Grosellas

  Hebras narrativas

—¿Es usted extranjero? —le preguntó la mujer, como si eso tuviera mucha importancia.
Equis se fastidió.
—Sólo en algunos países —le contestó— y posiblemente no lo seré durante toda la vida.
Cristina Peri Rossi
La nave de los locos

El tren parte en dos al pueblo
como cuchillo que rebana pan caliente.
Jorge Teillier
Los trenes de la noche y otros poemas

La llegada

Temuco, septiembre de 1939.

Espirales, queltehues y cochayuyos.
El viernes 1º de septiembre de 1939, a las siete de la mañana y después de casi doce horas de viaje desde Santiago, Ernesto llegó en el tren nocturno a Temuco.

El tren nocturno llega a Temuco.

Con sus ojos entrecerrados y enrojecidos por el humo de los cigarrillos y el sueño, Ernesto Codulá Bosch miró hacia el andén a través de la doble ventana, cubierta la externa de gotas de lluvia y la interna de vaho en el que maquinalmente dibujó una espiral abierta.

Ernesto dibujó una espiral abierta...

Se levantó de su asiento, se ató sus botas militares deformadas por el uso de años en trincheras de piso de lodo y de escombros, metió su camisa de tela tosca y que alguna vez había sido blanca en sus pantalones de pana marrón, echó un bostezo largo, tosió dos o tres veces y, cogiendo su maleta desde la parrilla, caminó despacio por el pasillo del vagón estirando sus piernas entumecidas, sorteando con cuidado canastos de mimbre de los que asomaban quietas cabezas de gallinas curiosas y de gansos de ojos azules somnolientos. Llegado a la plataforma, giró a la derecha, cruzó el umbral de la puerta, bajó del tren y se alisó su pelo castaño con los dedos de la mano izquierda. Comenzó a caminar, pero en seguida se detuvo por un segundo y torció levemente el cuello hacia arriba; a sus veintidós años, por primera vez en su vida Ernesto había oído el graznido de los queltehues.

Queltehue, Vanellus Chilensis
Foto: Charle J. Sharp; Creative Commons.

Los queltehues, llamados también trailes, una voz onomatopéyica que intenta imitar el sonido de su graznido característico, son abundantes en el Sur de Chile. A Ernesto, de origen campesino (pastor de ovejas y leñador furtivo en los bosques del rey), debió sin duda sorprenderle tal graznido y de ahí que se detuviera por unos segundos a su llegada a la estación de Temuco. En más de un sentido estos graznidos funcionaron como una bienvenida a su nueva ciudad de residencia.

Hace muchos años, cuando hacía poco que me había mudado a Estados Unidos, le escribía a uno de mis amigos todavía residente en Temuco cómo el sonido semi urbano se había transformado para mí desde el graznido de los queltehues hasta el graznido de los cuervos.

RESF

Ernesto sintió que le dolía la espalda y tenía un mal sabor en la boca tras mal dormir sobre los asientos de madera de ese vagón polvoriento, desvencijado y con fuerte olor a herrumbre que, tras doce horas de viaje con paradas interminables en medio de estaciones solitarias y oscuras, lo dejaba por fin en Temuco.

Se detuvo otra vez y miró a ambos lados antes de seguir.

Tenía algo de Alonso Quijano en lo alto, enjuto y desgarbado; con una mirada intensa que resaltaban sus ojos azulinos enmarcados con unas cejas tupidas como cepillos. No comía desde ayer y tenía la boca reseca, pero más tenía ganas de orinar de nuevo; se sopló con fuerza las manos y se subió el cuello de su chaqueta intentando capear así la humedad y el frío. Entre el enjambre de hombres arropados con sombreros alones y ponchos de lana que recibían a los viajeros, trató de encontrar algún rostro parecido al de la foto que le había enseñado su madre en Lérida antes de salir. Vio a dos hombres con traje y corbata que le parecieron vagamente similares; otro vestido de mono azul y con una lámpara de carburo encendida en la mano izquierda, pero no, ninguno de ellos era él. Su tío Antoní no se veía por ninguna parte. Dio dos pasos más y frunció la boca; todavía le escocía su aún no completamente cicatrizada herida en la cara externa de su pierna derecha, tres centimetros debajo de la rodilla.

