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Sobre la construcción
(narratológica)
de los personajes

En L'Empire des Signes —del mismo año que el S/Z— Roland Barthes nos advierte acerca de los peligros ¿engaños? de la indumentaria teatral: rostros —el de un japonés americanizado o el de un francés japonizado— y marionetas son igualmente signos: entidades lingüísticas que para poder ser interpretadas y evocar el fantasma de lo ausente deben —pero a veces sólo deben— diferenciarse. Para ser Otelo Plácido Domingo no necesitaría maquillarse, si sus partenaires estuvieran / fueran lo suficientemente blancos. Pablo Neruda en Para nacer he nacido (1978) recuerda la anécdota de la morena Rosaura Revueltas quien, mientras actuaba con el Berliner Ensemble, pudo sin maquillarse (pare)ser una blanquísima germana luego que oscurecieron a los otros miembros de la troupe.

Seguramente Seymour Chatman pensaba en este tipo de oposiciones cuando en Story and Discourse (1978) siguiendo a Barthes definió al personaje como un paradigma de rasgos, un conjunto de cualidades personales relativamente estables y duraderas: un conjunto vertical de adjetivos que intersecta la cadena horizontal de acciones que componen una historia. Está claro que un conjunto de rasgos no agota la significancia de un personaje. Sin embargo, tal paradigma es una estilización, un resumen, de uno de sus aspectos —el más importante en ciertas formas de narración— y de este modo es legítimo entender al personaje como el lugar de encuentro móvil y variable de tal paradigma. Así, un personaje es un nombre propio asociado con un número limitado de rasgos diferenciales (Barthes, S/Z) que entran en relaciones más o menos dinámicas de oposición y contraste, semejanza y complementaridad, alternancia y sustitución, respecto de sí mismos y/o respecto del conjunto —o parte— de los rasgos de los demás.

El contraste diferencia a los personajes —Sancho es el gordo, Quijano el flaco— mientras la oposición los antagoniza;
la alternancia de rasgos posibilita variaciones reversibles y
la sustitución los transforma;
la semejanza establece una comunidad de igualdades y
la complementaridad una solidaridad de diferencias.

Estos rasgos son unidades de información que participan en el proceso de caracterización (o mejor, de personificación), el conjunto de procesos narratológicos que construyen a un personaje. Estas unidades de información pueden ser entregadas directamente por el narrador o por alguno(s) de los personajes, o bien deben ser inferidas por el lector a partir de sus acciones.

Al comienzo de “Un día de estos” (1966) de Gabriel García Márquez, el narrador nos informa directamente que Aurelio Escovar era dentista a pesar de que ello pueda ser fácilmente inferido. Por el contrario, “valentía” y “determinación” son rasgos que —si presentes del todo— deben ser inferidos a partir de sus acciones, sin que el narrador nos proporcione una confirmación explícita que resuelva nuestros posibles desacuerdos al respecto. Inversamente, no podemos saber que Escovar es enjuto de rostro o que carece de título profesional sin que el narrador no nos lo haya comunicado directamente.

Estas dos formas de caracterización —definición directa y presentación indirecta en el vocabulario propuesto por Shlomith Rimmon-Kenan en Narrative Fiction (1983)— ocurren con distinta frecuencia en el entramado. La narrativa comtemporánea, proclive a una mayor ambigüedad en la delimitación de los rasgos, proyectos y motivaciones de los personajes, tiende al uso de la segunda modalidad. Por el contrario, la tendencia hacia una mayor clausura —delimitación— en la construcción de los personajes que subyace en una ideología confiada en la finitud de la personalidad de los personajes explica el abundante uso de la definición directa en el Realismo.

En un gran número de novelas realistas (del llamado Realismo: Balzac, Stendhal, Pérez Galdós...) se trata, precisamente, de construir una personalidad claramente identificable. A menudo en estos casos, el narrador no sólo describe a los personajes, sino que, además, glosa, comenta y explica, las connotaciones éticas o sociales —en definitiva, las funciones narratológicas— de tales rasgos.

Un ejemplo tomado de la novela Martín Rivas (1851) de Alberto Blest Gana.

[Rivas] pasó al umbral y se encontró con un hombre que, por su aspecto, parecía hallarse, según la significativa expresión francesa, entre dos edades. Es decir, que rayaba en la vejez sin haber entrado aún en ella. Su traje negro, sus cuellos bien almidonados, el lustre de sus botas de becerro, indicaban el hombre metódico, que somete su persona, como su vida, a reglas invariables. Su semblante nada revelaba: no había en él ninguno de esos rasgos característicos, tan prominentes en ciertas fisonomías, por los cuales un observador adivina en gran parte el carácter de algunos individuos. Perfectamente afeitado y peinado, el rostro y el pelo de aquel hombre manifestaban que el aseo era una de sus reglas de conducta (el énfasis es mío).

Si no has leído Martín Rivas no importa; el ejemplo se entiende de todas maneras. Por lo demás, abre cualquiera de los capítulos iniciales de Fortunata y Jacinta de Pérez Galdós o de cualquier otra novela del mismo periodo que tengas a mano y encontrarás numerosos otros ejemplos.

Oposición, contraste, semejanza, complementareidad, alternancia y sustitución, no son categorías discretas, sino intersecciones entre varios conjuntos de rasgos a la manera de un diagrama de Venn. Las relaciones no son intrínsicas, sino contextuales: su pertinencia, depende menos de lo que un rasgo pueda significar en sí mismo, que de su función al interior de un sistema: secuencia, historia o género en particular.

Cualquier rasgo —homosexualidad, patriotismo, extranjero, judaísmo, pobreza, hermosura, inteligencia, necedad, idealismo, patanería, coraje, resolución, mesura— puede estar marcado (ser significante) en un sistema, pero no necesariamente en otro.

