Más que ninguna otra de las novelas de Donoso, La desesperanza exige una lectura bizca: un ojo atento a lo que la novela parece ser y, el otro, atento a lo que disimula y sólo entrega entre líneas, remitiendo oblicuamente a una temática ya conocida. Inscrita en un espacio históricamente marcado en torno al velorio de la viuda de Pablo Neruda, cuya "muerte señalaba como pocas el fin de un mundo" (26) y en la "hora recién estrangulada por el nuevo estado de sitio" (11) La desesperanza invita engañosamente a que, a horcajadas entre las noticias de prensa y lo novelesco, se la quiera leer primordialmente como una novela en clave donde la fuerza del referente se impondría sobre su ficcionalidad literaria.
Sin embargo, la innegable preeminencia de tal ilusión referencial no alcanza a obliterar el desarrollo de los proyectos de sus principales protagonistas el de Mañungo Vera y el de Judit Torre cuyas culminaciones deben tanto a las restricciones de la situación política y social chilena del tiempo de la dictadura, incorporadas al universo novelesco, como a las de la poética donosiana, inaugurada ya con Coronación en 1958 y llevada a uno de sus puntos culminantes en El obsceno pájaro de la noche en 1970. Dicho de otra manera: si bien La desesperanza puede ser leída como la respuesta donosiana frente al horror dictatorial, no deja de ser, al mismo tiempo, una versión más de su particular proposición literaria. Sin dejar de ser quizás un documento social donde la vida imitaría al arte, la novela de Donoso es también pura literatura.
Aun así, La desesperanza es, en un doble sentido, una novela dramáticamente realista.
Realista, primero, por su familiaridad y su propensión por incorporar un universo inmediatamente reconocible y, segundo, por su tendencia al adelgazamiento de sus recursos discursivos: dos procedimientos narratológicos con los que aspira una transparencia en el nivel de la historia que nos cuenta. A diferencia de Casa de campo (1978) que temática y textualmente reconoce sin ambages su ficcionalidad: la de ser tanto la historia de un sujeto que escribe como, en un variado juego de espejos, el producto de tal escritura en La desesperanza sólo se insinúa tal ficcionalidad por medios de sus referencias oblicuas a los fantasmas y monstruos máscaras, perras, niños y brujas que constituyen algunas de las constantes de la poética donosiana (Magnarelli 1993, 176-77).
Quienes no han escrito alguna vez en La desesperanza, viven rodeados de quienes lo hacen, lo han hecho, o de quienes coleccionan obsesivamente documentos literarios, y así no es extraño que, constante y apasionadamente, discutan la función de la literatura y el arte. Sin embargo, la escritura del texto mismo no se convierte en el elemento organizador de la novela, y la literatura se mantiene como un objeto más del discurso autorial el cual en fuerte contraste con lo que encontramos en las novelas inmediatamente anteriores de Donoso disminuye ostensiblemente sus marcas de metaficción esforzándose por no ser inmediatamente percibido como tal.
Allí reside una primera tensión narrativa que caracteriza a La desesperanza como a una novela y un relato tironeados entre proyectos antagónicos e imposibles: la de querer ser al mismo tiempo ficción e historia. En La desesperanza, en cambio, se trata del abandono de una pura aventura del lenguaje para intentar afirmarse en la razón en el orden cuya tarea sería situar de nuevo las cosas bajo control por medio de la coherencia de la trama novelesca, eliminando la arbitrariedad y el azar: el triunfo de la concordancia sobre la discordancia y la falta de articulación de una experiencia vivida mediante un entramado textual, es decir, el urdimiento lógico y acompasado de una historia que le otorgue sentido a tal azar.
Esta es una segunda tensión narrativa tironeada entre un anhelado, transparente y racional orden discursivo, por una parte, y un universo fantasmal que le es siempre esquivo, por la otra. En La desesperanza se asiste a la tensión entre un texto que aspira a organizarse como una ordenada mathesis un orgánico cuerpo de conocimiento y un universo horrorizado que constantemente escapa a una categorización discursiva. Es una nostalgia por un orden perdido que restauraría el de una ciudad, víctima del "artificio del horario tiránicamente impuesto" (118) e invadida por los recolectores de basura: "excrecencia[s] grotesca[s] de la noche urbana mutilada por el toque de queda" (119) que "obedecen a leyes propias" (117), arbitrarias y esperpénticas.
