Grosellas

  Hebras narrativas

Ariel cazador rojo

Temuco, diciembre de 1947.

El sábado 11 de octubre de 1947 Ernesto y Engracia se conocieron en el Centro.
Hasta viejos recordaban un primer paseo que hicieron a Saavedra semanas más tarde montados en la Ariel Red Hunter de Ernesto.

A Rodrigo Erazo Reyes,
amigo cantor y algo poeta

Ernesto encendió dos Premiers y le alcanzó uno a Engracia.

Aunque sólo estaban a mediados de diciembre ya hacía calor y a él le gustó ver las pequeñas uñas carmesí de su amiga asomándose por las puntas abiertas de sus sandalias verdes. Todavía sin dejar de mirarlas, exhaló suavemente el humo y le preguntó:

—¿Has visto alguna vez el mar?

—¿Qué crees? Me pasé tres semanas a bordo de un barco.

—Sí, claro; en tercera clase no verías mucho. Pero, ¿te has mojado los pies en el agua?

—¿Del mar? No, eso no. Nunca.

—¿No te gustaría ir a verlo mañana a Saavedra?

—¿Mañana? ¿Después de misa?

—Sería mejor que saliéramos temprano para llegar a tiempo.

—¿A tiempo para qué, Ernesto?

—Temprano, para que podamos estar con calma en la playa.

—Lo que tú quieres, Ernesto, es saltarte otra vez la misa.

Había pocas parejas más diferentes que Ernesto y Engracia, mis padres. Él era un ateo, un ex militante del POUM que, así se rumoreaba, había participado en la quema de una iglesia en su pueblo de Lérida antes de marcharse, recién cumplidos los dieciocho años, a combatir a los fascistas al frente de Aragón; ella era una sobrina lejana del cura que había bendecido las tropas de Franco en África, y hacía poco que había llegado a los doce cuando una bala, salida sólo Dios sabe de dónde, atravesó la cabeza de su padre mientras agitaba banderas con un grupo de las JONS frente al ayuntamiento de Burgos dos semanas antes de comenzar la guerra.

Escribo esta historia en mi propio exilio en Olympia, Washington; un exilio, digamos que voluntario.
Luego de la desaparición de Aníbal Mestre, quien por años había sido mi pareja, salí aterrorizada de Chile para, antes de recibir una ayudantía en Irvine, California, asentarme por casi dos años en Umeå, Suecia, adonde llegué siguiendo a mi amigo (aunque hemos vivido juntos nunca en realidad ha sido mi pareja) Ramiro Herrera Berkoff.

En estos ya doce años, saltando de lugar a lugar, he conocido a otros exiliados, muchos de ellos con más y poderosas razones que las mías, huyendo de otros horrores, cruzando otras fronteras, adaptándose a otros idiomas, aprendiendo a vivir con otras pesadillas recurrentes. Escribo esta historia que no es la mía, sino la de mis padres, para recordar de dónde es que vengo y así, quizás entender un poco más cómo es que he llegado hasta aquí.

Es una historia que, fragmento a fragmento, he ido conociendo desde mi adolescencia según lo que fueron contándome poco a poco ellos mismos. Hay detalles que he olvidado; en otros, sus versiones han sido divergentes, aunque nunca completamente contradictorias. Varios otros detalles me los he ido inventando yo misma en pos de una coherencia narrativa —un entramado diría Paul Ricoeur— que sin esa imaginación sería imposible de alcanzar. Frecuentemente, la realidad es caótica e incoherente; una historia, por el contrario (añoro aquí esa diferencia que hace el idioma inglés entre history y story), construye un orden; un orden que no es necesariamente un engaño, sino una ficción.


Elvira Codulá
Olympia, Washington, Agosto de 1986

Ya huérfana de madre, Engracia pasó casi tres años muerta de miedo, aterrorizada con los ecos de las balas que en las noches rebotaban desde el cementerio, hasta que Cesáreo Martínez, un hermano de su padre que había emigrado a Chile a comienzos de los veinte, consiguió que pasara, primero, a Buenos Aires y, luego, sola en un largo viaje en tren y sin más pertenencias que un atado de ropa, hasta Santiago.

Allí vivió con sus tíos Cesáreo y Paulina en una larga y estrecha casa de adobe de la calle Cuevas en la que se sucedían uno a uno los cuartos que daban o bien a un patio de luz o a un jardín interior hasta llegar a una explanada en la que se levantaba una higuera y un amplio cobertizo donde aprendió a curar carne de cerdo y empezó a ganarse la vida, trabajando junto a con sus primos Miguel y Fernando, en la charcutería que cerca de veinte años antes habían abierto al frente de la Estación Mapocho, muy cerca de la llamada Vega Central. A algunos clientes de confianza, les vendían también disimuladamente algo de vino. Engracia, que aunque aún mal soñaba, ya dormía mejor; pasaba ya los dieciséis, trabajaba duro, pero ya no tenía hambre.