Los rasgos de los personajes están allí para significar, por más que sea un proceso que el narrador realista desee difuminar, naturalizándolo y aparentando una narración invisible. Las novelas “neobarrocas,” en cambio, subvierten la naturalización realista con distintos procedimientos —la ficha de Ossip en Rayuela, la novela como un crucigrama en Adoum, el adelgazamiento de los atributos y de la acción en Lumpérica de Diamela Eltit— que, como Macedonio Hernández en el Museo de la Novela de la Eterna, rechazan la “mentira” de aparentar ser de verdad ocultando su calidad de objeto artístico —construido... para decirlo con las de Alicia Borinsky en “Macedonio: su proyecto novelístico”.

Al desmontar los mecanismos que los hacen posibles, se añaden niveles suplementarios de sentido a estos personajes que ya no podrán ser percibidos reificadamente, sino como signos con un significante disperso a lo largo del texto, beneficiarios de la acción de los diversos procedimientos narrativos ubicados en los distintos niveles del entramado.

Blest Gana controla apretadamente la interpretación de los rasgos de los personajes de manera que se convierten en instrucciones precisas para la comprensión del estatus social y narratológico de quienes los poseen. Así, la caracterización genera un ordenado sistema de valores que sanciona positivamente los atributos de Rivas permitiéndole al texto postularlo como un ciudadano ejemplar. La elección diferente entre opuestos —ni A ni B, sino C: ni bello ni rico, pero persistente; ni abúlico —como Agustín Encina— ni exaltado —como Rafael San Luis— sino moderado, es un procedimiento privilegiado en Martín Rivas que trabaja para fundamentar los rasgos que determinan las características [supuestamente] positivas de su héroe.

Sin ninguna originalidad deseo insistir en el hecho de que los personajes son una construcción modulada por las restricciones y prescripciones propias del género en el que el texto se inserta, las circunstancias socio históricas de su producción y las posturas estético ideológicas respecto de tales restricciones, prescripciones y circunstancias asumidas por sus creadores. La selección de tales rasgos está sesgada en función de las intencionalidades del texto. Mientras los rasgos de las personas verdaderas no tienen una intención externa que los trasciende en cuanto rasgos, los de los personajes siempre son significantes, siempre existen por una razón, como sucinta y hermosamente lo expresó Lennard Davis en Resisting Novels, Ideology and Fiction (1987).

En narraciones orientadas decididamente hacia la acción y que ni siquiera incluyen la secuencia en la que el personaje toma la decisión de actuar o aquéllas en las que se prepara física, sicológica, moral, intelectual, o ideológicamente, a hacerlo, sus rasgos serán necesariamente simples, permitiéndole sin más demora su quehacer. La función de estos rasgos —valentía, fuerza, astucia, ambición— es asegurar verosímilmente la acción, lo que le permite a Chatman afirmar que se organizan en un paradigma teleológico, es decir, orientado fundamentalmente hacia los proyectos de los personajes y no en función de expresar una personalidad.

Sin mayor espesor semántico añadido a su nombre propio, estos personajes se corresponden con los que E. M. Forster en Aspects of the Novel (1927) llamó flat characters ¿unidimensionales? ¿simples? en oposición a los que serían round characters ¿complejos? cuyo paradigma de rasgos no sería ya teleológico, sino un conglomerado de relaciones dinámicas y —a menudo— conflictivas. Una característica fundamental de los segundos consiste en experimentar transformaciones, mientras los primeros permanecen inalterables en la mente del lector —y en la historia— porque no son transformados por las circunstancias de la trama, sino que, más bien, transcurren a través de ella (Forster).

No es muy difícil reconocer y recordar una serie de personajes que pertenecerían a este primer tipo: las novelas de aventuras, los cuentos maravillosos, la picaresca y la novela bizantina; las tiras cómicas, las seriales de televisión y las novelas de Blest Gana, las de Dickens y las de una buena parte de los bestsellers del momento están colmadas de ellos. Allí se encuentran personajes construidos a partir de un paradigma de rasgos fundamentalmente semejantes y/o complementarios, sin lugar para un conflicto interno que pueda ser el sustrato de sorpresas. Cada vez que estos personajes actúen o dejen de hacerlo, lo harán de un modo previsto —siguiendo una pauta convencional como lo diría Bertrand Gervais en su Récit et actions. Pour une théorie de la lecture (1990)— toda vez que, en oposición, una prueba de que nos encontramos frente a un personaje complejo es que es capaz de sorprendernos de una manera convincente (Forster).

En el caso más extremo y simple —más propio de la novela de aventuras y de la novela de pruebas— los rasgos de los personajes quedan constituidos de una vez y para siempre al comienzo de la historia; en otros casos —más propio de la novela de aprendizaje— la historia pasa a menudo por una fase de alternancia y/o sustitución de rasgos en las que un personaje cualquiera actúa de una manera (o deja de hacerlo) en un momento y —en función de sus nuevos rasgos definitiva o transitoriamente recién adquiridos y/o en función de la pérdida, abandono o transformación de sus rasgos anteriores— de una manera diferente en otro.

Inversamente, mientras menos semejantes o complementarios, y mientras más opuestos y contrastantes sean los rasgos simultáneamente presentes en el paradigma, más complejo será el personaje o, si se trata de rasgos sucesivos, más compleja —e interesante— será su historia, abierta no ya sólo a avanzar una acción, sino a los conflictos, ambigüedades y contradicciones que la preceden cuando no la dificultan, impiden o modulan una vez en acto. Desde un polo al otro pasamos desde la historia donde la personalidad del personaje juega un papel mínimo a aquéllas donde sus conflictos internos constituyen la dominante para usar el concepto avanzado de Roman Jakobson a propósito de los diferentes aspectos presentes en el lenguaje humano... aunque encontramos un buen número de casos intermedios, relativamente más complejos o más simples... a veces, a pesar de las intenciones de sus creadores. Esteban y Sofía de El siglo de las luces son más complejos que Vera y Alberto de La consagración de la primavera, ambas de Alejo Carpentier; Charles Kane es más complejo que Sam Spade; Rafael San Luis más complejo que Martín Rivas; los personajes de Lope parecen más simples que los de Calderón; los de Shakespeare más complejos que los de Chaucer.

