Grosellas

  Hebras narrativas

La boda de Engracia y Ernesto

Temuco, 15 de mayo de 1948.

—Pero Engracia, ¿qué pensarán Álvaro o Mercedes o Matías si nos casamos por la iglesia?

—¡Álvaro! ¿Qué me importa a mí o a ti Álvaro? ¿Qué pensará don Nazario si no lo hacemos?

—Pero mi familia nunca.... Ni siquiera estoy bautizado.

—Eso no importa. Ya hablé con el padre Sanjuán. No tienes ni que convertirte ni bautizarte ni nada. Lo único que tienes que hacer es prometer que nuestros hijos serán católicos.

—Eso, Engracia, lo decidirán ellos.

—Cuando sean mayores... Pero mientras estén bajo nuestra tutela, eso es lo que me dijo el padre Sanjuán, deben recibir una enseñanza católica. Eso es lo que tienes que prometer.

—Vale, Engracia. Eso te lo puedo prometer a ti cuando quieras; no necesitamos a un cura para eso.

—Pero yo siempre me he imaginado casarme por la iglesia, Ernesto. Siento que un matrimonio no vale de otra manera.

—Con una fiesta y todo.

—Sí claro, con una fiesta.

—Con una fiesta estoy de acuerdo..., con baile y con el mejor vino; pero lo de la iglesia. Eso a mí no me va, Engracia.

—Pero a mí sí. ¿Es tanto pedírtelo que lo hagas por mí? ¿Que lo hagas por nosotros?

—Pero tú realmente crees en Dios, Engracia?

—Te lo he dicho otras veces. Creo en el alma... y para eso, para pensar en ella..., lo necesito. Hazlo por mí, Ernesto. Ve y habla con el padre Sanjuán...

—Ese Sanjuán fue un falangista de tomo y lomo.

—Habla con él, Ernesto; verás que es buena gente. Falangista y todo, no es peor que tu amigo Emilio.

—Emilio y Regina... ¿Acaso no son amigos tuyos también?

—Regina tiene sus cosas de creerse más de lo que es, pero está bien. De tus amigos de caza y del tute o del boletín ese..., sabes que prefiero mil veces a don Nazario... Es más humano; más como tú.

El padre Ambrosio Sanjuán debía de tener cerca de sesenta años, pero aparentaba diez menos. Era alto y fornido, sin asomo de panza aunque era bien sabido que nunca le faltaba alguien que le invitase a un buen almuerzo los domingos.

Ex combatiente, fumaba un cigarrillo tras otro y aunque tenía los dedos manchados de nicotina, su sotana, de buen paño y de ribete morado como correspondía a su grado de capitán, siempre lucía impecable y su tonsura era perfecta.

Con un gesto de su mano derecha invitó a Ernesto sentarse en la butaca al otro lado de su escritorio amplio como el de gerente de banco sobre el que se veía un cenicero de cristal lleno de colillas y un breviario con abundantes pliegues en las hojas y cintas de colores.

Hizo una estudiada pausa teatral antes de romper el silencio, toser de nuevo y encender otro Cabañas con su zippo dorado.

—Así que eres amigo de Nazario y de Emilio.

—Desde ya hace varios años.

—Me han hablado bien de ti... aunque seas ateo y rojo.

—Tenemos nuestras diferencias, pero hemos aprendido a respetarnos.

—Mmm. Y salís a cazar juntos. ¿Cazáis mucho? A Emilio... sí. Pero no me imagino a Nazario cazando.

—Emilio es buen tirador; don Nazario no acierta mucho.

—Me lo imaginaba. A Emilio no lo veo mucho por aquí. A Nazario sí. Él es muy pechoño. ¿Me entiendes? Ese Nazario tiene el Cielo más asegurado que yo.

—Vaya, pensaba que con su oficio, eso era para usted pan comido.

—¡Quia! Eso es un misterio, Ernesto... ¿Entiendes?

—De las cosas del Cielo, se las dejo a usted, padre Sanjuán. Yo de eso, entiendo muy poco.