Su verdadera pasión, sin embargo, eran las jotas aragonesas, las que bailaba con mucha gracia, acompañándose de una voz que no era muy fuerte, pero sí dulce y melodiosa. Gracias a esa afición llegó a conocer a Ernesto la vez que, participando en un cuerpo de baile, viajó a Temuco la noche del diez de octubre de 1947 para celebrar allí las fiestas. Todo pudo haber sido muy distinto y de ser así, yo nunca habría nacido. Sólo a última hora pudo don Nazario Borrajo convencer a Ernesto que lo acompañara ese sábado once a la fiesta en el Centro, a pesar de que —según él— estaría, como siempre, lleno de franquistas.

No se arrepintió nunca.

Las camisas azules ya habían pasado de moda —eran mal vistas en Temuco y el Directorio del Centro había desaconsejado su uso en público. Hacía tiempo que ya no se veía por ninguna parte una parda o una negra. La comida, harto pasable y en la que nunca faltaban ni los choricillos ni las rodajas de morcilla burgalesas ni las de butifarras, estaba incluida en el precio de la entrada; el vino gratis era, no del mejor, pero abundante; y notó en seguida que una de las chicas del cuerpo de baile tenía la tez aceitunada, unos preciosos ojos verdes y el pelo negro ensortijado amarrado en un moño.

Cuando Engracia, que así se llamaba la de los ojos verdes, y sus compañeros de baile terminaron la de la rosa y los claveles y se dispersaban para darse un breve descanso, Ernesto, de pie y con su pie izquierdo puesto sobre la barra del mesón de la cantina, la saludó con su copa de vino tinto —«Que viva tu madre» —gritó— y ahogó una blasfemia cuando vio que ella le contestaba el saludo con la cabeza y una sonrisa.

Don Nazario había llevado su bandurria, tañó un par de notas y animó a Ernesto a entonar una de picadillo. Sin hacerse de rogar, Ernesto dejó su copa junto a un plato de aceitunas y, dejando sin apagar su cigarrillo sobre el borde del cenicero, cantó:

He viajado por mar y tierra

En busca de una mujer

He viajado por mar y tierra

Y en todas partes encuentro

Presumidas y alcahuetas

Presumidas y alcahuetas

En busca de una mujer

🎵 YouTube: Jota de Picadillo.

Había vuelto a coger su copa y se reía con Emilio Balsera cuando oyó que alguien le decía a sus espaldas en tono de reproche:

—Quizás usted no ha sabido buscar bien en sus viajes.

Se volvió y se encontró con Engracia que lo miraba muy seria.

—O, quizás, nunca hasta ahora había yo encontrado algo como lo presente —le contestó Ernesto, mordiendo una aceituna.

Sin inmutarse ella insistió:

—¿No sabe usted cantar canciones más bonitas?

—¿No le ha gustado la que ya canté?

—Es que no todas las mujeres somos presumidas o alcahuetas.

Ernesto frunció los labios, le dijo algo al oído a don Nazario y después, volviéndose hacia ella, le contestó:

—Pues escuche usted.

Hay una larga cadena

De tu corazón al mío

Hay una larga cadena

Y el tuyo tiene dolor

El mío dolor y pena

El mío dolor y pena

De tu corazón al mío

🎵 YouTube: Jota. Hay una larga cadena.

—¡Bravo! Muy hermosa, le dijo ella.

—Servidor de usted —le contestó él, ofreciéndole una aceituna con su mano.

—Gracias —le dijo ella, mordiéndola con fuerza y gusto.

—Me alegro que ésta sí le haya gustado. Pero ahora le toca a usted.

—¿A mí?

—Claro. No me negará usted mi pedido, ¿verdad?

—No, por supuesto que no —le contestó Engracia, inclinándose a susurrarle algo a don Nazario, antes de cantar ella a su vez:

Aprieta bien el cantaro

Cuando vayas a la fuente

Aprieta bien el cantaro

Que si el cantaro se rompe

Difícil será arreglarlo

Difícil será arreglarlo

Cuando vayas a la fuente

🎵 YouTube: Jota. Aprieta bien el cantaro.

—Dichoso el que pueda oírle a usted cantar todos los días.

—Encantada.

—Pero a esa jota le faltan unos cuantos versos.

—Y yo algún día puede que se los cante; pero por ahora bastan éstos —prosiguió ella coqueta.