Onomástica, vestuario, rasgos físicos.
La onomástica, el vestuario y las de características físicas de los personajes son algunos de los mecanismos de caracterización. El nombre de los personajes, sus títulos o grados; el uso de diminutivos, de sobrenombres, del nombres de pila o de sólo el apellido, connotan sus orígenes étnicos y de clase; están ligados a condiciones sociales más o menos precisas y codificadas. En el Génesis los nombres son generalmente motivados y anuncian o responden a las funciones de quienes los llevan: Isaac, el que causa risa; Abraham, padre ensalzado. En la La consagración de la primavera, el entramado trabaja para que el nombre de la protagonista —Vera— sea simbólico —una condensación de sus rasgos— cuando al final de la historia encuentra su verdad —su nombre— al mismo tiempo en que la calle entera celebra el éxito de su aprendizaje.

En otras historias, los nombres de los personajes son uno de sus atributos —la tía Angustias en Nada de Carmen Laforet o la gradación de nombres luminosos en La casa de los espíritus Isabel de Allende— o —Madre, Magdalena, Megan, Marcia, Carmen Miranda en Cobro Revertido de Leandro Urbina— son significantes dispersos y transpuestos de significados perdidos, añorados, amenazadores y esquivos. A veces toda la historia consiste en hacerse (de) un nombre, como en Don Quijote o en Me llamaré Tadeusz Freire de . En otras, el personaje lo pierde: pasa de Super Sabio a Zavalita. Los nombres de los personajes pueden ser simplemente convencionales —el hermano menor se llama siempre Juan— o bien cómicos o francamente burlescos como en Niebla de Unamuno, La montaña mágica de Thomas Mann o en El arte de la palabra de Enrique Lihn. En otros géneros —como en la Commedia dell'arte— el nombre define el conjunto de rasgos y de acciones que le corresponde verosímilmente al personaje; aún en otros, los personajes —Doña Pureza, o Don Carnal— no son mucho más que lo que su nombre denota

Es muy posible que no recordemos el bigote negro de Rafael San Luis ni el color de los ojos de Leonor Encina ni siquiera el prognatismo voluntarioso de Rivas aun cuando todos estos rasgos hayan sido oportunamente subrayados por el narrador. Es mucho más difícil, sin embargo, haberse olvidado los ojos verdes de Aura, la heroína de la novela de Carlos Fuentes, o el largo del pelo de la protagonista de La última niebla (1934) de María Luisa Bombal. Los ojos verdes de Leonor Encina son complentarios con todos los otros rasgos que conforman su belleza, pero no están especialmente marcados: pudieron haber sido de otro color y Leonor seguiría siendo bella. En Aura (1962), por el contrario, los ojos verdes de la protagonista no solamente indican belleza, sino que son un síntoma de su naturaleza sobrenatural y no podrían haber sido de otro color sin que la historia cambie sus sentidos. Del mismo modo, en La última niebla, el pelo corto —cortado— de la protagonista es tanto una transformación para asemejarse a la primera esposa de su marido, como una oposición con el largo del pelo de Regina, su cuñada, de quien envidia su libertad y coraje para tener un amante. Aprendemos muy poco acerca de la ropa de los protagonistas de la novela de Bombal porque no es un importante asiento de significaciones; en cambio, en Martín Rivas el vestuario desempeña un papel capital: señala la pertenencia de los protagonistas al mundo de la tertulia o al del medio pelo, la elegancia de Leonor Encina, el cuidado por las normas del héroe que se gasta la mayor parte de su salario en comprarse ropa decente, la estupidez de Agustín Encina. La corbata de Amador lo sitúa irremisiblemente en el medio pelo mientras el “cuello vuelto que contrastaba con la r igidez del de los demás” señala la rebeldía de Rafael San Luis.

Acciones distribucionales y acciones integrativas.
Otros rasgos y acciones —a menudo de una importancia mínima para el avance distribucional (Barthes) de la historia— también participan en la caracterización, es decir, son funciones integrativas; participan tanto en el nivel de las acciones —concatenación de secuencias— como en el nivel de los indicios que muestran —construyen— la personalidad de los personajes:

• el sermón de Ladislao después del asesinato de Mariano en Camila (1984) de María Luisa Bemberg que muestra su coraje (al mismo tiempo que distribucionalmente lo enemista con sus superiores eclesiásticos);

• el apresuramiento con el que Sam Spade ordena borrar el nombre de su socio, recién asesinado, de las ventanas de la oficina que compartían hasta entonces en The Maltese Falcon (1941) de John Huston que muestra su desapego (y anticipa nuestro subsiguiente conocimiento acerca del afer que mantenía con su esposa);

• el cuidado con el que el protagonista se peina los cabellos minutos antes de ser fusilado en El chacal de Nahueltoro (1969) de Miguel Littin que muestra su transformación;

• la bufanda roja que —ambos— Camila en el filme del mismo nombre y Molina en El beso de la mujer araña (1985) de Héctor Babenco visten como un signo de que han tomado una decisión.

En “Un día de éstos,” (1962) de García Márquez el rasgo “dentista sin título” contribuye —a la humillación sufrida por el alcalde al aumentar su condición subordinada con respecto del relativamente poderoso alcalde de un modo en que “buen madrugador” —¿rasgo residual?— no lo hace. La descripción de la camisa del dentista no parece contribuir significativamente ni a su personalidad ni a su quehacer, aunque es posible que contribuya a su rasgo de pobreza: “sin cuello.” Inversamente, la camisa empapada de sudor hacia el final de “Espuma y nada más” (1950) de Hernando Téllez es significativa: señala la nerviosa tensión sufrida por el barbero y —como corolario— la victoria del capitán Torres, mientras el sudor y los jadeos del alcalde en “Un día de éstos” señalan su derrota. Otros dos paralelismos refuerzan las similitudes y diferencias entre estos dos cuentos: la guerrera desabotonada del alcalde sudoroso con los ojos marchitos y barbón contrasta con el aire fresco —recién afeitado y con la guerrera perfectamente abotonada— del capitán; mientras los movimientos intencionalmente lentos del dentista se asemejan a los de Torres tanto al llegar como al salir de la barbería acomodando —como también lo hace el dentista— los utensilios de su oficio: el cinturón ribeteado de balas y su pistola.

