Grosellas

  Hebras narrativas

(Des)Encuentros

Santiago, lunes 23 de junio de 1986

Un capítulo en el que se encuentran dos hebras.

Por un golpe del azar, Monche y Elvira llegan, la una de Madrid, la otra de Olympia, casi al mismo tiempo a Santiago del Nuevo Extremo una mañana de protestas.

A Ken y a Amy Kaminsky
en recuerdo del queso de cabra de Anguiano

Elvira había errado de un sitio a otro antes de asentarse en Olympia, donde enseñaba en un College innovador y liberal que le permitía vagar a su entero gusto por asuntos tan dispares como el lento cambio en los nombres de los ingredientes de la cocina sefardí en el exilio en Portugal y luego en Estambul y Amsterdam, o los muchos significados de quilombo, bacanal y papirusa del lunfardo rioplatense. Después de tres inviernos de asistente semi voluntaria en un parvulario de Umeå, donde nunca pudo soportar el frío ni la noche que en enero llegaba antes de las tres de la tarde, Elvira se asomó sonriendo una mañana de marzo por la oficina de Ramiro, llevando una botella de aquavit en la mano con la que se emborracharon el resto del día y de la noche, celebrando desnudos sobre los restos de nieve que todavía quedaban en el Gammlia Skogen, la ayudantía que por fin le ofrecían en Irvine prometiéndose, entre besos, hipos y abrazos, mantenerse en contacto pasase lo que pasase.

No pasó mucho tiempo antes de que dejaran de escribirse. Ramiro, un matemático genial, era también el autor de larguísimas novelas inéditas, pero era absolutamente incapaz de escribir una sola línea contando lo que recién le había pasado la semana pasada. En Irvine, por su parte, Elvira se olvidó pronto de Suecia y disfrutó varios años escribiendo una tesis dirigida por Ester Soriano en la que le seguía la pista a personajes diversos, repetidos en los más diferentes idiomas por cuentos y novelas de todas partes del mundo, concluyendo que, a pesar de sus chocherías seniles, Borges había tenido razón: todas las historias son variaciones de unas pocas únicas historias que incesantemente contamos alrededor del fogón o que nos susurramos bajo las sábanas. O bien se trata de construir una ciudad o bien de destruirla; o bien de un adulterio o de un incesto; de un primer amor o de uno maduro; de una partida o de un regreso.

Mientras tanto, a la salida de un acto de solidaridad con Chile, alguien le había presentado a Majid, un iraní agnóstico como ella que había cruzado a pie la frontera con Turquía y con el que fue feliz en la pequeña casita que compartieron varios inviernos lluviosos en Irvine, después de un cauteloso verano en el que ambos creyeron ir desprendiéndose de sus dolores viejos, mezclando sabores nuevos, aprendiendo a vivir las noches con pesadillas ajenas y criando juntos un perro vivaz y tierno rescatado de la perrera, hasta que Majid decidió aceptar la invitación de marcharse a Boston, obsesionado por averiguar qué les pasaba a los chips cuando se recalentaban y adonde Elvira, convencida de que para entonces ya no se amaban tanto como al principio, no quiso seguirlo. Sandy se quedó con ella y la acompañó con sus oscuros ojos tristes en su casa aun más pequeña de Olympia, hasta que un invierno más frío y nevoso que lo habitual se murió de viejo.

De vuelta del veterinario, Elvira echó una mirada al calendario que colgaba en la pared de la cocina: ese septiembre se cumplirían doce años desde la última vez que había salido de Temuco, pronto llegaría a los treinta y siete, y en los últimos meses se acumulaban las cartas en las que Ernesto detallaba insistentemente la mala salud de Engracia. Hojeó un par de papeles sobre su escritorio, escribió un par de palabras sobre una tarjeta amarilla y salió al porche. Con las manos entrelazadas sosteniendo su nuca, sentada en la mecedora que daba a la bahía, pensando indistintamente en Sandy, en Aníbal y en Majid, Elvira decidió que en junio viajaría a ver a sus padres.

Fue una increíble casualidad que su American coincidiera con el Iberia de Monche en Merino Benítez.