Los músicos de vuelta en sus puestos ya entonaban los primeros compases de “Sombrero”. Ernesto cogió otra aceituna y le replicó:

—Esperaré, si así usted lo quiere. Mientras tanto, ¿no desearía usted bailar esta pieza conmigo?

—Me encantaría, pero mi tía Encarna está ya fatigada y nos aprontamos a irnos. Pero usted debería acompañarme mañana a la misa de once.

—¿Acompañarla yo a misa?

—Sí, hombre, a misa, anímese. Le espero a las diez y media frente a la iglesia. Y si no se aparece, yo le iré a buscar.

—Pero...

—No se preocupe; yo ya sé dónde vive.

Las había acompañado hasta la calle a esperar el taxi. Después que ellas partieron, Ernesto le dio una mirada a su Omega de bolsillo, encendió otro Premier y caminó despacio en dirección al regimiento. Al llegar a O'Higgins, cruzó la calle y continuó hasta mitad de la manzana donde golpeó la puerta de una casa de ladrillos de la que, después de entrar, no salió de ahí, sino hasta la mañana siguiente poco antes de la salida del sol. Todavía soñoliento, se marchó a su buhardilla en calle Cruz.



Abrió los ojos y sintió que recién se había dormido antes de oír que algo duro golpeaba la ventana. Cerró los ojos de nuevo, pero en seguida oyó que otro guijarro golpeaba los cristales e inmediatamente otro más. Se levantó, descorrió el visillo y miró hacia la calle. Allí, de pie en la mitad de la calzada, estaba Engracia, con su traje de baile, haciéndole señas con la mano.

“¡Bajo en dos minutos!” —le dijo él, asomándose por la ventana, antes de alisarse la misma camisa blanca y de cuello postizo duro de la noche anterior.

La catedral frente a la Plaza de Armas estaba atiborrada de gente. El obispo mismo, con mitra preciosa y todo, oficiaba la misa cantada y solemne a la que le agregaban de yapa un Te Deum para terminar de celebrar lo que en ese tiempo todavía llamaban el Día de la Raza.

Los vice cónsules honorarios —el de España, claro, el de Alemania, el de Holanda, el de Italia... y varios otros— ocupaban las primeras filas; muy serios con sus mejores trajes domingueros y flanqueados por sus esposas muy emperifolladas con sus estolas de zorro sobre los hombros en incoherente contraste con sus pías mantillas de encaje negro.

El alcalde, el gobernador, los coroneles del Ejército, de la Aviación y de Carabineros llegaban también al servicio acompañados por sus escoltas y los primeros bancos de la derecha los ocupaba la banda del regimiento Tucapel, sobresaliendo sus tubas relucientes y algo abolladas por el tanto uso y los presupuestos mezquinos y magros. Detrás se apiñaba un montón de curas, de monjas, de frailes y de hermanos junto al resto del gentío; la mayoría, si no todos, españoles.

Esa mañana de octubre del 47 habían quemado una buena cantidad de incienso —al obispo Manuel Machuca Lillo le encantaba demorarse con los ojos semi cerrados, alargando los versos del gregoriano— y Ernesto, todavía sufriendo la resaca de la noche anterior, sentía hambre, aserrín en la garganta y le pesaban como yunques sus ojos trasnochados y aburridos.

Por fin, casi de improviso, la banda del regimiento se levantó y se aprestó a tocar los himnos patrios: primero el de Chile, luego el español. El sargento primero Raúl Mardones Vivanco hizo sonar sus tacos e inclinó la cabeza en dirección al altar antes de darse media vuelta y esgrimir su batuta.

Todos se pusieron de pie.

Machuca Lillo, afirmado a su báculo bajo el dosel de brocato púrpura y dorado, levantó su mano derecha y dio su bendición. Ernesto suspiró y, bostezando desdeñoso, vio cómo casi una docena de sus paisanos, incluido por supuesto Emilio Balsera, alzaban el brazo apenas comenzaron a oírse las primeras notas de la llamada Marcha Real o de Los Granaderos. Miró a Engracia de reojo y se la quedó mirando al ver que ella mantenía sus manos firmemente a los costados y que sólo tarareaba displicentemente algunos de los versos, mientras pasaba en silencio otros. Suspiró de nuevo mientras poco a poco se iban desvaneciendo las notas marciales de las marchas, republicana y romántica, la una; monárquica y con nuevas letras enmendadas por el poeta falangista José María Pemán, la otra.



🎵 Marcha Real (Himno Nacional Español)

A la salida de la iglesia, se encontraron con don Nazario quien miró a Ernesto sorprendido; pero, al percatarse de Engracia, hizo un gesto de aprobación con la cabeza, y le dio a Ernesto una palmada afectuosa en el hombro. Después, caminando uno al lado de la otra, guardando la distancia y sin aun tomarse del brazo, enfilaron juntos por calle Bulnes hasta el Centro, separándose eso sí poco a poco de los demás celebrantes, caminando despacio por la acera del lado de la luz y del sol primaverales aunque todavía ese día hacía algo de frío y soplaba una brisa suave que enarbolaba las banderas y los vestidos.