Creo que “camisa a rayas, sin cuello, cerrada arriba con un botón dorado” no tiene mayores significaciones; es decir, mi competencia de lector —mi repertorio (Iser) o mi enciclopedia (Eco)— no le atribuye sentidos complementarios. Pero podría ser tremendamente significativo... sólo que su significación —de momento— se me escapa.

Las notaciones indiciales descansan fuertemente en una cultura más o menos compartida capaz de reconocerlas e interpretarlas: en prejuicios que sin “ver nada especial” en una camisa a rayas, sin cuello y con un botón dorado, podrían ver algo en una camisa verde olivo, concho de vino, o azul. Pero habrá lectores que no vean nada en especial en estos otros rasgos tampoco.

Estas notaciones crean atmósferas que unen acontecimientos con la personalidad de los personajes; pero estas atmósferas no se crean sólo en el papel, sino también en el espacio dinámico y variable entre el texto y su lectura, modulada por el conocimiento previo del lector en el mismo instante en que tal conocimiento se transforma en el mismo acto de leer.

En la dinámica de la lectura, los textos transfoman la enciclopedia de sus lectores y aquel que sabía muy poco de abadías medievales, sabrá un poco más sobre las horas canónicas al cerrar El nombre de la rosa (1980) de Umberto Eco, quien sabía poco de exilios, sabrá un poco más al terminar En cualquier lugar (1998) de Marta Traba, lo que la prepara a leer de otra forma Cobro revertido (1992) de Leandro Urbina o Señas de identidad (1966) de Juan Goytisolo.

Un personaje muy especial
Donde más claramente se percibe el sistema de rasgos que define a un personaje como un dispositivo productor de sentidos es en el paradigma de rasgos y de acciones que define al héroe. Según Philippe Hamon (“Statut sémiologique du personnage”), aunque también un personaje, el héroe no es uno más entre otros. Desde un punto de vista puramente formal, el héroe puede ser entendido a través de la serie de rasgos que al relacionar sus funcionalidades y atributos lo definen por su cualificación, autonomía, distribución y funcionalidad diferenciales.

De esta manera, el héroe posee una serie de rasgos que los demás personajes no poseen o —si lo hacen— es siempre en un grado menor; no necesita de otros participantes para actuar; aparece siempre en los momentos importantes de la historia y es el agente indispensable de una serie de acciones que le son propias. Su continua diferenciación y especificación con respecto de los demás personajes mediante la progresiva selección de los materiales que lo determinan —implícita en la formulación de Hamon— obedece a un doble movimiento que Noé Jitrik en El no existente caballero (1975) describe como la fusión de un procedimiento puramente formal —la transformación desde participante a protagonista liberado de la uniformidad del coro— y un proceso que lo nutre de los contenidos semánticos provistos por una sociedad. En este doble movimiento surge el héroe: "el personaje en todo su esplendor, no sólo función en el mundo narrativo para ordenarlo y hacerlo comprensible sino referencia y relación con el mundo exterior, modelo de los valores del mundo exterior incrustado en el campo narrativo imaginario".

Como todo lo demás que existe en el mundo posible del texto, el héroe es una construcción imaginaria: una invención. Sin embargo, al estar construido en el cruce de diversos procedimientos narratológicos y fuerzas históricas y sociales (Bakhtin / Medvedev 1985), el héroe deviene un gozne que une una poética con un sistema de valores sociales que, si bien no lo determina absolutamente, sí lo modula en relaciones de asimilación o de polémica, situando al texto ya sea al interior de un canon reconocido o en una periferia que lo contesta. De este modo, el héroe constituye una categoría mediacional que articula dos instancias de lectura, una más bien sintáctica y atenta a los distintos procedimientos que los constituyen como un signo diferenciado y otra, más bien semántica, abierta a las variaciones de sus rasgos, primero, y a la variación de los significados que tales signos desean comunicar, después. A caballo entre narratología e Historia (así con mayúscula), el héroe (positivo) y su / la heroína se transforman en la imagen especular y reificada que una comunidad desea proyectar acerca de sí misma y en la traza escurridiza a la que continuamente volvemos al interrogarnos sobre ella.

Dos vías —las variaciones en la “necesidad” ideológica de una historia de tener un centro organizador en torno al cual estructurarse, y las histórica y genéricamente moduladas variaciones de los investimientos semánticos que constituyen tal centro— determinan la construcción y funcionamiento del héroe, regulado, en última instancia, por la conciencia —el autor implícito— de la que surge la intención de la obra en su totalidad. En este proceso el héroe acumula subjetivamente las significaciones que emite una sociedad —o más bien un segmento de ella— que al exaltar sus fundamentos, los afirma y los mitifica engendrando héroes que encarnan lo más "noble y complejo de su proyecto: lo más idealizado de su horizonte ideológico" (Jitrik). Todos tenemos nuestros propios modelos —role models— dijo una vez Woody Allen, y toda sociedad crea, se inventa optimísticamente para sí misma, los héroes que se merece de la misma manera como inventa los antihéroes que la contestan o paranoicamente los malvados que supuestamente la amenazan. Un síntoma de las tensiones —pero también del dinamismo— al interior de una comunidad es que los malvados y héroes de uno de sus segmentos sean los héroes y malvados del otro, como también es un síntoma de su mayor o menor pluralismo el que unos y otros puedan —con más o menos censuras— pasearse libremente sobre el escenario.