Como en un relato clásico y de raigambre realista, ya hacia la mitad de la primera parte de la novela han sido ordenadamente puestas sobre la escena las principales fuerzas dramáticas responsables de la tensión de la historia: la nostalgia agridulce de don Celedonio Villanueva, atrapado entre su galería de personajes famosos y su mediocridad (23-32); el enorme tubo digestivo de Federico Fox y su avidez insaciable por la petite histoire (49-57); el dogmatismo acartonado y la autocomplacencia arrogante de Lisboa (61-67); el fracaso miserable de Lopito, fétido con sus dientes verdosos e incapaz de escribir una sola línea (39-42); la belleza extraña de Judit, cómplice humillada de un placer y de un perdón bastardos (82-97); el tinnitus culpable de Mañungo, escindido entre la parafernalia de una imagen del pasado, su incomprensión del presente y los imbunches sin tiempo de Chiloé (13-22).
En contrapunto con este ansiado y siempre evasivo orden racional, se levanta "un paralelo desvarío del tráfico, semáforos inútiles, calles de dirección variable o en un solo sentido o cortadas, que tenían perplejo al taxista incapaz de encontrar el callejón de Neruda" (10). Desvarío del tráfico y pérdida de la transparencia de los signos semáforos, calles y letreros que hacen imposible la recuperación de un pasado, si no es a través del azar y de la incertidumbre: el fugaz encuentro con una "púber de minifalda que sorbía la anilina venenosamente lila de un chupete de helado" (10) y que casualmente los endilga por el camino.
Desde el antiguo barrio de la Chimba hasta la nueva Avenida Providencia, Mañungo Vera y su guía Judit recorren las calles de decaídos apellidos ilustres, protegidos y atacados por acantos, ailantus, aromos, hortensias, madreselvas, parrones, plátanos, pitas, prunas, teatinos, thuyas y tejos, mientras la novela reconstruye un ordenado Jardín Botánico, es decir, un tiempo y un espacio ya para siempre perdido. De pronto, en medio de este deriorado invernadero, flora del barrio alto, aparece un cuchepo, hombre sin sexo, personaje de tira cómica, cortado de la cintura para abajo y arrancado de una ya desaparecida revista semi-pornográfica. Pero, si en el pasado este cuchepo de peluquerías aprovechaba la movilidad de su patín prostituta y su reducido tamaño para mejor atisbar la belleza de las mini-faldas, ahora este César esperpéntico se arrastra, nocturno, por los intestinos de la ciudad sitiada, reciclando los desperdicios orgiásticos de un desvarío consumista monstruoso los envoltorios de los nuevos artefactos electrónicos que adornan las casas del barrio alto de la misma manera que Celedonio Villanueva atesora los ditritus nerudianos (116) mientras se resigna a no ser más que una nota a pie de página en los manuales de literatura.
Construida en función de una serie de tensiones encontradas que jamás logran resolverse, una figura retórica privilegiada en La desesperanza es el oxímoron: palabra enmudecida, "la desesperanza, por desgracia, no tiene música" (16).
Historia de salidas y de regresos frustrados, donde se viaja no para conocer y ver, sino "para ser visto y oído, lo que es idéntico a no ver ni oir" (14), la novela intenta la unión imposible entre una realidad de apariencia y una realidad de verdad, entre una perdida autenticidad añorada y una impuesta máscara degradada, entre un feliz pasado soñado y una pesadilla presente vivida.
Dividido simétricamente en tres partes el crepúsculo, la noche y la mañana que narran linealmente la historia del regreso de Mañungo Vera a Santiago y sin abruptas fracturas temporales ni dislocamientos de los niveles narrativos, el texto donosiano se despliega atirantado entre una ambivalente y ambigua adhesión formal a un orden clásico y racionalista que debiera servir de vehículo a una historia inmediatamente inteligible (erosión de una estética postmodernista quizás), por una parte, y el absurdo, el dolor, lo grotesco, la locura y la carencia neobarrocas que constantemente lo desbordan, por la otra.
