, Nazario. ¿Qué te pasa? ¿Estás enfermo?

—Nada, un poco cansado. Qué desgracia.

—Yo me voy allí, a esa mesa con los bocadillos, que se ven finos. Por una vez, a ver si le saco algo bueno a Balsera. ¿No vienes conmigo?

—Yo me quedo aquí.

Don Nazario no estaba seguro si le molestaba más el descaro de Álvaro Mestre o el estar con él en la misma lista de Balsera. O quizás su malestar era porque sabía que no había manera de poder devolverle tan fácilmente en dos semanas lo que ahora le debía no a su amigo, sino a Ricardo Núñez. Le parecía lógico que Balsera hubiera anotado su nombre en ese cuaderno de tapas verdes que conocía tan bien, pero que lo hubiese dejado ahí, al alcance de Ricardo Núñez, le parecía indiscreto, casi una traición, y su malestar le aumentaba el dolor de cabeza que le había empezado ya un buen par de horas antes. Entre el humo de los cigarrillos y de las velas vio a mi padre ponerle la mano sobre el hombro a Álvaro Mestre, cuchicheando casi abrazados, mientras el otro saboreaba un vaso de buen vino. “Ahí ya están esos dos rojos, como los judíos, siempre confortándose los unos a los otros” —pensó.

—¿Le debías mucho a Emilio?

—Algo.

—Ten cuidado. Parece que ese mequetrefe de Nuñez es un hijo de puta.

—Sí, pero yo sé cosas de él de las que Balsera no se enteró nunca.

—¿Robo?

—Lo de siempre; una que otra vaca viva dada por muerta.

—Me cago... Y eso tú lo sabes, porque...

—Porque todos tenemos que vivir, Ernesto.

Collons. Ahora tú sales con esa.

—¿Y qué quieres? No te fíes de la hija, Ernesto. Es peor que él. Tú eras su amigo, pero yo sé lo que te digo.

—Vale, Álvaro; vale.

—Estás pensativo, Nazario —le dijo Álvaro Mestre cuando volvió de la mesa de los bocadillos sentándose junto a él.

—Nada. Ya te dije que estoy cansado.

—¿Tú conoces a ese Ricardo Núñez?

—Muy poco. Apenas lo he visto un par de veces.

—Parece que ahora tendremos que arreglarnos con él.

—No sé de qué me estás hablando.

—Nazario, no tienes que hacerte el listo conmigo —le contestó Álvaro Mestre levantándose y tragando un último sorbo de vino antes de poner la copa vacía sobre una repisa y encaminarse hacia la puerta de calle mientras se ponía el sombrero y le daba un desdeñoso saludo con la cabeza a la viuda.

Don Nazario le vio salir aliviado. Le irritaba que le vieran con Álvaro Mestre, pero se dio cuenta que sentía rabia también contra Balsera. Pensó que, si hubiera comprado ese sitio en Caburga como se lo había aconsejado Alfredo Altman hacía años, podría ahora taparle la boca con una buena garantía a ese mequetrefe de Ricardo Núñez.

Se acordó de la mañana en que por casualidad habían llegado hasta allí. Cuando encontraron cerrada la hostería de Pucón, pensaron regresar a Villarrica, pero era temprano en la mañana, todavía no tenían hambre, y Balsera les dijo que había oído que había otro lago más arriba del Trancura.

Treparon montaña arriba por más de una hora; a veces en segunda; un par de veces, lentamente en primera. Don Nazario, quieto en el asiento trasero miraba, nervioso y en silencio, por la ventana. Mi padre atento con su mano izquierda sobre la palanca del freno de mano, listo a actuar por si el motor del Studebaker, de tanto subir tan despacio, colapsaba, y con sus ojos fijos sobre el marcador de la temperatura del agua por si el motor, agotado por el esfuerzo, se recalentaba más de la cuenta. Por fin, cuando el marcador casi llegaba a los cien grados y después de superar una última casi interminable cuesta escarpada, el camino se abría falda abajo y casi sin darse cuenta llegaron hasta una playa de arenas blancas.