Sin embargo, no por extendida, la liberación del protagonista de la uniformidad del coro es menos una construcción cultural sin un derecho natural a alcanzar universalidad. No solamente por la gran variedad de modelos de héroe posibles, sino también por la existencia de colectividades que activamente rechazan una heroicidad que escape de la colectividad y solidaridad del coro.

Un caso notable es el noruego de postguerra emblematizado por la novela de Aksel Sandemose que se abre con el decálogo del ciudadano antiheroico: “No debes creer que eres mejor que nosotros...”

En todos sus aspectos —educacionales, políticos y deportivos— la sociedad noruega de postguerra —aun cuando la tradición encuentra sus raíces en el pasado vikingo— enfatiza la colectividad y desalienta la excelencia individual; de este modo, sus relatos canónicos tienden a excluir al héroe caracterizado por sus rasgos diferenciales respecto de los rasgos del coro colectivo. Debo esta observación a mi colega Frankie Shackelford.

No es un azar, sino intención.
A diferencia de los rasgos de personas verdaderas que simplemente son, los rasgos de los personajes siempre significan; forman parte de un objeto cultural —signos— que a través de diversos procesos de semiotización indican algo diferente de sí mismos. Esta significación da cuenta de la prevalencia de ciertos rasgos sobre otros —la propiedad, por ejemplo— y de los rasguemas —las unidades de significación que sustentan tal propiedad y que determinan su posición diferencial en un sistema de valores estructurado.

Un personaje puede ser definido por su ser producto de un hacer anterior o por un estado que le permite un hacer posterior escribe Hamon en Texte et idéologique (1984). Un personaje fracasa o bien porque su hacer anterior —o ausencia de tal quehacer— lo han hecho incapaz de actuar adecuadamente, o bien porque se encuentra en un estado desde el que será incapaz de hacerlo en el futuro. En ambos casos, los éxitos y fracasos dependen del cumplimiento de tareas fundadas en las prescripciones y prohibiciones que regulan el mundo posible del texto.

El éxito del personaje continúa Hamon, depende así de su competencia, expresada en un saber mirar, un saber decir y un saber actuar. Su competencia en el manejo de las maneras de mesa, de las normas de la conversación, de las reglas de vestuario; de la ocasión y el modo de finiquitar los distintos tipos de negocios; de los tabúes y de las identidades sexuales; de las relaciones de clase, de las relaciones y conflictos entre diferentes grupos étnicos, políticos y religiosos y de las relaciones de familia.

El problema primordial para el personaje que desea mantenerse en su mundo posible es verificar que su código de conducta se corresponde c on el código de tal mundo. Quijano fracasa porque actúa de acuerdo al código de un verosímil desplazado. O asimilarse al código de un centro: en Cobro revertido, el sociólogo cae apuñalado porque su código no pertenece ni al de los exiliados ni al de las canadienses. Jamás logra decidir a qué centro asimilarse y, después del golpe, no lucha contra ninguno; ni contra los compañeros del barrio, ni contra los del liceo. También puede subvertilo, pero Zavalita escribe artículos sobre la rabia de los perros porque se bajó de su intento a medio camino y a Lucas en Una casa vacía (1996) de Carlos Cerda lo desaparicieron. Puede construirse otro, de puros cuentos, como los de Machos tristes (1992) de darío Osses o —como Matías Vicuña de Mala onda (1991) de Alberto Fuguet — creer que es el Catcher in the Rye aunque se parezca más al Jimenal de Edwards Bello. Lo que salva apenas a personajes como el sociólogo de Urbina o a Mario Jiménez de Skármeta es la carnavalización de su experiencia: la incorporación de una risa alegre —toda la historia del sociológo es un gran chiste cruel pero revitalizador— que insinúa la esperanza de un renuevo: si el sociólogo no se muere y se recupera de la cuchillada, quizás, se liberará, también del fantasma de la madre. De otro lado —en Contreras, Franz, Gallardo y de la Parra— se trata de personajes pequeñitos que deben —para salvarse— asumir como cosa normal su pequeñez insertados en un mundo mucho más grande que ellos y gobernado por leyes que apenas alcanzan a entender y que de ningún modo aspiran ya controlar.

La transformación del mundo que permite el éxito emancipador de sus protagonistas se encuentra ahora en otras series narrativas, particularmente con la transformación de la amada —antes sólo emblema de la victoria y del deseo— en un agente con mayor o menor éxito, pero ya de su propio proyecto. Engarzada a un largo proceso que comienza con la novelística de Mari Yan, María Luisa Bombal, Pepita Turina, María Elena Gertner y Mercedes Valdivieso, entre varias otras, esta serie encuentra en la novelística chilena un punto de viraje desde la periferia —¿la sala de estar de la loca criolla insinuada por Castillo (1992)?— a un centro plurivalente en la novelística de Isabel Allende —claro— pero más decididamente en Ana María del Río, Diamela Eltit y Andrea Maturana.

Quizás, no esté demás insistir aquí que, aunque relacionados con lo real, los héroes no son lo real. Más bien se trata de proyecciones y de deseos; en el peor de los casos, de ilusiones perdidas: versiones idealizadas de unpasado siempre recordado como un pasado mejor aunque nunca lo haya sido o de un presente imaginado a la manera de como pudiera serlo aunque irremisiblemente ya no lo sea. La imagen del héroe parece ser una provincia privilegiada del subjuntivo...