En La desesperanza hay una tensión narrativa irresoluble entre el trabajo obstinado de un narrador que intermitentemente intenta imponer su preponderancia para orillar la exuberancia cloacal de la historia para dirigir y señalar un sentido, por una parte, y los proyectos imposibles de los protagonistas que intentan la "ruta de la gratitud, de la admiración y del recuerdo" (11), por la otra, cuando ya desde la portada se nos anticipa que la ciudad se ha transformado en la isla de los muertos.
Novela de la nostalgia dolor del recuerdo, La desesperanza opone dos nostalgias: la regocijada de Pablo Neruda y Celedonio Villanueva, cómplices en un ya lejano París de fiesta donde "se vivió el pasado en forma tan completa que nada quedó afuera para deplorar" (13) y la macabra de un presente fascinado "con las ideas peligrosas y con la muerte" (148) mientras añora un pasado bruscamente arrebatado. La historia de Judit, Mañungo y Lopito es la historia de la generación del coitus interruptus, despojada del gozo, de la acción, y de sus efímeras Biblias literarias mientras, a medida que avanza la calvicie en la efigie de póster de Mañungo, se erosionan también las certezas de su juventud (23). Desaparecidos los inventores de geografías que señalaban un camino Matilde y Neruda ya no bastan los crepúsculos morados de Maruri ni los aromos amarillos de Loncoche ni la lluvia torrencial de Temuco (25) para disimular la fealdad o el dolor de miserables quejidos de leones de peluche desdentados y de mal aliento: Santiago es triste y feo, y Carlitos el león del zoológico es un león de porquería, porque el país nunca ha tenido dinero para comprarse otro mejor (9).
Por otra parte, si bien se ha excluido el juego la autorreferencialidad y autonomía del texto, no por ello se afirma la razón y un pragmatismo ordenador: en el mundo esperpéntico de la novela donosiana la función utilitaria de la literatura es necesariamente azarosa. Judit Torre se salva de la muerte, para servir años más tarde de imprescindible guía de Mañungo, no por un eficaz alegato jurídico fundado en el orden emanado de los códigos, sino por la casual intervención de un infiltrado y porque un juez de panza dura recordaba haber leído alguna vez en el liceo una novela costumbrista de Fausta Manquileo (158-63).
En una oposición polémica con novelas como La casa de los espíritus (1982) de Isabel Allende, Martes tristes (¿1984?) de Francisco Simón, La mujer imaginaria (1985) de Jorge Edwards, Cátedras paralelas (1985) de Andrés Gallardo y especialmente La guerra interna (1979) de Volodia Teitelboim cuyo alegórico personaje principal se llama precisamente Esperanza A Pesar de Todo, en la novela de Donoso el viaje del héroe no resulta en una purificación, sino en un espanto incurable donde ni siquiera el imposible rescate del pasado bastaría para superar un presente asfixiante, si no es para asumirlo como tal pero nunca para intentar transformarlo. Así, al culminar su viaje de aprendizaje al infierno de la noche santiaguina, Mañungo identifica como Judit lo lúdico con el peligro y lo que era el recuerdo feliz de una mitología chilota que le permitiría reencontrase con su pasado, se transforma en el deseo macabro de ser engullido por un Caleuche cruel y depredador transformado en un "autobús iluminado: lento, vacío, majestuoso, abandonado por su tripulación fantasma y su pasaje" (123).
Al desarrollar el proyecto de Mañungo transformarse en otro La desesperanza opone la "esclavizante manía [intelectual] para descomponer y componerlo todo y volver a armar el mundo según esquemas diversos" (21) y "la extraña equivalencia chilota entre ser brujo y ser artista, de la que [Mañungo] quisiera [ahora] cantar" (128) "porque se trataba de no actuar sino de ser, y lo que antes él podía ser ahora sólo podía actuarlo" (15). Es la oposición entre la razón y la magia, entre el orden y la entropía, entre el dolor y el gozo, donde avasallados por el deterioro físico y político el placer, lo lúdico y lo erótico, devienen en temas espurios; y la censura dictatorial paradójicamente sólo permite hablar con respeto de aquello que explícitamente prohibe, desterrando cualquier otro tema por reaccionario o por obsceno. Todos terminan por transformarse en puritanos que "sólo valoraban las letanías del dolor colectivo porque lo demás era débil" y despreciable (108 y 126).