—Eso está claro. Pero vamos a lo nuestro; dime en... nuestra guerra, ¿dónde estuviste?

—En Aragón, Teruel.

—Teruel, vaya, si Dios lo hubiese querido, hace diez años nos hubiéramos visto frente a frente las caras.

—Y quizás uno de nosotros no estaría aquí.

—Quizás. Dime, Ernesto, es cosa bien conocida en la Colonia ese rumor que dice que antes de ingresar a ese... Ejército tuyo, donde llegaste a teniente según me han contado, participaste en la quema de la iglesia de tu pueblo, ¿es verdad?

—Sí.

—Gracias por tu honradez; yo fui capitán. Vamos bien, teniente; empezamos bien. ¿Te arrepientes de ese crimen?

—Crimen... Padre Sanjuán, usted sabe muy bien que si le contestara que sí, que estoy muy arrepentido... me estaría yendo por el camino fácil. Pero también creería que le estoy mintiendo... ¿No es verdad?

—De seguro te pediría me dieras más detalles de tu... arrepentimiento.

—Arrepentimiento, la condición para el perdón, ¿verdad? La condición para recibir su absolución, padre; la remisión de mis pecados.

—Si se cumplen otras condiciones, claro.

—No creo, padre Sanjuán, que arrepentimiento... sea la palabra correcta. Prefiero decirle, más cerca de la verdad, que preferiría no haberlo hecho; fue un acto inútil que no condujo a nada.

—Discrepo... Condujo a la destrucción de un tesoro valioso y dejó sin lugar de cobijo a un buen número de tus paisanos que eran fieles a Jesucristo, nuestro Señor, te guste o no te guste a ti. Lo mismo da. A ellos, tú les robaste su casa celestial; a ellos, tú les hiciste un daño irreparable; a ellos, tú les hiciste derramar lágrimas de dolor y desconsuelo. ¿Lo harías de nuevo?

—Hacerlo de nuevo, padre Sanjuán, significaría estar otra vez a las puertas de ese infierno que fue la guerra... Por nada del mundo me gustaría volver a cruzarla.

—Discrepo otra vez; para nada un infierno. Fue una Cruzada; dura y dolorosa, pero justa, y en mi convicción necesaria... Pero ya sé, Ernesto, lo veo en tus ojos, que en eso no estaremos nunca de acuerdo.

—No.

—No importa, aquí no estamos para eso. En nuestra Patria no te sería tan fácil, Ernesto. Con suerte, estarías en la cárcel ¿Mmm?

—Pero estamos aquí. Usted y yo, los dos, estamos aquí.

—Es verdad, en fin, estamos aquí. En esa guerra, Ernesto, ¿has matado? ¿Has sido un asesino?

—Tal como usted, padre Sanjuán, he estado en batallas. Allí, como también muy bien lo sabe usted, el juego siempre consiste en matar o ser matado.

—¿A sangre fría? ¿A personas indefensas?

—No. A diferencia de otros..., siempre que usé mi arma fue en combate... y en esas condiciones nunca se sabe a ciencia cierta si son tus balas las que matan o las de otro.

—Y en eso puedes ver la misericordia de Dios que te deja lugar para que tu conciencia esté tranquila. Te sonríes... ¿Es que no me lo crees?

—Como usted dijo al principio, padre Sanjuán, soy rojo... y ateo. A diferencia de usted, no tengo ese beneficio. Cargo con mi conciencia por mí mismo.

—Te compadezco. Bueno, vamos al grano, Ernesto. ¿Te parece?

—Me parece.

—El Obispo, y estoy de acuerdo con él, ya ha dado su dispensa. El matrimonio puede llevarse a cabo bajo tu promesa de jamás entorpecer la fe de Engracia y que vuestros hijos se eduquen en las leyes de nuestra Santa Madre Iglesia. ¿Lo prometes?

—Eso ya se lo he prometido a Engracia.

—Para que haya matrimonio, para que recibáis nuestra bendición... Para que haya una ceremonia y puedas levantarle el velo a Engracia y besarla frente al altar, tienes que prometérmelo a mí... Aquí, ahora.

