Grosellas

  Hebras narrativas

Madrid
Monche camina por Madrid.

Navega velero mío,
sin temor,
que ni enemigo navío,
ni tormenta, ni bonanza,
tu rumbo a torcer alcanza,
ni a sujetar tu valor.

José de Espronceda
Canción del pirata


Madrid, Madrid, Madrid
Cuando llegues a Madrid, chulona mía
Voy a hacerte emperatriz de Lavapiés
Y alfombrarte con claveles la Gran Vía
Y bañarte con vinillo de Jerez
Agustín Lara
Madrid

Monche en Lavapiés

Lavapiés, invierno de 1975.

Monche visita un piso en el barrio de Lavapiés de Madrid.

Necesitaría mucho más que una rosa roja para sobrevivir en Madrid; mucho más que una rosa roja para sobrevivir en cualquier parte del mundo.

Monche no dormía desde hacía meses y su memoria y atención apenas le permitían seguir el hilo de la conversación más trivial.

No. No era un efecto del golpe.

Al menos, no sólo un efecto del golpe.

Ya desde mucho antes del golpe, de hecho desde fines del primer año de Allende o, dicho de otra manera, desde fines de su primer año en la Escuela, Monche había dejado de seguir regularmente sus clases y ahora en Madrid decidió que la Medicina no era lo suyo.

Al menos no por un tiempo bastante largo, y que mejor sería romper con esa parte de su pasado y comenzar de nuevo en otra orilla.

¿En otra orilla de qué?

Eso todavía no lo sabía.

Eliana Alonso, la terapeuta a quien conoció gracias a Dolores Higuera, una amiga de Xavier Castelló, estuvo de acuerdo. Además, le dijo Alonso al terminar la primera de decenas de consultas, tendrían mucho que hablar sobre Labarca y sobre Amparo los que juntos, y mucho más que Aníbal, aparecían noche tras noche en sus sueños, mejor llamados pesadillas.

Monche había viajado a Madrid —y no a Estocolmo ni a Roma— luego de la fuerte insistencia de Rodrigo Llagostera. En España, que no en Suecia ni en Italia, pensaba Llagostera, Monche podría encontrar quien la escuchara en una lengua más parecida a la suya —más parecida que no idéntica, porque Rodrigo Llagostera era consciente de las profundas diferencias entre el idioma temucano y el madrileño— y con un voluntarioso optimismo confiaba en que Xavier Castelló, el de pantalones negros, camisa blanca y rosa roja en la mano que recibió a Monche en Barajas, podría allí ampararla y endilgarla en un buen camino.

Rodrigo Llagostera tenía mucha razón.

Xavier Castelló no era de los trigos más limpios, pero aparte de varias acciones reprehensibles que no viene al caso nombrar ahora, había desempeñado sin costo varias otras muy buenas en favor de unos cuantos y así no tan sorpresivamente, tenía muy buenos y agradecidos amigos y amigas, entre ellas Dolores Higuera.

Ya hacia mediados de agosto del 74, cuando iba siendo claro que no se tendrían noticias de Aníbal y que el régimen iba para peor y para largo, Llagostera redobló la presión sobre Monche para que aceptara el generoso ofrecimiento de su prima Teresa y, dando la vuelta a lo que fue el viaje de sus padres, se fuera de Chile en la dirección opuesta, cuanto antes mejor.

—¿Y tú? ¿Por qué no te vas tú?

—Tengo cosas que hacer aquí.

—¿Como qué?

—Son cosas mías, Monche. No preguntes.

—Y a este Xavier tú lo conoces bien.

—No personalmente. Su madre es Adela Solá, la poeta de quien, acuérdate, ya te he hablado. Desgraciadamente, Adela murió hace un par de años, si no te irías donde ella. Escúchame, Monche. Por lo que me contaba Adela, entiendo que Xavier nunca ha sido el chico más listo o espabilado del barrio; pero estoy seguro de que puedes confiar en él y que te ayudará.



Los primeros meses de Monche en Madrid fueron una mezcla de asombro, de gozo, de preocupación y de alivio.

De asombro, cuando percibió que Madrid, aunque cierto que muy limpia, era en muchos sentidos, y no sólo por esa inaudita cantidad de iglesias, una ciudad mucho más provinciana que Santiago o que Temuco.