Los rasgos del héroe (positivo) se mantienen bastante inalterables y relativamente constantes. En las novelas chilenas organizadas en torno a su figura uno de sus rasgos más acusados es la voluntad: el deseo de ser héroe, cumplir con las expectativas idealizadas del grupo social que lo imagina. Esta concepción del héroe es claramente circular: un héroe debe poseer voluntad y mesura, vigilar los límites de clase entre el medio pelo y la tertulia; Martín Rivas tiene voluntad y mesura, no ama para nada a Edelmira y piensa que es una pura mala suerte la de Adelaida; luego, Rivas es el héroe. Eso es lo que hizo Alberto Blest Gana (1956) en su discurso de incorporación a la Facultad de Humanidades de la Universidad de Chile cuando afirmó que el papel de la literatura era encomiar “las virtudes cuya imagen importa siempre presentar al lector en contraposición de las flaquezas humanas” para luego escribir en la dedicatoria de Martín Rivas que su héroe “ofrece el tipo, digno de imitarse, de los que consagran un culto inalterable a las nobles virtudes del corazón,” inspirador de la “hidalguía y patriotismo puestos al servicio de una buena causa con entero desinterés.” Salvo casarse con la hija del dueño de casa; pero hay que recordar que Rivas se enamora de Leonor desde el mismo primer momento en que admira asombrado la riqueza del que será, pronto, su protector. En fin, conocemos la historia.

Una primera mirada irónica al héroe blestganiano partió con Un idilio nuevo (1900) de Luis Orrego Luco con el desplazamiento del espacio del vicio habitando tanto la tertulia como el medio pelo. Parece poca cosa, pero algo se ha modificado ya el género. Poco después en El crisol Fernando Santiván nos cuenta la misma historia con dos variaciones. Desde bien afuera —social y étnicamente— de la tertulia martinriviana, Bernabé Robles asume sus valores reificados en un momento en que sus héroes internos —el Fernández de Orrego Luco, el Jimenal de Edwards Bello (El monstruo, 1912) y el Bernales de Barrios (Un perdido, 1917)— ya los habían perdido.

La historia del héroe continuó transformándose a través de la inversión axiológica de sus rasgos y la transposición del espacio en el que actúa. La voluntad es recuperada como rasgo positivo del héroe en las novelas de Nicomedes Guzmán. Su función, es diferente: no ya como prueba de pertenecer en propiedad a la sociedad de la tertulia, sino como un rasgo fundamental de Pablo Acevedo o Enrique Quilodrán que desean —o desearán— transformarla. La oposición moral entre buenos y malos se transforma en una oposición de clase. Uno y otro tipo de héroe transcurre en un espacio fundamentalmente paradojal y atópico: los primeros, en uno que nunca ha sido; los segundos, en uno que todavía no es y quizás nunca llegue a serlo. Mientras la secuencia final en las primeras novelas es el matrimonio; en las otras es la partida.

Con un vuelta de tuerca adicional mientras los héroes de Blest Gana, Orrego Luco y Santiván se esfuerzan en afirmar y conquistar un centro socialmente privilegiado y los de Guzmán en afirmaban uno diferente, los de Manuel Rojas y Juan Godoy rechazan todo centro para afirmar una periferia. Mientras la sexualidad no existe en Blest Gana o Santiván, y es negativa en Edwards Bello, se transforma en emblema y vehículo de liberación en Guzmán y, especialmente, en Angurrientos (1938) de Juan Godoy: los rasgos viciosos del roto de Edwards Bello, se transforman en Godoy en unas de sus virtudes.

Esta experiencia gozosa de la gastronomía y de la sexualidad se continúa a través de Skármeta en Ardiente paciencia y en Cobro revertido de Urbina; novela del exilio, pero también ligada a la serie de Rastaquoure de Alberto del Solar y Criollos en París de Edwards Bello y de La madre —la de Gorki o la de Brecht— por una parte, y por toda la serie de la novela picaresca por la otra.

Si, por un lado, Cobro revertido es una historia de separación, pérdida, agresión y abandono; también es el de la supervivencia entre personajes de dudosas calificaciones y con variados propósitos: desde solidarizar con esta nueva pérdida del sociólogo —la muerte de su madre— hasta esquilmarle parte de lo que recién se ha conseguido con Megan. En Cobro revertido, el sociólogo se mueve por el espacio santiaguino, primero, y canadiense, después, invirtiendo la función del provinciano. Claro, el sociólogo es un santiaguino, pero de los que no pueden ir a Papudo, no importa cuánto se esfuerce su mandatario, y Magdalena es la magnífica Ariadna que comunica al sociólogo un mundo del deseo radicalmente opuesto al prescrito por la madre, pero tampoco tiene ningún objeto mágico: los hipotéticos fusiles de los que continuamente hablan los amigos del sociólogo tampoco hubieran servido.

Hablar
“Callate, Camila; callate y escuchá,” le dice la madre a Camila O'Connor cuando ésta comienza a despertar el enojo de su padre cuando saca la voz para defen-der a Ladislao luego del sermón que denuncia el asesinato de Mariano. La posesión del lenguaje —la capacidad de contestar apropriadamente: desde la posesión del lenguaje y desde su eficacia— es otro rasgo fundamental en la caracterización de los personajes. En un buen número de relatos, toda la historia del héroe —o de la heroína— no es otra cosa que acceder a un lenguaje reconocido. El lenguaje de los personajes señala variaciones regionales, de clase y de poder, que en su conjunto apuntan a lo que Pierre Bourdieu en Ce que parler veut dire (1982) llamó la capacidad de acceso al nivel de lo simbólico; en breve, las diferencias en el habla de los personajes son correlativas a su capital social y, por lo tanto, a la mayor o menor eficacia con la que pueden desempeñarse en el mundo posible en el que viven.

Es la oposición entre los personajes que hablan y a los que se les habla.

La secuencia es una de las más importantes del filme: la advertencia —una explicitación de un código silencioso naturalizado— fue necesaria por la transgresión de la protagonista, ya no satisfecha con solamente escuchar en silencio —muda con la boca abierta como sus hermanas o balbuciando como su hermano, también mudo frente al poder del padre— en un gesto que es correlativo al de María Luisa Bemberg, insertándose en un oficio dominado por sus colegas masculinos. El fracaso del proyecto de Camila se debe menos a su propia incapacidad de llevarlo a cabo —está Rosas, la familia y la iglesia, de por medio— como a la ineficiencia de su aliado, incapaz de romper sus lazos con una iglesia que, al final, lo descarta y lo abandona a su suerte. Allí es donde el filme de Bemberg también es metáfora.