He tenido la ventaja de ser la confidente de ambos, de Elvira y de mi hermano Ramiro.
En un largo viaje en tren entre Temuco y Santiago, con dos botellas de Gato Negro, jamón serrano, quesos y dulce de membrillo de por medio, Elvira me contó un montón de historias que, obviando algunos detalles y pormenores, algunas se asemejaban a las que en varias ocasiones me había contado a su vez Ramiro.

Canales.
¿Quién de nosotras no ha conocido a un hijo de puta como Canales?

Monche, Elvira, Aníbal.
Aníbal y Ramiro.
¿Por qué no poner aquí a Gustavo?
Ramiro y Gustavo, mis dos hermanos; tan queridos; tan parecidos y tan diferentes; cada uno por su lado, con tantos sueños y tantas pesadillas.

Viviana me pidió que escribiese sobre ellos.
Como si fuese una historia verídica, como si fuese un cuento.
Recuerdo haber estado varias veces en el Lautréamont de calle Huérfanos. Recuerdo las pizzas, recuerdo los jugos de fruta.
Recuerdo a un camarero panzón, casi calvo, de humor variable según le cayera el día y con un inmenso diente de oro.

Recuerdo ese LP de Santana; esa Samba...

Para las protestas yo ya no estaba en Santiago, pero puedo imaginármelas.
Puedo imaginarme también; demasiado bien, cómo veía Monche a Elvira.
Cómo veía sus desencantos y sus dudas.

Recuerdo; imperfectamente, pero recuerdo.
Imagino, invento un poco.
Escribo.


Marlene Herrera Berkoff
Vancouver, Agosto de 2010



Cuando Monche le dijo que venía al funeral de Mercedes, Elvira recordó el intenso aroma de la sopa de ajo que les había preparado la noche que ella se quedó en su casa con Aníbal, después de casi veinte años todavía viva en su memoria.

—Oh, Monche. Lo siento, lo siento mucho —balbució, amagando un abrazo y un beso.

Monche asintió con la cabeza, respondiéndole el beso leve en la mejilla, pero sin llegar a abrazarla tampoco.

—¿Cómo estás?

—Agotada. Fue un lío salir corriendo a toda carrera y conseguir que alguien se hiciera cargo de los críos a última hora; pero bien, estoy bien.

—Pero, ¿...y?

—¿Qué? ¿Xavier? Ni preguntes; es todo un novelón.


El temporal de viento y de lluvia que pasaba por Temuco había retrasado la partida del avión hasta la tarde y, a pesar de las amenazas de protestas que se anunciaban en las pantallas de televisión encendidas en el aséptico restaurante de mesas de aluminio y de fórmica, decidieron escaparse por unas horas a Santiago. Monche tenía el antojo de comer una pizza en el Lautréamont de calle Huérfanos y Elvira quería comprar ya el casete de Los Prisioneros en una tienda de Agustinas.

Nasim Mohor Cifuentes, el taxista que las llevó hasta el centro e hincha antiguo del Palestino a juzgar por el banderín descolorido que colgaba del espejo retrovisor, no paró de refunfuñar en todo el camino. No pudieron saber si lo que más le molestaba era la neblina, o los pacos apostados con sus lumas, cascos y escudos de espaldas a las rejas de la Estación Central, o los grupos de estudiantes que ocupaban la mitad de la calle frente a la USACH, o el humo de los neumáticos ardiendo a la distancia, o el picor de los gases lacrimógenos que hacía tiempo que ninguna de ellas conocía, o la inmensa estupidez de sus despistadas pasajeras.

Elvira cerró la ventana y buscó un pañuelo en su bolso de esparto, Monche juntó sus rodillas con fuerza y apretó el suyo contra el regazo mientras miraba atenta hacia adelante y a ambos lados. Por fin, arriba de calle Dieciocho, todo parecía más en calma y con el mismo caótico movimiento vehicular cotidiano. Sin que Elvira se atreviese a protestar, aunque no había sentido el olor de un Fresco desde sus años de adolescente, Nasim Mohor continuaba exhalando asqueroso humo mentolado de los cigarrillos que ininterrumpidamente colgaban uno tras otro de sus labios delgados y azulinos, y viró brusco por Amunátegui deteniéndose con cautela en la esquina con Huérfanos.