—Usted me miró sorprendido ahí en la iglesia. ¿Por qué?

—Creí que haría usted como sus camaradas falangistas y alzaría el brazo cuando tocaron el himno.

—Pues ya lo ve, aunque muy católica, que eso quede claro, no soy una falangista, y si usted va a misa conmigo, a cambio yo le prometo no alzar jamás el brazo. ¿Le parece bien?

—Pero, ¿por qué tendría que ir yo a misa?

—Hombre, para gozar mi compañía, claro. ¿O es que no le gusta conversar conmigo a usted?

—Oh, por supuesto que sí; por supuesto.

—¿Lo ve?

De ordinario, los discursos celebratorios, aburridos y de sobra ya consabidos, evitaban toda controversia partidista limitándose a repetir trilladas evocaciones patrióticas a la Pinta, a la Santa María y a la Niña. Ese domingo, sin embargo, el recientemente nombrado vice cónsul, el ganadero Miguel Barrios Villaseca, hizo que se enarcaran un buen número de cejas, de otra manera distraídas o indiferentes, al recalcar cómo, abandonando a sus antiguos socios comunistas, González Videla iba por fin siguiendo el ejemplo señero de Franco.

Quizás porque ya tenía mucha sed y hambre o por prudencia u olvido, no mencionó para nada los campos de prisioneros que ya se iban levantando en Pisagua... los que por otra parte, era seguro que no le parecían nada de mal. Sí se dio tiempo para hacerle un guiño amistoso al alcalde Federico Masser Prest, alabando la feliz coincidencia de las Fiestas de la Raza con la inauguración de la nueva pileta con surtidores y leones en la Plaza Aníbal Pinto. Saludó efusivamente también la presencia en las fiestas de sus homólogos de Holanda y del Reino Unido.

Casi nada de esas movidas, que aspiraban a cimentar el claro cambio de rumbos en los negocios regionales luego de la derrota del Eje, notaron Ernesto y Engracia, los que luego de escuchar con paciencia otro par de brindis por los conquistadores Almagro y Valdivia, de bailar ella dos jotas, de disfrutar juntos media bandeja de bocadillos de jamón y de choricillos y más jerez gratis, bailaron por fin un pasodoble, Sombrero.

Ernesto notó que Engracia le apretaba la mano y que no le desviaba la mirada. Charlaron animados antes de darse cuenta que se iban quedando solos y que don Gerónimo Bermúdez García, el concesionario, los miraba disimulado pero con insistencia mientras los otros celebrantes hacía rato que se habían marchado a pasar ya el resto de lo que quedaba de la tarde en sus casas.

Luego de una breve pausa en la charla, Ernesto le preguntó a Engracia si le daba autorización para escribirle.

—Por supuesto que sí. Anote: Cuevas, 1163.

—¿Me contestará usted, si yo le escribo?

—Claro. Si no, para qué querría yo que usted me escribiese.

—Tengo la ilusión de volver a verla pronto.

—Pues entonces déjeme contarle a usted un secreto: volveré en menos de un mes para pasar un tiempo en casa de mi tía.

—Eso estaría muy bien. A doña Encarna yo la conozco.

—Ya lo sé —le contestó Engracia, estrechando su mano.

—Una cosa más.

—¿Sí?

—Su actitud en la iglesia... No es sólo porque usted quiera que yo la acompañe a misa.

—No se equivoque. Quiero que usted me acompañe a misa; le hará bien. Nunca se sabe, Ernesto. Pero, vale: también es porque yo he visto muchas cosas y le puedo decir, con certeza, que muchos de los nuestros no son mejores que algunos de los vuestros.

Era una manera enrevesada de decirlo, pero mejor que nada. “Te quedas corta, pero sí que es verdad” —pensó, sin decirlo, él.



En una de las fotos de esa época que llevé conmigo hasta Umeå y que se quedaron allá con Ramiro aparece Ernesto, de pie con chaqueta de cuero y antiparras, sosteniendo una motocicleta con la mano derecha, mientras Engracia, a horcajadas en el asiento trasero, sonríe con cara de miedo. A él, le encantaba esa motocicleta que se la había dejado de regalo Duncan Wright, un inglés alto, de ojos grises y de pelo oscuro, amigo suyo antes de volverse a Inglaterra, después de Dunkerque.