De este modo, la transformación de Mañungo es ambigua y precaria posible apenas mediante la concurrencia de guías y de aliados como Judit o como Lopito e imposible en el universo infernal caleuchesco de La desesperanza sin el sacrificio de aquellos compañeros del héroe.
Así, Judit Torre es una versión más de la bruja donosiana: la mujer que es vehículo de una múltiple unión de contrarios, empeñada en conseguir y en propagar un conocimiento subversivo (Magnarelli 1985, 164-65), por una parte, y en socorrer y vengar a la mujer amenazada por la opresión encontrando su autonomía en la marginalidad de una contracultura (Cixous and Clément, 4), por la otra. De ahí viene el necesario rechazo de la ayuda de "moderados" como Celedonio Villanueva y Fausta Manquileo, si no se los golpea ritualmente primero, para escapar clandestinamente, después, por una ventana: "como una ladrona, como una enemiga ... [porque] poco femenina ... misteriosa de más ... agresiva, cruel [y] con un perturbador desdoblamiento [en el que su] trato tenía una superficie engañosa, ... [el destino de Judit] era otro, relacionado con la interperie, la venganza y la justicia" (150, 83, 85, 150). De este modo, La desesperanza reedita otro procedimiento artificio privilegiado en la poética donosiana: la transgresión perversa sostenida por la dualidad y la máscara el travesti.
No es una casualidad que La desesperanza remita a uno de los libros apócrifos de la Biblia y que, como su contrapartida bíblica, Judit Torre se despoje de sus ropas de viuda vistiéndose, seductora como una prostituta, con sus vestidos de fiesta para enfrentarse con uno de los esbirros del ejército que acosa a la ciudad sitiada. Ahí termina, sin embargo, la reescritura del mito bíblico en La desesperanza, y el torturador de manos húmedas un Holofernes miserable conserva su vida. Más aún, al sacrificar su venganza por la salvación del héroe, la salida de Judit hacia la noche santiaguina (192-95) no se resuelve en su doble papel de vengadora y de humillada hembra despojada de su derecho al odio, sino en el de guía de la expiación romántica de Mañungo mientras desplaza su autoinmolación al socorrer con la muerte a la perra callejera en celo violada por los machos entre los tarros de basura: venganza invertida como bien lo señala Magnarelli (1993, 170), pero también desplazamiento, porque el proyecto de Judit como la acción espontánea y alocada de Lopito es suicida. Vértice del triángulo que une a Mañungo con Lopito, Judit se sacrifica sacrificando su sacrificio para facilitar el regreso del héroe permitiéndole, luego, la precaria transformación completada con la muerte de Lopito por la que aquél comprende que ha regresado para quedarse, asumiendo, sin otro proyecto, el camino sin salida de la desesperanza (323).
La novela de Donoso construye un universo infernal, abigarrado y profundamente pesimista.
Azar, desvarío, fragmentación, ironía, rencor, hechizo, travesti, polifonía y fantasías de monstruo impotente son algunas de las rúbricas heteróclitas que confluyen en La desesperanza para difuminar el mundo alucinado al que regresa Mañungo Vera a recuperar una experiencia y transformarse en otro. Myrna Solotorevsky y Ricardo Gutiérrez Mouat correctamente han insistido en aprehender la producción donosiana como un ejercicio lúdico y una carnavalización. Sin embargo, si bien este concepto bakhtiniano se define por la ironía, la fragmentación, la desjerarquización de los cánones y la indeterminación rasgos sin duda presentes en la obra de Donoso no se detiene ahí, sino que continúa para abarcar, también, el poder centrífugo del lenguaje, el salvaje desorden de la vida que subyace en la inmanencia de la risa alegre, de la carcajada del desaforado, pero también cómico carnaval: fiesta del cambio y del renuevo.
Este último aspecto el cambio y el renuevo esta indudablemente ausente en La desesperanza, si no ausente en el conjunto de la obra donosiana.