—Hasta aquí no más las dejo; los señores de verde tienen cerrado el paso de vehículos alrededor de La Moneda —les dijo.



Santiago seguía igual que antes; sólo más viejo, más descuidado, más sucio y más feo. Elvira recordaba el olor dulzón del hierro y bronce viejo del centro, pero se había olvidado del hollín y del humo gris de las chimeneas que caía de las terrazas y tejados como una granulosa llovizna de herrumbre pegajosa. Bajando su gorro de lana morado hasta taparse las orejas, suspiró lanzando juguetonas bocanadas de vaho a la neblina. Le hubiera gustado hacer anillos con su vaho, como Aníbal los hacía del humo de los cigarrillos, pero nunca aprendió a hacerlo. Respiró hondo de nuevo y sintió hambre.

—¿Queda cerca? —le preguntó a Monche.

—Faltan menos de tres manzanas —le contestó ella.

Los cuatro pacos de guardia en la esquina de Teatinos no les apartaron la vista cuando ellas pasaron lentas, leyendo curiosas los grafitis recién pintados a toda carrera sobre las murallas a lo largo de toda la manzana. Todavía mirándolos de reojo, Monche tropezó contra una de las baldosas rotas que plagaban la calle, cogiéndose de la mano de Elvira para no caerse, echándose ambas a reír, por fin menos tensas la una con la otra y casi relajadas.

Fue ahí que volvieron a mirarse: Monche, delgada, ojerosa y pálida, pero como siempre animosa; impecable con su falda azul marino, su chaquetón de terciopelo negro y sus botas altas. Elvira, con más arrugas en la frente, bajo los ojos y alrededor de sus labios tersos, pero como siempre casual y despreocupada.

—Es bueno verte, Elvira.

—Lo mismo te digo a ti —le contestó ella, ahora sí abrazándola y respondiéndole los besos en ambas mejillas.

—Besas como una española ahora.

—¿Qué quieres? Las malas y las buenas costumbres se pegan.

—¿Y qué otras buenas costumbres se te han pegado?

—¿Buenas? La de no hacerme ilusiones ni ser zalamera.

—No te recuerdo zalamera.

—Pues ahora lo soy aun menos. ¿Caminamos?

—Vamos.



El Lautréamont estaba casi vacío cuando llegaron.

Sentado en una de las mesas del fondo había un viejo enteco, de abrigo negro salpicado de agua lodosa, suéter marrón, camisa blanca sin corbata abrochada al cuello con un botón verde, con una boina raída que le llegaba hasta las cejas, sorbiendo con ruido los trozos de marraqueta que untaba en su café con leche.

Por un momento, Monche se preguntó si acaso no sería Rodrigo Llagostera, el mismo porte, la misma boina negra, la misma mirada intensa de sus ojos oscuros bajo esas cejas grises, largas y pobladas como cerdas, cuando levantó la cabeza escudriñando a las recién llegadas.

Negando para sí con la cabeza, Monche sólo sacudió el aserrín que se había adherido a sus botas e hizo un mohín de tristeza; cierto que más por Llagostera que por sus botas.

Dándose vuelta, tomó del brazo a Elvira, guiándola hacia el lado de la ventana semi cubierta por los anuncios de ofertas y de descuentos. Ahora se veían más pacos encasquetados en la calle y dos escolares pasaron corriendo llevando una bandera roja enrollada sobre un coligüe de más de dos metros de largo.

—Esta era mi mesa favorita —le dijo Monche. Me quedaba horas aquí viendo pasar a la gente.

—Yo hacía lo mismo; pero en un boliche en calle Rosas. Es raro que nos viéramos tan poco en ese tiempo. A lo más, en las marchas.

—Nos separaban más años. Ahora somos igual de viejas. ¿Quieres pedir?

—Sí; tengo hambre.



Estuvo claro que el camarero, más panzón, con más arrugas y con más canas, pero con el mismo diente de oro de antes, sólo fingió reconocerla cuando Monche se lo preguntó. De todas maneras, les trajo bien rápido sus pedidos: una pizza de jamón, morrones y choricillos para ella; de tomates con aceitunas negras para Elvira. Jugo de naranja para ambas.

—¿En qué pensabas tú cuando veías pasar la gente? —le preguntó Monche.