—Tú has estado en eso. Dime cómo es, pero no me mientas —le pidió Duncan a Ernesto, ya ambos muy borrachos en esa misma casa de la calle O'Higgins, la noche larga en la que, despidiéndose, estaban más capacitados para hablar de la vida y de la muerte, que en hacerles el amor a esas mujeres que los acompañaban aburridas, aunque aliviadas, luego de que ellos les hubieran pagado, con anticipación, por su compañía de amantes, de hermanas y de madres.

Ernesto, luchando por mantener abiertos los ojos y no parecer demasiado solemne, se quedó pensando y luego, marcando parsimoniosamente las sílabas que le salían abruptas y pastosas en medio de abundantes pausas largas, le dijo:

—La verdad, Duncan, es que no pasa mucho: soñarás con noches como éstas, pero la mayor parte del tiempo te la pasarás esperando aburrido; otras veces tendrás que ir de un sitio a otro corriendo sin nunca saber muy bien por qué. De vez en cuando, te sentirás como los conejos a los que les disparan por todos lados y, con el tiempo, aprenderás a no mearte de miedo en los pantalones.

—Salud, Ernesto —le dijo sin pestañear Duncan, empinando entre risas forzadas su botella de mala ginebra.

—Salud, Duncan —le contestó Ernesto, empinando ceremoniosamente la suya.

—Salud —dijeron las mujeres en coro, levantando sus copas de champaña falsa y depositando besos tiernos en las mejillas de sus clientes tristes.

Se habían conocido jugando al fútbol en el estadio del Bajo.* Ernesto era el portero de El rayo ibérico y Duncan el puntero izquierdo del Rochester de Población Dreves. Por meses se odiaron con la intensidad que sólo conocen los rivales amateurs, pero una noche se encontraron por casualidad en el barrio de la Estación y terminaron haciéndose amigos. Ernesto salía de “El Paisano”, el restaurante regentado por Quimet Vidal y Estel Monet, donde servían bacalao al ajoarriero, escalivada, canelones de sesos, charquicán y porotos con riendas, a su muy ecléctica clientela de inmigrantes y de lugareños pobres, cuando tropezó con ese hombrazo de impermeable oscuro y sombrero negro que pasaba rápido frente a la puerta, esquivando los charcos dejados por la lluvia y las cáscaras de naranjas arrojadas a la diabla sobre la acera.

—¿Qué te pasa, coño? ¿Estás borracho? —le preguntó Duncan, con un acento inglés que alargaba tan cómicamente las vocales que le quitaba toda procacidad al insulto.

—No me pasa nada que no pueda yo bloquearte con una sola mano, “Patas de lana”.

Ambos se rieron.

—¿Un trago?

—Un trago.

Duncan manejaba una de las niveladoras en la construcción del camino a Cunco y Ernesto hacía poco más de un año que trabajaba en la almoneda de su tío Antoní. Lo que redescubrieron por su cuenta ellos mismos esa noche en “El Paisano” fue que el número de razones para emigrar es infinito, a menudo cubiertas con intrincadas historias de amor, de traición o de deudas, contadas con exageración y a medias en el caso de Duncan, pero que el vino barato, los cigarrillos de pacotilla, las mesas cojas y los baños sucios, de paredes rayadas con deseos soeces y de rincones hediondos, son iguales en todas partes.



Ernesto apartó la vista de los pies de Engracia y adelantó sus manos palmas arriba. Buscó mil cosas que desearía poder decirle, mientras ella todavía lo miraba irónica con sus ojos de alondra moruna, pero no se le ocurría nada convincente. Le dio otra chupada a su Premier y después le dijo despacio, aquilatando mentalmente el efecto de cada una de sus frases:

—No es verdad, Engracia. No es sólo porque quiera saltarme la misa. Si saliéramos temprano, como yo te digo, podríamos llegar a Saavedra antes del medio día. Podríamos almorzar con calma, pasear por la playa, ver el mar, mojarnos los pies en el agua, volvernos antes de la puesta del sol, si quieres. Hasta podríamos cenar con tu tía a la vuelta.

—Como tú quieras, Ernesto; pero si me condeno, nunca te olvides que será por culpa tuya.

—A Dios puedes tú echarme a mí la culpa de lo que quieras.

Hacía un par de semanas que habían comenzado a tutearse. Después de un veloz intercambio de cartas, Engracia había vuelto a Temuco a cuidar a doña Encarna, su tía enferma y, casi siempre después de misa, Ernesto había ya almorzado con ellas cada domingo.

Ese sábado, la había sorprendido pasándola a buscar en su motocicleta.

Ariel Red Hunter 350 cc, 1938.

Diseñadas por Val Page y fabricadas en Birmingham, Inglaterra, la motocicleta Ariel Red Hunter fue la más exitosa motocicleta de Ariel Motorcycles (1902 – 1970).