Inclinó el cuerpo y se rascó.

Indeciso, consumió todo un Premier antes de cruzar las rejas de hierro y salir de la estación hacia la Avenida Barros Arana cuando ya despuntaba el sol a su espalda asomándose sobre el cerro Conún Huenu y abriendo un claro entre las nubes negras. Echó su mano al bolsillo interior de la chaqueta y sacó unos pocos billetes; contó cuatro marrones de un peso, tres azules de cinco.

Asintió.

Edificio Marsano en la calle Barros Arana frente a la estación de ferrocarriles.
Construido en 1928, junto a las carretas de bueyes cargando cochayuyos, el edificio Marsano debió de haber sido una de las primeras impresiones de Ernesto al llegar a Temuco.

El edificio Marsano de Temuco es uno de esos llamados emblemáticos, porque es uno de los pocos, casi el único, de los edificios construidos a comienzos del siglo XX que todavía subsisten en la ciudad.

El edificio Marsano tiene una significación muy especial para mí (el autor real —de carne y hueso— de Grosellas). Por muchos años la segunda planta estuvo ocupada por el Hotel Petit, regentado por la catalana Adela Monet Vidal, cuyo hermano, Enrique, era nuestro casero, vecino, visitante frecuente a la sobremesa después de la cena y coterráneo. Dos veces al año mi familia y yo cenábamos en el Hotel para la celebración de Santa Adela y de San Enrique.

Doña Adela se esmeraba con el opíparo menú de la cena, el cual, con pequeñas variaciones, era de esta manera:

Poco después de la cena comenzaba el baile: pasodobles, chotis, boleros, tangos; a veces, también cumbias. Finalmente, pasadas las doce de la noche, emprendíamos (mi familia y la de don Enrique) el regreso a pie hasta nuestras casas vecinas en la Avenida Caupolicán.

Las cenas en el hotel de doña Adela es uno de los más claros y bellos recuerdos que tengo de mi infancia en Temuco. La larga caminata nocturna de vuelta a casa por calle Miraflores, a veces con cielo despejado y luna llena, a veces bajo una lluvia de invierno torrencial, siempre con las calles casi desiertas, era misteriosa y fascinante.

RESF

Ernesto siguió con mirada curiosa a la carreta de bueyes cargada de cochayuyos; curioso más por los cochayuyos que por los bueyes que pasaban parsimoniosamente salpicando los adoquines con mierda y el aire con el vaho gris que les salía rítmicamente de sus morros belludos desde que les colgaba una copiosa baba amarillenta. Sus ojos se encontraron con los del campesino mapuche quien, calzado con ojotas y calcetines de lana y caminando a paso lento frente a la carreta, cargaba una larga garrocha sobre el hombro cubierto por su poncho negro con simétricos dibujos blancos.

Fueron sólo tres segundos, una leve inclinación de la cabeza por parte de Ernesto que el campesino respondió con un gesto imperceptible y luego siguió sin más su camino.

Cochayuyos Alga comestible, muy popular en el sur de Chile; a menudo comercializada por los campesinos mapuche de las regiones costeras.
Foto: Carlos Figueroa Rojas; Creative Commons.

Ernesto caminó entonces a pasos largos hasta el último taxi que quedaba estacionado cerca del bordillo de la calle de adoquines todavía mojada y ahora brillante con los rayos de sol que dubitativamente comenzaban a calentar.

—Buenos días. Lléveme a Matta 530 —le pidió al chofer después de subir con su pequeña maleta de cartón atada con hilo de sisal morado.

El taxista se le quedó mirando y se echó a reír.

—Agradezca, coño, que soy honrado, que si no, le doy un paseo.

—¿Un paseo? —le contestó Ernesto, ahogando un sobresalto.

—Es aquí, a cuadra y media.

EF



For New Beginnings
A los veintidós años, sobreviviente de una guerra civil, Ernesto comienza su vida en Temuco.



La almoneda.


Última modificación: 11 de agosto de 2024.



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