—¿En ese tiempo? Además de bobadas, creo que pensaba en cómo terminaría todo. Siempre fui menos optimista que Aníbal.

—Conociéndote, seguro que lo echarías de menos.

—Nos veíamos de vez en cuando. Pero teníamos celos y él no soportaba ver a Ramiro.

Monche dio un respingo, sin ocultar su disgusto.

—¡Mierda...! Esta pizza es una mierda —espetó, sin apenas probarla.

—La mía no está tan mal... recalentada... reseca; pero sabrosa.

—Discúlpame; no me hagas caso. Estoy cansada; apenas he dormido las últimas dos noches.

—No es para menos.

—Empezó a llover de nuevo —dijo Monche, encendiendo un Ducado.

Dejó su zippo amarillo sobre la mesa de fórmica gris oscuro, todavía sosteniéndolo con dedos apretados, mientras con su mano izquierda jugueteaba inquieta con la estrella de seis puntas de plata colgando de su cuello por una cadena de sisal color granate. Viéndola, Elvira pensó, quizás, en Amparo; pero sobre eso no le dijo nada. Respiró con fuerza, sin embargo, el humo denso y picante del cigarrillo de Monche.

—Fumas de los fuertes. ¿No vas a comer?

—No. La verdad es que sólo tengo sed.

—Prueba tu jugo.

—Está bueno; vaya, como siempre delicioso.

Monche probó otros dos tragos cortos antes de quedarse de nuevo ambas en un silencio demasiado largo.

—Monche, tengo un regalo para ti —le dijo por fin Elvira mientras hurgaba en su bolso.

—Vaya, ¿y se puede saber qué es?

—Es una caracola que Aníbal me trajo de su viaje a Cuba.

—No me digas; de Aníbal. ¿Y la llevas siempre contigo?

—Mmm, mmm.

—¿Estás segura de que ya no la quieres, Elvira?

—Pensé que podríamos compartirla: cuando nos encontremos de nuevo, me la das de vuelta y entonces la tengo yo.

—Tendremos que vernos más seguido y, con suerte, no esperar a que haya una muerte de por medio para encontrarnos.

—Tiene una historia triste. Aníbal me la dio en Temuco la tarde en la que decidí dejar su cuchitril de Bustamante.

—¿Un regalo de despedida?

—Ese día todavía no sabíamos que estábamos despidiéndonos.

—Pues tú sí que tienes suerte: mis despedidas son a bofetadas. No dejan lugar a dudas.

—El rollo nuestro fue diferente: un largo despedirse de a pedacitos, sin nunca decidirnos a nombrarlo.

—Mmm, Elvira, perdóname, pero tengo que hacerte una pregunta. ¿Tú te enredaste con Ramiro antes o después de romper con Aníbal?

Elvira se limpió lentamente los labios con la servilleta de papel, comprobó que no hubiera en ella ya ni sombra de salsa, la hizo una bola perfecta antes de dejarla sobre el plato y, luego de otra pausa larga, le contestó.

—Después.

—No es eso lo que yo oí.

—Habrás oído mal.

—No creo haber oído mal.

—Monche, escúchame bien por si te hace falta: Ramiro y yo nos hemos enredado muchas veces, como tú dices. A veces por mucho tiempo. Pero, si lo que quieres saber es cuándo me acosté con él por primera vez, entonces la respuesta es que fue después de que Aníbal y yo dejáramos de ser una pareja. Mucho después de que él volviera de Cuba.



Cuando esa tarde Aníbal me tocó el hombro invitándome a seguirlo a la cafetería, no tuvimos que decirnos nada más. Salimos tomados de la mano de la asamblea y con toda la naturalidad del mundo entramos a la Capilla del Carmen. Nos dimos un beso e inmediatamente supimos cuánto habíamos crecido desde que de niños compartíamos mazapanes en el caserón de Maruja Balsera. Yo quise amarlo de una vez ya ahí mismo y quise que él me amara ahí mismo también.

Decidir irme con Aníbal a su cuchitril de Bustamante fue cosa de un segundo; subir mis cajas de libros por esa escalera estrecha y empinada, una hazaña de acróbatas; hablar con mi madre después de quién sabe cómo le llegaron las noticias, una pesadilla; hacer que Aníbal dejara a un lado sus resistencias y se dejara simplemente querer y amar, una tarea sin término.

