Misa del domingo
Monche la llamaba la vieja bruja y también yo por mucho tiempo la odié con toda mi alma, deseándole todas las penas del infierno cada vez que pensaba en ella. No solamente las monjas le habían dejado claro a Mercedes que «no era para nada apropiado ni para nadie conveniente» que su hija apenas se atrevían ellas a nombrarla volviera al colegio ese año, sino que Tomasa, una vez que con su mano de hierro tomó control de todo, ni siquiera permitía que nos viéramos después de clases.
¡Pobre Monche!
Y pobre de mí, también.
Recuerdo lo sola que estuve todo ese año, esperando ansiosa durante toda la semana la misa del domingo a la que Monche y yo asistíamos religiosamente, no porque sufriéramos un súbito ataque de devoción, sino porque era una de las pocas oportunidades seguras que teníamos de sentarnos muy cerca, casi dejando que nuestras rodillas se tocasen, cuchichear por lo bajo sin prestar ninguna atención a los rezos, intercambiando larguísimas cartas en las que detallábamos nuestras cuitas y penas; yo todavía con las monjas; Monche en el Liceo de Niñas.
Allí al menos, en la misa del domingo, Tomasa nos dejaba hacer tranquilas, sin duda sospechando la verdad, pero permitiéndonos a regañadientes ese respiro que en el fondo ella, conocedora también de censuras y de encuentros furtivos, bien sabía lo mucho que lo necesitábamos.
Viviana Altman
☞ Rizo:
Cuarenta años después, Monche escribe sobre ella y Carlos Labarca:
El vuelo de la gaviota.
☞ Rizo:
El sueño del 18 de diciembre:
Pesadilla.
☞ La hebra de Monche:
Directo a Primavera del setenta.
Última modificación: 24 de agosto de 2024.