Uno de los procesos por donde ha discurrido la construcción de protagonistas femeninas ha sido a través de la novela de formación en las que “el crecimiento y el aprendizaje es el foco de la escritura” escribe María Inés Lagos en En tono mayor: relatos de formación de protagonista femenina (1996) con una variante no siempre —ni necesariamente— fracasada del Bildungsroman a la manera de Don Segundo Sombra. El conflicto, más bien radica, en que mientras en la serie masculina, la culminación del aprendizaje facilita la incorporación activa del héroe a la sociedad que ha contribuido a su formación, el “aprendizaje” femenino supone lo contrario: la continuación de una vida pasiva, ahora a la sombra del marido como se veía en las novelas de Mari Yan y Bombal, por una parte, y Teresa de la Parra, por la otra: el matrimonio es una cárcel dice la madre de Camila en una de las pocas ocasiones en que habla.

Sin embargo, de la misma manera como Hijo de ladrón es una historia de un aprendizaje subversivo —en cuanto su culminación no coincide con la incorporación del héroe a un conjunto de comportamientos dominante— también, el aprendizaje femenino encuentra una culminación exitosa —aunque sin duda precaria; pero de eso es lo que precisamente se trata— en una serie que va desde Más allá de las máscaras y Tiempo que ladra, por una parte, y, también en La mujer imaginaria de Jorge Edwards y en La historia oficial de Puenzo: en todas ellas se sale de casa.

El aprendizaje en estas historias, por una parte es político o artístico —generalmente en tiempos de dictadura— y, por la otra sexual: la protagonista femenina abandona el cuarto de estar al mismo tiempo en que comienza a entender el funcionamiento del mundo y a descubrir su propio cuerpo, invirtiendo el rol “tradicional” en ambas esferas; tanto en la novela de Guerra, como también en los relatos de Luisa Valenzuela y de Maturana. Este tipo de aprendizaje está, claro, ausente en las novelas de del Río, pero ocupa un lugar central en la de Guerra —si bien esquemático— y está también siempre presente en las novelas de Eltit. En todas ellas se trata de una apropiación del lenguaje erótico por parte de una narradora en el momento mismo de acceder a una experiencia que, al modificar los términos de intercambio de la seducción, subvierte sus sentidos radicalizándolos. La vuelta de tuerca adicional en Vaca sagrada (1991) de Diamela Eltit —la desvalorización de la experiencia heterosexual— no hace sino profundizar los sentidos de ruptura y de libertad.

Realidades ficticias
Pero sólo se trata de personajes. Como Barthes —y Macedonio antes que él— nos advertía al comienzo de esta sección, sólo se trata de signos: de sustitutos. La noción es perturbadora porque va en contra de un reflejo profundamente arraigado en nuestros hábitos de lectura y de análisis. La segunda acepción del Diccionario de la RAE informa que personaje es “cada uno de los seres humanos, sobrenaturales o simbólicos, ideados por el escritor, y que como dotados de vida propia toman parte en la acción de una obra literaria” (RAE, 1984, s.v.). Sin detenerse demasiado tiempo en ese como —que establecería un “parecido, pero no exactamente”— a menudo al describir una historia se vuelve a narrar lo que los personajes hicieron o se describe cómo eran, aunque como Molina en El beso de la mujer araña se tienda a usar el uso del presente; un síntoma, quizás, de que no se está demasiado seguro de su estatus ontológico.

En su Diccionario de retórica, crítica y terminología literaria, Marchese y Forradelas (1986) relacionan la caracterización con “el procedimiento usado para caracterizar ambientes o personajes” (s.v.). Todavía se puede percibir aquí una concepción del personaje esencialista, según la cual el personaje tendría existencia aún antes de este procedimiento. Al contrario, deseo insistir que la caracterización incluye todos los procesos mediante los cuales el personaje se construye: no hay personaje antes de su caracterización. El término personaje —como el inglés character— tiene un origen metonímico o sinecdóquico: la persona —máscara— por la que un actor representa a alguien, el caso del término castellano; la marca dejada por el estilete en la tablilla de escribir en el caso del término inglés.

Sólo que el tropo se ha convertido en una catacresis, una metáfora de uso corriente que ya no se advierte como tal. No hay otro término para designarlos ni éste remite a otra entidad en un sentido directo y no figurado: el personaje es el personaje. Aún así quedan vestigios del sentido primigenio en el intento de encontrar los sentidos ocultos del personaje, de interpretarlo. Un reflejo utilizado con gran ventaja en las novelas realistas que no sólo intentaban crear personajes de “verdad,” sino también, personajes complejos, capaces de dar cuenta de una personalidad. Sin embargo, no hay nada detrás de la máscara. Si hay algo en alguna parte es en ese espacio que media entre las instrucciones parciales del texto —nunca un personaje es descrito exhaustivamente— y la reconstrucción llevada a cabo en la lectura, cuyo éxito depende de la competencia del lector para asignarles sentidos más o menos definidos a tales instrucciones.