—¿Qué habrías hecho, si yo no me hubiera venido a vivir contigo?

—Difícil imaginármelo, Flaquita. Hoy no puedo pensar en nada mejor que tenerte aquí conmigo.

—¿Solo hoy piensas eso? Tan gentil y tierno cuando quieres, tonto lindo. Mírame, Aníbal. ¿Te gusta verme?

—Sí, pero ven, cúbreme, tengo frío.

—¿Viste? Te cubro, te tapo, te caliento, te doy otro beso.

—No te bajes, caliéntame otro poco.

—¿No te calenté ya lo suficiente?

—Ahí sí, ahora ya me estoy calentando de nuevo.

—Te calientas fácil.

—Culpa tuya.

—Me encanta que sea culpa mía.

—Y a mí me gusta saber que no me haces trampa.

Sin embargo, esa tarde otra vez me preguntaste, si te había engañado cuando te gané al cara o sello el lado derecho de la cama.

¿Por qué te importaba tanto eso, mi amor?
¿Te daba miedo dormir del lado de la pared?
¿Querías poder escaparte rápido?
¿No me creías?

Yo nunca te habría engañado, Aníbal. Nunca. Podría enloquecer, volverme mala y dejar de amarte, quizás, pero nunca engañarte.

Quería protegerte, mi amor; prometerte que sería valiente y que nunca más iba a permitir que tu papá o nadie te pegara de nuevo por mi culpa.

Quería respirar contigo, acercar mis pechos a tu espalda y abrazarte; apretar mis piernas contra las tuyas; dibujar tu cara, tu boca, tus ojos, con mis dedos; acariciar tu panza; compartir un mazapán, otro chocolate contigo; leerte una canción, un poema, todo un libro.

Quería que te quedaras quieto; que desenredaras con paciencia mi pelo; que me dejaras darte un beso en el parque y caminaras conmigo a pasos lentos.



Enredarse quizás sea, en verdad, la palabra más justa. Enredarse entre palabras amables, entre papeles de colores, entre olores de especias, entre canciones cálidas y entre gestos sutiles.

Distraído como siempre, Ramiro tenía una dirección equivocada cuando llegó a Santiago. Ahí estaba —en la esquina de Catedral con Maturana— con un inútil papel en la mano, una maleta en la otra y la inmensa mochila militar de su abuelo, coronada con su bolsón de cuero a la espalda.

Yo venía de vuelta de una de mis noches en casa de Begoña y me reí al verlo ahí, sudando, acalorado, con sus bototos y, como la primera vez que lo vi en la Círculo de Temuco, con su impermeable negro.

Fue una casualidad feliz. Un estudiante de veterinaria, frustrado porque su escuela continuaba tomada por los momios, se había vuelto a su casa en Osorno hacía un par de días, y Ramiro pudo instalarse esa misma tarde en un cuartucho a pocos pasos del mío. Compartíamos la misma mesa a la hora de la comida y casi todas las noches, pasadas las once, yo oía golpear la puerta, y antes de que alcanzara a contestarle, él entraba con ganas de charlar conmigo o de escuchar uno de los elepés de su colección de rock progresivo la que, sin un tocadiscos decente en su cuarto, poco a poco había ido depositando en el mío.

Fue allí, liándose un pito, recostado en mi cama o tendido de espaldas sobre la alfombra, que Aníbal lo veía, saludándolo a regañadientes, impaciente porque se fuera pronto, las veces que aparecía rápido, como una ráfaga brusca e inesperada, con el ánimo de pasar la noche conmigo o dejarme recados para Gustavo.

Con mucho tiempo libre para los estudios independientes que le asignaban en su escuela luego que descubrieran que era capaz de dominar por su cuenta en un par de semanas los cursos del semestre, Ramiro se pasaba horas sin fin escuchando a Mason y a Barrett; a Lake; a los Parra y al “Gato” Alquinta; a Sazo y a González.*

Luego garabateaba fórmulas en sus pequeñas hojas cuadriculadas que dejaba, transformadas en aviones, en tortugas o en garzas de picos torcidos, sobre mis libros, bajo mi almohada, entre las varillas de incienso o colgadas con hebras de lana celeste de las cortinas, de las repisas o del techo.