La cilindrada del motor era de 250, 350 o de 500 cc.
Todas con una transmisión de cuatro cambios, la velocidad máxima de la motocicleta equipada con un motor de 500 cc era de 140 kilómetros por hora... y la de 350 cc —como la que tenía Ernesto— no era mucho menor.

En verdad le daba libertad...

—¿Y esto qué es?

—Ya lo ves: Ariel Cazador Rojo.

Rojo, ya me habían dicho que eras. Lo que no sabía era que también cazabas. ¿Qué cazas?

—Tórtolas.

—¿Y eres buen cazador?

—Dame tiempo a que vuelva el invierno y lo verás.

—¿Y por qué tendría que esperar yo tanto tiempo?

—Por ti, me arriesgo a cazarlas cuando quieras.

—Pobrecillas.

—Pero las comerás con gusto.

—No lo sé. Nunca en mi vida las he probado.

Ese domingo salieron temprano. Él, feliz con su chaqueta de cuero y sus antiparras; ella, después de un largo suspiro, se acomodó en la motocicleta con su chaquetón de lana rojo sobre su vestido de percal estampado que apretaba firme con las rodillas y los muslos para que no se le inflara con el viento y una bolsa de lona azul terciada a la espalda.

—Emilio me prestó su bota.

—Y yo hice emparedados de jamón.

El camino a Saavedra era largo y estrecho; con cuestas, sinuoso y lleno de baches que Ernesto esquivaba con suficiente pericia. Al principio, Engracia había sentido miedo montada sobre ese sillón de hule negro que le parecía duro e incómodo, pero pronto se dejó agradar por el gusto nuevo que descubría al abrazarse a la cintura de Ernesto y oler su cuerpo. Apretando fuertemente sus piernas contra las de su amigo, abrió los brazos por un segundo ululando gritos de contento en la recta después de Carahue en la que, por un tramo breve, mágicamente se suavizaba el camino.

Al llegar a Saavedra, se detuvieron en la cima del acantilado desde el que se dominaba abajo toda la bahía y la desembocadura del río Imperial. Engracia estiró aliviada sus piernas entumecidas y, asomándose al borde, sintió en todo su cuerpo las ráfagas del aire salino y yodado que soplaban desde el océano. Respiró profundo hasta llenarse los pulmones y entonces, sintiendo que le cosquilleaban las rodillas y que se le helaban los muslos, Engracia supo que estaba llena de amor y de ganas por Ernesto. No apartó inmediatamente su mano cuando él se la cogió con estudiada suavidad y calma. Se miraron y ella lo recorrió de arriba abajo antes de echarse a correr por la senda empinada que llevaba derecho hasta la playa, sin esperar a que él montara otra vez en su Cazadora roja.

Vista de una playa de arenas negras desde la cima de un acantilado. No es para nada Saavedra pero podría serlo.

—Ahora ya puedes mojarte los pies en el agua —le dijo Ernesto cuando finalmente la alcanzó, quitándose él también los zapatos como, sentada sobre la arena, ya lo había hecho ella antes de acercarse a las olas que llegaban con oculta fuerza hasta la arena.

—¡Dios, Ernesto! ¡Qué frío y qué potencia!

—¡Qué chillido que has dado, Engracia!

—¿Te costaba tanto habérmelo advertido, Ernesto?

—Pensé que mejor lo aprendías por ti misma —le contestó, riéndose de su broma y sin ocultar que fijaba la vista en las redondeces que la ropa mojada dejaba ver en sus piernas.

—Eres un soberano bandido. Verás cómo me las pagas.

Engracia se soltó el pelo, Ernesto se arremangó los pantalones. Se rieron otra vez; ella por las piernas huesudas de Ernesto; él por los muslos de ella que ya imaginaba más arriba de sus pantorrillas mojadas. Por una vez en sus vidas se supieron inmensamente ricos; los dueños absolutos de esa enorme playa solitaria. Buscaron caracolas, espantaron gaviotas; de rodillas sobre la arena negra desenredaron madejas de cochayuyos, encontraron almejas pequeñas, vieron correr a los cangrejos. Con persistencia Ernesto intentaba alcanzar los dedos de su amiga; Engracia se empeñaba en esquivar los suyos entre carcajadas y sonrisas traviesas.

Se irguieron; él con sus zapatos negros al hombro derecho atados de los cordones; ella con sus sandalias verdes colgando de su mano izquierda; caminaron, caminaron largo por la orilla de la playa; Ernesto más cerca del océano; Engracia, del lado del acantilado. Sentían el calor del sol sobre la arena y sólo a medias huían de la espuma de las olas dejando que el agua refrescara sus pies caldeados. Escucharon el ritmo sincopado del oleaje, rápido como sus latidos. Sudaron, se les encendieron las mejillas, se les empaparon las cejas y se les humedecieron los pechos. Respiraron hondo cada uno por su cuenta ensoñando la luz de una tarde cercana sobre una cama blanca y amplia, caricias, gemidos y besos.