Desde la miseria de Lopito, quien aunque se ría a carcajadas de Federico Fox no deja de recitar una y otra vez los versos de Rimbaud, hasta la miseria de los recolectores de cartones entre los tarros de basura (117-20), no hay una risa alegre en la novela de Donoso. Mucho menos la promesa o la esperanza de un renuevo. Aunque ciertamente el concepto bakhtiniano del grotesco rescata lo que había permanecido invisible para una racionalidad clásica, la monstruosidad donosiana se deja describir mucho mejor a la manera de Kayser quien a diferencia de Bakhtin sólo percibe en el grotesco lo siniestro, lo insondable, lo nocturno y lo ominoso (Harpham, 71). En la obra de Donoso desde Coronación y Este domingo (1966), pero también más tarde en Tres novelitas burguesas (1973) el contacto con las fuerzas ajenas, extrañas y oscuras del mundo generalmente representadas por las sirvientes y por los niños termina por destruir y enloquecer a sus personajes quienes, en definitiva, siempre se sentirán más en su casa arriba, en el orden: en Providencia.
El grotesco donosiano no encuentra su huella en la bulliciosa y desenfadada plaza del mercado medieval, sino en un atormentado claroscuro gótico romántico. Sin participar de la risa de la galería, alejados de Rabelais y más bien cercanos a Walpole, desde Purísima a Providencia, nocturnos, Mañungo y Judit cruzan el límite de clase marcado por el río Mapocho sin detenerse en la Pergola de la Vega (mercado), si no es camino del cementerio para enterrar a sus muertos.
La novela de Donoso entra así en un acusado contrapunto con otros textos del período. Mientras en Anteparaíso (1982) de Raúl Zurita, por ejemplo, el dolor, la carencia y la locura iniciales, son trabajados hacia amor, esperanza y fe, construyendo una imagen que es "una reafirmación [futura] de la vida" (Cánovas, 59-60), en La desesperanza se suprime toda espera, es decir, todo tiempo que no sea el del presente tiránico del toque de queda o el de un pasado también en contrapunto al propuesto por el ICTUS en Cuántos años tiene un día (1978), por ejemplo, (Cánovas, 101-111) progresivamente desvalorizado e incapaz de redimir la carencia presente.
El carnaval donosiano se resuelve en una ininterrumpida cuaresma celebración de la muerte cuya única salida es el desvarío de una violencia infructuosa. Los esperpénticos personajes donosianos invaden la calle y al rebasar aquello que Donoso nos confiesa en su Historia personal... haber estado viviendo como una obsesión el discurso de la novela intenta obstinadamente controlar un caos inaprehensible con el fin de proponer la tesis fundamental que la fundamenta: la asunción de la desesperanza.
Más que ser meros artificios clasificatorios, la función
primordial de los géneros literarios es actuar como un protocolo de
lectura: orientar al lector permitiéndole entender el contexto en
el que debe situar el referente de un texto (Hutcheon, 4). En estrecha
relación con el travesti, otra característica de la obra
donosiana es que su "horizonte de espectativas" (Jauss) es invariablemente
transgredido abriéndose a la ambigüedad y a la pluralidad de
sentidos: novela galante / relato fantástico en La misteriosa
desaparición de la marquesita de Loria (1980), novela del exilio /
autorreferencialidad en El jardín de al lado (1981) y una
metamorfosis barroca de un relato "realista" en Coronación.
Precisamente, en esta transgresión y travesti puede encontrarse uno
de los parámetros que explica la obra donosiana siempre más
empeñada en no aclarar nada, sino en ser ella misma "pregunta y
respuesta, indagación y resultado, verdugo y víctima,
disfraz y disfrazado (Donoso 1983, 40).
¿Cómo leer entonces La desesperanza? La novela de Donoso es el encuentro conflictivo entre una anómala novela política y una también anómala novela gótica. Novela-testimonio y grotesca historia de un cantante-guerrillero imbunchado. La desesperanza es imagen del imbunche secuestrado.
El imbunche es una de las figuras simultáneamente más atractivas y repelentes en la obra de Donoso: la víctima grotesca de los brujos de Chiloé a la que se le han cosido todos los orificios del cuerpo. Rescatada de la mitología chilota pero también de Don Guillermo (1860) de José Victorino Lastarria en la novela donosiana el imbunche es imagen privilegiada del horror y del abandono insuperables.