No había cambiado mucho en ese año y medio: todavía llevaba a todas partes su bolsón de cuero repleto de libros, pero se veía más fuerte que antes y le venía bien el bozo que se había dejado crecer sobre el labio. Recordó mi cumpleaños y cuando volví de la ducha esa mañana, encontré colgando del gancho de mi puerta un sobre rojo con veintidós guijarros color turquesa dentro.

Loco simpático Ramiro.

Todavía sin acabar de vestirme, busqué en mi cartera el poema que me había regalado en la Círculo y lo leí de nuevo pensando en sus manos torpes, apresuradas y, ciertamente, inexpertas; en su sonrisa de gato consentido, en sus irritantes malos modales y en sus gestos extemporáneos; pero también pensé en sus ojos transparentes, en su inteligencia ingenua, en sus oídos atentos y en sus dedos tiernos de uñas comidas.

Besé mis propios dedos imaginando que podrían ser los suyos, pensé en mi propio musgo y en mi propia espuma.
¿Te parecían todavía inagotables, Ramiro?
¿Suaves?
¿Fragantes?
¿No querías que te los enseñara?
¿Qué dirigiera tus manos hacia mis cálices?
¡Qué locura más subyugante!
¡Qué delicia la mirada de tus ojos marrones!

Era verdad.

Yo dejaba que Ramiro me viera. Me deleitaba que escuchara mis cuentos, que me contara sus cosas, que me hablara de fórmulas y de ecuaciones aunque yo no las entendiese, que me describiera los ritmos secretos de una caracola, que buscara palabras en el diccionario para preguntarme por las mías. Me enternecía que quisiera seducirme con ellas, loco de ganas, aunque no se atreviera a mostrarlo, o no supiera cómo hacerlo.

El domingo después de la despedida de Gastón Carbonell, Begoña me dejó en la esquina de Bustamante con Bilbao. Yo seguía pensando en esas arrugas y bolsas cansadas alrededor de los ojos de Odilia, enmarcando su mirada lejana y perdida, embotada con el valium; en el gesto firme y suave de sus manos pequeñas, cortando despacio los trozos de torrijas; en la avidez serena con la que se fumó su Ducado. Me dolía el estómago su historia, sentía náuseas; vergüenza por mi resaca y rabia por mi noche con Marco Canales.

—Qué cara tienes. ¿Seguro que estás bien? —me había preguntado esa mañana Begoña, entrando a la cocina donde yo ya bebía mi segunda taza de café, sosteniéndome la cabeza entre mis manos.

—Canales se quedó aquí conmigo anoche. Bueno, parte de la noche. Espero que no te moleste.

—Cuídate de esos intelectuales de pacotilla, Elvira. Te van a querer mientras les mires con los ojos embobados, pero ¡ay de ti!, cuando les pises los callos.

—Creo que ya se los pisé.

—Pues entonces, cuídate.

—¿Qué quieres que te diga, Begoña? Ya me las hizo pagar.

—Jugaste tus cartas, Elvira. Pero él es más ducho que tú.

—Tú lo sabías.

—Conozco a los cabrones como Canales.

—Y no me dijiste nada.

—¿Es que me hubieras hecho caso anoche?

—No.

—Entonces, ¿para qué?

—Ya no me importa, Begoña; pero Canales es peor de lo que te imaginas.

—Me lo temía.

Pero no era verdad; me importaba. Al otro lado de Bustamante se veía la casa alta y estrecha con el patio lleno de madreselvas y rododendros al que Aníbal y yo nos asomábamos riéndonos desde su cuchitril.

¿Por qué nunca dije que tu cuchitril era también el mío? Yo, allegada provisoria a tu vida de pájaro; a tu vida liviana y breve.
¿Cuál fue nuestro trato, Aníbal?
¿Cuándo fue que comenzaste a irte?
¿O es que nunca, en verdad, estuviste del todo conmigo?
¿Estuve yo contigo?