Pasada ya la una, regresaron a la sombra del boldo en el que Ernesto había dejado su Ariel Red Hunter atada con una cadena.

—Traje un vaso de aluminio para ti —le dijo Ernesto, destornillando la bota de Emilio Balsera. ¿No quieres ya sacar los emparedados?

—En seguida —le contestó ella, abriendo la bolsa de lona y palideciendo en cuanto lo hubo hecho. Allí, en medio de una muda de ropa interior, un espejo redondo y una manzana, no había ninguno.

—¡Dios mío! ¡Qué idiota soy! Los he dejado en casa.

—No me embromes, que me muero de hambre.

—No bromeo, Ernesto; me los he dejado en casa. ¡Perdóname!

—No te preocupes, mujer. De seguro encontraremos una venta en ese caserío al otro lado de la caleta.

Pero ni había venta en el caserío ni, siendo domingo, tampoco un almacén abierto. Buscaron de arriba abajo por la única calle de la caleta sin ver nada. Enesto ya pensaba en volverse malhumorado a Temuco cuando ella apuntó a un letrero anunciando pan y huevos frescos, colgando de una viga sobre el umbral de la puerta de una casa semi derrumbada. Golpearon tres veces antes de que les contestaran.

—Está cerrado —les dijo la mujer vieja y despeinada que se asomó a la ventana.

—¡Por favor! Véndanos algo de comer, que tenemos mucha hambre —le suplicó Engracia.

—No hay nada les dije; está cerrado.

—¿Ni siquiera un poco de pan?

—Hay dos hallullas de ayer.

—¿Qué tal jamón? —le preguntó Engracia, súbitamente entusiasmada.

—¿Jamón? ¿Y ustedes de dónde salen? ¡Qué ocurrencia la suya! Me queda un cuarto de queso blanco. Se lo vendo barato.

—Valga, dénos las dos hallullas y el queso —le dijo Ernesto.

Volvieron hasta el boldo y se sentaron a su sombra sobre el suelo. Comieron y bebieron vino de la bota.

—El queso no estaba nada de mal. ¿No crees? —le dijo Engracia a Ernesto, limpiándole con sus dedos las migas secas que se le habían quedado pegadas en sus labios.

—Con hambre y buena hermosa compañía hasta los garbanzos con tocino y chorizos son buenos —le contestó él, cogiéndole con suavidad la mano.

Sin dejar de sonreír, Engracia retiró su mano y hurgó en su bolsa.

—Y esta manzana estará deliciosa —le dijo, ofreciéndosela para que él se la pelase, desentendiéndose del requiebro.

—Que duda cabe.

Luego de dormitar una semi siesta sobre la hierba, cerrados los ojos, la cabeza de Engracia sobre el regazo de Ernesto, la de él arrimada al tronco del boldo, caminaron otra vez lento a la orilla de la playa, esta vez ya tomados de los dedos de la mano aunque sin atreverse aun a estrechárselas ni mucho menos a actuar todas sus ganas. Recatados, tanteándose como jugadores de cartas, se limitaban a sonreír observándose por el rabillo del ojo.

La verdad es que volvieron a Temuco antes del atardecer, mucho antes de la puesta del sol; ella con su cabeza reclinada sobre el hombro de Ernesto; en silencio. Pero esa noche, al despedirse frente a la puerta de la casa de doña Encarna, animándose, se dieron un beso largo tal como lo habían visto hacer a Margaret Sullavan y a James Stewart el viernes en la película del Real.

—El domingo que viene daremos otro paseo.

—Espero que sí; me encanta tu Cazadora roja —le contestó ella, antes de cerrar la puerta y de lanzarle al aire otro beso.



Al final de ese verano de pocas misas y de muchos paseos en motocicleta, ya hablaban de casarse y esbozaban planes. Sentados frente a la laguna del Ñielol, Engracia tiró un guijarro al agua y antes de que las ondas alcanzasen a llegar a la orilla, le preguntó:

—¿Sabías que venden la charcutería del Mercado?

—Así me lo ha dicho don Nazario.

—¿Y no crees tú que nosotros podríamos comprarla?

—La charcutería es lo de menos, Engracia. Para eso, tengo.

—¿Entonces la compramos?

—Lo caro sería el traspaso —le contestó él, encendiendo otro Premier dejándole a ella la segunda chupada.

—Yo tengo un poco. ¿Seguro que no llegas con lo que tú tienes?