Se bajaron respirando hondo. Balsera palmoteó sonriendo el salpicadero como si fuera el lomo de su burro de Panes. Tal como lo había hecho hacía dos semanas, cuando subieron hasta Lonquimay, el Studebaker otra vez fielmente les había cumplido. Sin decir nada, se refregó entonces las manos sobre su camisa de franela escocesa, aliviado; mi padre se caló el sombrero, bajó del coche y enseguida encendió un Hilton; don Nazario caminó sacudiéndose las piernas hacia el lago y allí reconoció a su cliente Alfredo Altman tomando fotos desde la orilla.

—Don Nazario, ¿también usted viene a ver el lago?

—Aquí estamos, dando una mirada de paso.

—Lo felicito, hay muy buenos sitios; respire; ¿no siente lo puro? El agua está siempre fría, pero el paisaje es maravilloso.

—¿No cree que están un poco a trasmano?

—Eso es parte del encanto, don Emilio. Y cuando asfalten el camino a Villarrica en un par de horas se llega a Temuco.

—Pero para eso falta mucho, don Alfredo.

—¿Su hija? —le preguntó don Nazario apuntando a una chica de unos doce o trece años que estaba a su lado.

—Sí, la menor. Saluda a don Nazario, Viviana.

—Tiene el pelo suyo, pero los ojos son de la madre.

—Eso dicen todos. Hágame caso, don Nazario. Me encantaría tenerlo a usted de vecino. Créame: esto está mandado a hacer para venir a cazar los inviernos, y los veranos puede mandar a toda su familia a disfrutar del lago.

—Hay que pensarlo.

Pero nunca terminaron de pensarlo. Mi padre siempre podría decir que él no tenía dinero para pensar en cabañas a la orilla de un lago y Balsera estaba decididamente contrario a la idea.

—Son cosas de gringos y a Altman le sobra la plata.

Y como ninguno de ellos tenía tanta, antes de llegar a Pucón ya habían dejado de hablar del asunto.

La mañana del funeral, don Nazario seguía sintiéndose cansado y apenas pudo entender lo que dijo el cura Arranz en la misa de difuntos. Apenas pudo hablar con doña Regina, rodeada por la madre de Ricardo Núñez y otras dos tías suyas que habían viajado desde el Norte. Todavía le dolía la cabeza y se preguntó, si acaso no tendría un catarro. Quiso acordarse del color de los ojos de Balsera, pero no pudo. No supo qué contestar cuando él y mi padre se acercaron a cargar el ataúd, pero Ricardo Núñez les dijo que no se preocuparan, que entre él, su hermano y otros primos suyos tenían suficiente.

—Sí, claro, por supuesto.

Mientras las mujeres regresaban a sus casas, los hombres caminaron las casi quince cuadras que los separaban del cementerio desde la iglesia. Caminaban despacio y con cuidado, protegidos de la llovizna con sus paraguas abiertos evitando pisar las bostas humeantes que dejaban caer los caballos negros que marcaban el paso cansino del cortejo con el tintineo de sus herraduras sobre los adoquines ya mojados, sucios y embarrados.

Cuando llegaron al cementerio, don Nazario cargó una de las coronas de flores desde la carroza hasta el mausoleo de los españoles. Sintió asco cuando se dio cuenta que era la misma que había llevado la noche anterior Álvaro Mestre. Distraído, apenas pudo oír el último responso pronunciado con voz casi inaudible por Arranz y se persignó solo después del codazo que le dio mi padre. Contuvo sus ganas de blasfemar en voz alta casi sollozando cuando se dio cuenta que se sentía disminuido sin su amigo, asustado y hasta diez años más viejo.

Al salir por la puerta de Balmaceda vieron de nuevo a Ricardo Núñez.

—Hasta luego, don Nazario. Hasta luego, don Ernesto; muchas gracias por todo —les dijo Ricardo Nuñez antes de darse media vuelta y subirse al Studebaker que había sido de Emilio Balsera.

Don Nazario suspiró de nuevo y dijo:

—Nos jodimos, Ernesto. Murió el huevón del auto.

Elvira Codulá
Olympia, agosto de 1986


Mercedes.

Última modificación: 13 de diciembre de 2022.



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