Me pesaba saberte lejos y me costaba aun más separarnos, poner distancia entre tú y yo, sin que todo sonara a bolero o a tango.
Canales fue mi bravuconada, mi exorcismo, mi sahumerio con olor a canela, a naranjas y a clavos, con el que me quemé los dedos.
Paréntesis pegajoso y estúpido que no lavó una ducha larga.



Había llegado ya a la Alameda y la Feria del Disco estaba abierta. Entré. No sabía mucho sobre Santana, pero vi en seguida el póster de Abraxas, el elepé del que Ramiro había estado hablando desde hacía semanas. ¿A quién podría no fascinarle esa carátula de virgen negra, desnuda, voluptuosa; esa Anunciación sacrílega, cósmica y pagana?

Decidí regalárselo.

Pero quise esperar hasta su cumpleaños en agosto y, mientras esperaba, pensé que sería divertido encontrar la cita original del Demián para incluirla en la dedicatoria sobre el papel de seda turquesa con el que envolví mi regalo que le entregué ceremoniosamente, imitando su gesto circense cuando él me dio a mí su poema:

—Para el loco simpático, creador de metáforas, acróbata de números y de palabras, origamista consumado... ...ich nannte es Mutter, ich nannte es Geliebte, nannte es Hure und Dirne, nannte es Abraxas.

Se había sorprendido de veras esa noche cuando entró a mi cuarto iluminado por esos dieciocho velones amarillos, fucsia y verdes que distribuí sobre el suelo y las repisas; perfumado con el pachulí que derramé sobre la colcha, pachulí, siempre pachulí; con el humo del incienso quemándose lentamente junto a una de sus gaviotas cuadriculadas y, otra vez el aire, impregnado por el vapor del vino con clavos, ciruelas secas y naranjas, hirviendo a fuego lento sobre la anafe.

Se rio de mi terrible pronunciación y entonces yo le pedí que me enseñara.

Mutter, Hure, Dirne —dijo lentamente Ramiro.

Gurre, gurre —repetí yo.

Jurre —repitió Ramiro acercando sus labios, para que yo se los viera mejor.

—¿Jurra?

Eeh —repitió Ramiro. Jurre, jurre.

—¿Jurre?

—Sí.

Jurre.

—¡Bien! Jurre, dirne. Elvira: jurre, dirne, muta.

—¿Me estás enseñando a pronunciar o me estás diciendo que soy una puta marrana?

Geleibte.

Geleibte. ¿Y eso, qué es lo que quiere decir?

Geleibte. Amada, amante.

Geleibte.

—Me gusta tu collar de abalorios.

—¿Todavía sueñas conmigo, Ramiro?

—¿Qué crees?

Bésame..., bésame.






Monche encendió otro de sus Ducados y aspiró profundo. Con la cara vuelta hacia la calle vio la lluvia gris que comenzaba a caer abundante de nuevo y a la muchedumbre de estudiantes que comenzaba a aglomerarse en las aceras. Exhaló el humo que rebotó ridículo, silencioso y flácido sobre los cristales sucios.

—No sé por qué, Elvira, pero no te creo.

—Me importa un rábano lo que tú creas o no, Monche.

—¿Para qué negarlo ahora, Elvira?

—Ramiro y yo nunca hemos sido una pareja, Monche. Nos enredamos, como tú dices, pero nunca hemos querido amarrarnos.

—¿No? Linda diferencia la tuya.

—Monche, no tengo ningún empacho en decírtelo: nos hemos acostado montones de veces; pero libres. Libres... como quería Aníbal. ¿Estás contenta ahora?

—No se trata de eso.

—¿No? Te cuento más: Otras veces, aquí, cuando vivíamos en la pensión de Maturana o allá, en Umeå, simplemente hemos pasado el tiempo juntos, como dos amigos. ¿Satisfecha ahora?

—Todo eso está muy bien, Elvira; pero aquí en Santiago tú todavía estabas con Aníbal.

—No es tan así, Monche. Aníbal pasaba por la pensión sólo cuando necesitaba echarse un polvo.

—Él te quería.

—Yo lo quería a él también; pero su prioridad era otra.

—¿Qué te esperabas? ¿Quién te crees que eres? Tú nunca entendiste a mi hermano, Elvira. Aníbal siempre te quedó grande.

—Lo suyo era un sueño.

—Él nunca dejó de creer que era posible, que valía la pena.