Lo simbólico —y su correlato necesario, la interpretación— se ubica en el polo polémico de un continuum que por una parte rehusa aceptar que no hay más significado que el inmediatamente perceptible mientras que, del otro, afirma una literalidad y una individuación. No importa cuáles sean los mecanismos que impulsan el deseo de interpretar y los índices textuales que guíen tal interpretación, lo simbólico siempre descansa en una capacidad de generalización. Así, mientras menos individualizado sea un personaje mayor sería su potencial de generar el deseo de lecturas simbólicas: K de Kafka es “más simbólico” que Castorp de Mann. De nuevo, entonces, nos encontramos con gradaciones al interior de un continuum y las variadas condiciones de lectura y de reescritura modularán una (re)construcción y percepción más o menos simbólica o más o menos literal de cualquier tipo de personaje erosionando la idea de una polaridad absoluta entre un individuo y un tipo. Aun en las formas más estereotipadas de narración, siempre hay lugar para que un tipo —el avaro, el don Juan, el elegante— alcance un grado de individuación que le otorgue rasgos específicos, propios de tal versión del tipo y no de otra: Agustín Encina, aunque sea una maqueta del elegante santiaguino decimonónico es todavía Agustín Encina. Desde el otro lado, el más individualizado de los personajes encuentra un lugar al interior de la clase de la que forma parte; de otra forma sería ininteligible.

Del mismo modo, cuando una figura “histórica” forma parte del universo ficticio no debe ser entendida tanto como tal figura histórica —la correspondiente a una enciclopedia del mundo real— sino como su conceptualización —(re)construcción— al interior de aquella estructura significante fundamentalmente metafórica (Hochman, 1985) que es el texto —expansión de un mundo posible regulado por sus propias leyes intrínsicas y modulado por la suma de conocimientos posibles y existentes en tal mundo posible. Frecuentemente, la mención o presencia de un personaje “real” en el universo ficticio cumple una función verosimilizadora (Barthes 1968a) incrementando la ilusión de realidad de los agen-tes ficticios al situarlos en un universo reconocido. Así, en El jardín de al lado de José Donoso, la "realidad" de Marcelo Chiriboga incrementa al ser incluido en un grupo que también comprende a “Mario Vargas Llosa” y a “'Gabriel García Márquez” —signos que supuestamente tienen un lugar bastante específico en la enciclopedia del lector. Que tal realidad sea deteriorada por su nombre, evidentemente irónico, es otro problema.

* Claro, es mi particular competencia de lector la que me hace pensar / saber que Kurt Frenzel es falso, una invención; pero bien podría tratarse de un oscuro profesor de lingüística de la Universidad de Upsala, sólo que no me he enterado. De cualquier modo, en este caso estoy bastante seguro (fui amigo de Andrés Gallardo); en muchos de los cuentos de Borges no lo estoy tanto...

Como buen profesor de teoría literaria, Rojitas, el personaje central de Cátedras paralelas, (1985) de Andrés Gallardo comprende muy bien este procedimiento cuando introyecta a un tal “Kurt Frenzel” junto a “Kristeva,” “Todorov” y “Brecht” lo que le permite burlarse de su colega Mercado que no se da cuenta que Frenzel acaba de ser inventado por Rojitas. Claro, todos estos “personajes” —en tanto forman parte del universo creado por Gallardo— son ficticios: “Brecht” tendrá todos los atributos y cumplirá todas las funciones que le convengan al texto de Gallardo ya sea que se correspondan o no con el Brecht de carne y hueso, pero “Kurt Frenzel,” además de ficticio, es, también falso. No es sólo una invención de Gallardo sino una invención de Rojitas.*

Más a menudo, esta inclusión de un personaje “real” —sin ser acompañada de una ironía que erosione su realidad— forma parte del arsenal de recursos de cualquier texto narrativo que aspira a alcanzar un cierto tipo de verosimilitud: parecer verdadero. Una forma de este procedimiento ocurre con la inclusión de un personaje pseudo real; notablemente cuando se trata de un personaje ficticio presente en otra historia como la serie de personajes que se pasean de un episodio a otro en la serie de los Episodios Nacionales de Galdós o los que aparecen, con el mismo nombre y atributos en las distintas novelas de Philip Roth, o el mismo Marcelo Chiriboga de Donoso que, aparecido primero en El jardín de al lado, lo encontramos de nuevo en Donde van a morir los elefantes. De otro modo, es bastante “correcto” decir que todos, Kristeva, Brecht y Frenzel, son personajes de una novela de Andrés Gallardo.

Aun en los casos en los que el personaje “real” ocupa un lugar central en la historia —“Neruda” en Ardiente paciencia de Skármeta o “Nixon” en el filme de Stone— es siempre una proyección. Siempre adquiere sus funciones y rasgos característicos en relación al lugar narratológico que ocupa al interior de la ficción y sólo en forma secundaria en relación al lugar que ocupa fuera de ella: “Neruda” no es Neruda. Tampoco “Nixon.“ “Neruda” es un personaje inventado por Skármeta modulado por sus propósitos específicos al escribir Ardiente paciencia. Así, ni siquiera se trata necesariamente de la conceptualización del Skármeta real, sino de la del autor implícito del texto skarmetiano. La serie de transformaciones y variaciones entre estas entidades con un muy distinto estatus ontológico no es muy diferente de las que cualquiera que ha tenido la oportunidad de ver las dos versiones cinematográficas de la novela de Skármeta puede observar entre esos dos “Nerudas” y esos dos “Marios.”

Esta autonomía textual —siempre relativa toda vez que el texto no se completa sino en la lectura— no impide que nuestra experiencia sea estéticamente diferente en uno o en otro caso ni tampoco cancela nuestro derecho a un disentimiento ideológico. La segunda versión cinematográfica de Ardiente paciencia es una hermosa y conmovedora historia con una indeterminación en la construcción de “Neruda” que ciertamente incrementa su relieve y el interés de su amistad con Mario; al mismo tiempo, al instalarse en una isla italiana en los años cincuenta, su asunto político es bastante diferente. Pero ese posible disentimiento es un problema de respuesta del lector y no necesaria, o exclusivamente, de producción textual. De cualquier modo, la manipulación del personaje real incrustado en el universo ficticio obedece a un proyecto comunicativo que no puede dejar de estar transido de intencionalidad para poder llegar a ser un signo: un texto que dirigido a alguien por otro alguien aspira a ser leído: interpretado. Lo mismo vale para cualquier otro personaje, se parezca o no a uno de verdad. Todos son signos.

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