—Mujer, ¿no entiendes? El traspaso cuesta más de lo que yo gano en veinte meses. He ahorrado, pero nunca tanto.

—Si tuviéramos la charcutería, podrías dejar a tu tío Antoní.

—Y mucho que me gustaría a mí dejarle; pero ya te lo he dicho, Engracia. No llego a tanto.

—¿Estás seguro, Ernesto?

—Te lo he dicho, Engracia. No tengo.

—Me da mucha pena.

—Y a mí. Pero no hay nada que hacerle.

—Tienes la Cazadora —le dijo Engracia, tirando otro guijarro al agua y rechazando con la mano más chupadas del Premier.

—¿Y qué quieres tú que haga con la Cazadora, Engracia? ¿Que la venda?

—Valdría la pena, ¿no crees?

—¿Y qué hago, si algún día vuelve Duncan?

—¡No digas bobadas, Ernesto! Duncan no volverá nunca.

—Eso tú no lo sabes. ¿A qué tanta prisa ahora?

—Porque ahora es cuando queremos casarnos. ¿No eres tú el que siempre se queja de cuánto te explota tu tío?

—Y sí, el cabrón me explota. Pero esto es distinto, Engracia; esto es otra cosa.

—¿Por qué es otra cosa? ¿Es que no te importa seguir siendo infeliz toda la vida trabajando por nada?

—Engracia, mujer: con la Cazadora tengo mi libertad. Puedo ir y venir adónde y cuándo me dé la gana.

—¡Qué niño eres, Ernesto! Más libertad tendrías, si tuvieras lo tuyo. Si tú y yo tuviéramos lo nuestro.

—No me hables así, Engracia.

—Me callo. Pero piensa en lo que te digo, Ernesto. Con la charcutería podríamos soñar. Pensar en tener hijos.

—¿Y acaso tú no sabes lo que son los sueños, Engracia?

—Sí, lo sé, Ernesto. Lo sé muy bien. ¿Pero es que acaso se puede vivir sin sueños?

—¿Y sacas mucho tú con soñar?

—Tú no crees en el alma, Ernesto. Yo sí que creo. Pero es mentira que no se muera nunca. Se muere cuando dejas de soñar. Por eso es que quiero la charcutería: para poder soñar —le contestó ella, arrojando a la laguna un último guijarro.

De vuelta a casa, Engracia esquivó el beso de despedida en la boca y él apenas le dijo adiós al marcharse acelerando la Red Hunter por el medio de Caupolicán. La semana pasó lenta. Le aburría vender medias y pañuelos en la tienda de ropa de don Nicolás y se le notaba; dos veces esa semana la reprendieron por su cara larga. Cuando llegó la tarde del sábado, caminó solitaria, arrastrando con los pies las hojas secas de los castaños de Balmaceda, antes de llegar al cementerio y visitar el nicho de su tía Encarna. Cambió los claveles marchitos y al salir vio con envidia a un par de enamorados abrazados bajo los dos cipreses al frente de la entrada.

Acalorada, abrió la ventana cuando llegó a su casa con ganas de ducharse. Todavía con el pelo húmedo, le escribió una carta a Ernesto, pidiéndole perdón y contándole cuánto lo amaba. Pero después de releerla, la rompió en tres pedazos antes de quemarla con la misma cerilla con la que se encendió un Liberty. Le gustaba esa cajetilla de color rojo encendido, mucho más que el azul y el gris opaco de los Premiers de Ernesto y sintió calor en su mano al hacerla una bola y acariciarla con deseo y tristeza. La casa heredada de su tía le pareció enorme y vacía. Arrojó la cajetilla arrugada al papelero antes de quitarse sus sandalias verdes y tenderse sobre su cama, acariciándose contra las sábanas, cerrando los ojos, restregando sus rodillas y humedeciéndose los labios.

Un guijarro golpeó su ventana despertándola.

—¡Jesús, Ernesto! Vas a romper los cristales —le dijo al verlo abajo en la calle.

—Engracia, baja, mujer; tengo algo que decirte.

Se alisó el vestido rápido. No bajó las escaleras corriendo, más bien caminó despacio, como si fuera contando uno a uno cada peldaño; pero se persignó antes de abrir la puerta.

—¿Qué hay, Ernesto?

—Mira —le contestó él, mostrándole el sobre abultado que sacó del bolsillo de su chaqueta.

—¿Y eso?

—Mañana vamos juntos tú y yo al Mercado.

—¿De veras?

—Te hice caso y vendí la Cazadora.

Engracia lo abrazó y le dijo:

—Imagínate, Ernesto. Ahora podremos comer jamón cada vez que queramos.

Elvira Codulá

Red Golden Falcon.

Última modificación: 19 de septiembre de 2024.



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