—Levantarle el velo...

—Sí. Le levantas el velo y la besas. ¡Joder, Ernesto! Es parte de la ceremonia. ¿Me lo prometes?

—Se lo prometo.

—Vale. No se hable más. Felicitaciones.

—Gracias.

—A pesar de todo, me caes bien, Ernesto.

—Igualmente.

—Mmm.

El padre Ambrosio Sanjuán se inclinó hacia la izquierda y abrió entonces una gaveta de su escritorio de la que extrajo una botella a medio llenar de Fundador Solera y dos copitas.

—¿Un trago, Ernesto? Es del bueno.

—Por supuesto.

Engracia y Ernesto se casaron el sábado 15 de mayo de 1948 en una ceremonia bendecida por el padre Sanjuán vistiendo, porque era verdad que Ernesto le caía bien, una de sus mejores y más hermosas casullas y les ordenó a los monaguillos que no escatimaran con el incienso.

Las fotos de la boda y el retrato de estudio de la pareja estuvieron a cargo del siempre habilidoso Oskar Weiss. Matías se esmeró en producir los más perfectos partes de matrimonio que nunca antes habían salido de su imprenta.

Sentada en uno de los bancos de la iglesia, Mercedes cargaba en brazos a su recién nacido hijo Aníbal y desde el Coro, Andrea Bosch cantó el Ave María. Álvaro se contuvo y no bebió demasiado.

Decenas de amigos de la pareja, incluidos los antiguos compañeros de baile de Engracia quienes viajaron desde Santiago, concurrieron a la ceremonia y a la fiesta en el Centro donde bailaron y cantaron jotas aunque ninguna de picadillo.

Por supuesto, pasodobles también hubo; el primero de todos, “Sombrero”.


Schubert, Ave María. Andrea Codulá canta para Engracia y Ernesto.

Ernesto parecía feliz y sonreía con ganas mientras levantaba su brazo derecho extendiendo los dedos de la mano que agitaba como si fuese un abanico y, sin embargo, no pudo apartar un leve pensamiento incómodo y algo de desasosiego cuando, mientras ya iba saliendo por la puerta principal de la antigua iglesia del Corazón de María con Engracia colgada de su brazo izquierdo, con puñados de arroz cayendo sobre sus cabezas entre gritos de parabienes y mientras todavía se oían las notas finales de la canción de Schubert, vio a su amigo Jesús Cárcamo orgullosamente montado en la que hasta hacía poco había sido su Cazadora Roja.

De luna de miel, Engracia y Ernesto fueron a Santiago ocupando un departamento en el tren nocturno. Ernesto no conocía ni el funicular del San Cristóbal ni los jardines del Santa Lucía y sin importarle su cojera, subió corriendo hasta el monumento a Vicuña Mackenna y en el mirador se hicieron sacar una foto que treinta años después aunque desteñida todavía conservaban. Disfrutaron el almuerzo de gambas al ajillo y calamares en su tinta con arroz blanco en el restaurante gallego cercano a la Estación Mapocho y después caminaron calle arriba hasta Providencia por el Parque Forestal. Se quedaron dos noches más en Santiago, despertándose cada mañana con el rumor de los pregones que llegaban hasta su ventana abierta desde los patios del Mercado y de la Vega invitándolos al desayuno. Luego, lo pensaron y se decidieron por un completo juego de vajilla de alpaca Mademsa en lugar de extender el viaje hasta Valparaíso y Cartagena. Eso, como la Victrola, quedaría para más adelante.

Once meses más tarde, a las tres y media de la mañana del lunes 4 de abril de 1949, con el cordón umbilical con dos vueltas enroscado en el cuello, nació Elvira en la clínica Temuco y el sábado nueve fue debidamente bautizada por el mismo padre Sanjuán. Don Nazario Borrajo fue el padrino y doña Eulalia Asín, la madrina.

La ceremonia de bautismo de Elvira.

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Última modificación: 22 noviembre de 2024.



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