A diferencia del Guillermo Livingston imaginado por Lastarria, los personajes donosianos no cuentan con una efectiva guía como Lucero que los rescate de un mundo subterráneo ominoso. Más aún, en toda la obra de Donoso se encuentra la figura de la casa, espacio ambiguo protegido y amenazador que lo mismo protege a los protagonistas de los peligros del mundo de afuera como alberga al monstruo que los acosa desde su interior. A diferencia de la novela gótica canónica o de la novela lastarriana donde el subterráneo espacio siniestro del mal queda claramente separado del mundo luminoso al que volverán los protagonistas luego de la muerte del monstruo, en La desesperanza no sólo ha sido imposible darle muerte al monstruo, sino que tampoco hay un afuera protegido en este Santiago subterráneo: el monstruo cubre toda la ciudad y está por todas partes.
En "Sueños de mala muerte" (1982), Osvaldo Bermúdez lleva al extremo su obsesión por ganarse el derecho a ser enterrado en el aristocrático panteón familiar para encontrarse finalmente con un mausoleo ya repleto de cadáveres. La obra de Donoso se caracteriza, también, por su exceso: se trata siempre de historias que se desbordan. Así, en La desesperanza la muerte de Lopito, por ejemplo, es inverosímilmente absurda y excesiva... Pero también lo es la destrucción de los selknams, de los alacalufes y de los yamanas narrada poéticamente pero también a través de las fotografías, reproducciones de otros textos y notas explicatorias que transforman al poema en documento en De la tierra sin fuegos (1986) por Juan Pablo Riveros. Del mismo modo, las últimas páginas de La casa de los espíritus de Isabel Allende rompen el verosímil de lo real maravilloso para transformarse en crónica periodística y reportaje. Parece ser que para narrar el desvarío y la violencia, los textos han de generar violencia sobre sí mismos y violarse: a fuerza de querer ser realistas hacerse inverosímiles violando las reglas del género y monstruosos. ¿Cómo, si no, hablar de degollados y de quemados? Quizás la literatura de la violencia no puede ser una pura mathesis: la irracionalidad de la violencia escaparía siempre al orden discursivo. De ahí, entonces, la irresoluble tensión que define a La desesperanza.
Atirantada entre la razón y el desvarío, La desesperanza intenta narrar lo indescriptible y hablar de lo inexpresable. Para ello reedita una suerte de imaginario bestiario urbano santiaguino que paradójicamente en virtud de su fundamental otredad permitiría que la ciudad fuera de nuevo comprensible. No obstante, tal monstruosidad resulta a la postre perturbadoramente familiar y realista.
Doble familiaridad con un referente y con una poética, toda vez que Donoso no propone con La desesperanza una abrupta ruptura con su producción anterior, sino que, muy por el contrario, y aunque quizás resultaría excesivo afirmar que no necesitaba de la dictadura para escribirla, "no pocas escenas delatan [su] poder de alucinación obsesiva característico," como se nos advierte ya desde la solapa.
En la novela de Donoso se asiste a una tensión narrativa entre una estética del exceso neobarroco característico de la narrativa latinoamericana de los sesenta y una de las recientes manifestaciones de una estética representada entre otros por textos como Los parientes de Ester (Fayad 1978), Me llamaré Tadeusz Freyre (Enesco 1985) y Cátedras paralelas de Gallardo que hace de la linealidad, la ironía y la minimización de la fábula sus procedimientos narratológicos más destacados. Esta minimización de la fábula se traduce en la historia de un héroe que ha asumido como cosa normal su precaria fragilidad y pequeñez en un mundo mucho más grande que él, mientras el discurso que vehicula su historia trabaja obstinadamente por recuperar un orden clásico, lineal y racionalista. Lo perturbadoramente notable en La desesperanza es que en ella confluyen una estética fantasmas y monstuos de un mundo alucinado, indescriptible y deforme y una percepción de la historia cotidiana que la remeda desbordándola.
Al afirmarse aún una estética del exceso, por una parte, y un presente grotesco e irremisiblemente ominoso, por la otra, en La desesperanza poética e historia se confunden y, a horcajadas entre las noticias de prensa, el rumor y lo novelesco, se nos invita a pensar a temer que quizás existan realmente los imbunches.
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