—Y yo lo admiraba por eso.

—Pero no lo suficiente como para esperarlo ¿verdad?

—Como si fuera su abnegada noviecita, no. Una vez lo hice, en Temuco; después ya no.

—Él quería una compañera, no una noviecita. Tú no fuiste ni una ni la otra, Elvira.

—Una compañera... No, Monche. No idealices tus recuerdos ni repitas tú palabras huecas y añejas tampoco.

Los pacos se habían replegado hasta Ahumada, se aglomoró más gente en Huérfanos: estudiantes, oficinistas, transeúntes despistados; las tiendas de la acera del frente habían cerrado sus puertas y bajado las cortinas metálicas; se oía el rumor de consignas a lo lejos, el zumbido de un helicóptero. El camarero del diente de oro se asomó a la acera a ver qué pasaba, regresó enseguida y fue a paso rápido hasta la trastienda.

—Esquivas el bulto, Elvira; siempre escudándote en esa eterna duda de mierda que tienes.

—Monche, no trates de darme lecciones tú a mí.

—Ese día Aníbal te había dado un punto. Tú no fuiste.

Punto. Íbamos a conversar de lo nuestro, Monche. Ese día no era un punto.

El camarero del diente de oro volvió y les hizo señas que se pusieran de pie.

—Igual no fuiste.

—No pude.

—¿Por qué? ¿Te quedaste dormida? ¿O es que estabas follando con Ramiro?

—Eso... Eso, Monche, a ti no te importa.

—Qué mierda, Elvira. Pero da igual; no cambia nada.

Ahora ya había gritos destemplados en la calle. Dos hombres y una mujer pintaban un grafiti en la pared del frente; los hombres con brochas anchas; la mujer fileteaba rápido. Otro, un hombre alto, joven, pelucón, desgarbado y con cara de niño asombrado, sacaba fotos. Oyeron más gritos, luego un ruido seco y enseguida el de la estampida de la muchedumbre corriendo. Por fin Monche y Elvira se pusieron de pie. Elvira levantó la voz y continuó hablando:

—Para mí hubiera sido distinto, Monche.

—¿De qué te sirve eso ahora, huevona?

Elvira abrió la boca para contestar, pero su gesto de enojo se transformó en un grito de espanto cuando el cristal de la ventana saltó hecho pedazos y el Lautréamont se llenó del humo azulado y picante de una bomba lacrimógena. Quisieron salir a la calle, pero el camarero del diente de oro corrió más rápido que ellas y cerró la puerta con llave.

—¡Por el fondo! ¡Por el fondo! —gritó.

—¡Rápido! —dijo el viejo de la marraqueta, sosteniéndoles la puerta de la cocina.

Siguieron al camarero del diente de oro por el pasillo que daba a una bodega oscura y húmeda. Después de atisbar el callejón por una rendija, el camarero abrió la puerta de hierro y entonces salieron todos corriendo hacia la lluvia.

Marlene Herrera Berkoff



Cuando revisé esta sección escrita por Marlene, quien en su exilio en Vancouver fundó esa ONG que se dedica a la prosaica tarea de enseñar a los recientes inmigrantes provenientes de Afganistán o de Malasia cómo abrir cuenta de banco o matricular a sus hijos en la escuela pública, no pude dejar de pensar, de sentir más bien, que de leerla Monche seguramente reconocería el mismo desfase que en sus conversaciones con Eyleen y con el viejo Rodrigo Llagostera en el Bierstube calificó de surrealista: allí o aquí en el Lautréamont, dos (o más) realidades paralelas que no se tocan.

Conociendo a Marlene, escéptica y pragmática, creo que en su escritura de este desencuentro ha diseñado tal desfase completamente a propósito.

Evaristo Feliú

Las hebras se bifurcan nuevamente.
Luego del funeral de Mercedes, Monche y Viviana viajan a Caburga donde beben kirschwasser y hablan; Elvira viaja con sus padres hasta Curacautín donde salen de caza.

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Volvamos a la hebra de Monche:

Junio de 1986: Kirschwasser.

🎧 Canción: Yan Tiersen.

🎵 YouTube: Verano del 78.



Última modificación: 6 de octubre de 2024.



  Hebras narrativas




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