De gozo, cuando comprobó que las comidas que más le gustaban cuando ocasionalmente las preparaba Mercedes, estaban allí disponibles en cualquier tasca del barrio, aunque muy pronto aprendió también que a muchas de ellas no era para nada conveniente que entrara sola no importaba la hora.

De preocupación, cuando se dio cuenta que el asunto del acento no era una cosa baladí, sintiéndose observada con desconfianza cuando no con desdén o, peor, con ojos libidinosos como si inevitablemente fuese ella una puta latina, y que, a pesar de los buenos contactos de Xavier, le fue difícil encontrar un trabajo fuera del que aceptó de mesera en la misma “Tía Dolores” de la calle de Cervantes en el barrio de las Letras donde de muy joven había trabajado Adela Solá.

De alivio, cuando no había pasado aún una semana de su llegada a Madrid dormía como hacía la mar de tiempo que no lo hacía.

Las pesadillas, sin embargo, y el despertarse sobresaltada y sudorosa en medio de la noche, continuaban.

Por lo demás, cuando no andaba con Xavier o no trabajaba en la “Tía Dolores”, le encantaba vagabundear por esas calles llenas de vericuetos y de curvas, parecidas pero multiplicadas por cien a las del barrio Londres de Santiago, pensaba, que la llevaban a los sitios más inesperados; desde un agradable bar o tasca con olor a calamares en su tinta a un sitio oscuro en el que, ya lo había de sobra aprendido, las mujeres que caminaban solas como ella debían andarse con cuidado.


Una calle de Madrid.



Una mañana de fines de marzo Monche bajaba por la calle de Atocha hacia la Plaza Mayor y sin proponérselo llegó hasta hasta una esquina en la que sintió un vuelco en el pecho y sus ojos se fijaron con una sensación mezcla extraña de asombro y de incredulidad en la señal azul y grana sobre seis azulejos blancos adosada a la pared.

Ahí estaba: Calle de los Tres Peces.

Calle de los Tres Peces

Monche se detuvo y encendió uno de esos Ducados a los que ya se había acostumbrado; humo fuerte y espeso mezclado con el vaho de esa mañana fría. Le dio tres o cuatro chupadas antes de dejarlo caer al suelo y apagarlo delicadamente con la punta del zapato de su pie derecho. Lo pensó otra vez antes de girar a la izquierda y adentrarse por esa callejuela estrecha y empinada. Llegó frente al portal señalado con el número tres.

Decidió entrar.

Una hojalatería en el piso bajo; al fondo una escalera oscura. Los escalones de madera crujieron a cada paso antes de que llegara al piso de arriba y estuviera frente a una puerta de madera pintada marrón con una mirilla al medio.

Golpeó.

Pasó cerca de un minuto antes de que Monche pudiera ver salir un rayo de luz por la mirilla, retrocedió un par de pasos de manera de situarse bajo la bombilla encendida que colgaba del cielo raso, se quitó su gorro de lana color azul paquete de velas, hizo señas con la mano y sonrió.

—¿A quién busca?

—Buenos días, soy Monche.

—¿Monche? No conozco a ninguna Monche, ¿que desea?

—Sabe, señora, es que mi madre vivió hace mucho tiempo en su casa, antes de que yo naciera, y me gustaría visitar.

—¿Visitar?

—Sí, sólo por un momento, si usted me lo permite.

—¿Vienes sola?

—Sí, sola.

La puerta se abrió unos pocos centímetros. Por esa estrecha hendidura, Monche pudo ver a una mujer que seguro que ya pasaba los setenta años, pelo canoso amarrado atrás en un moño, vestido y medias negras, delantal gris, alpargatas de lona azul con suela de yute. Monche sonrió de nuevo. La mujer entornó la puerta dejándole a Monche espacio para entrar, pero antes de apartarse la mujer olisqueó el aire y le preguntó:

—Tú, ¿fumas?

—...ummm. Sí... Ducados.

—A mí se me han acabado esta mañana y con mis piernas no tengo tiempo para bajar hasta el quiosco.

—No hace falta. Tome, tenga mi paquete.

La mujer cogió el paquete y sin esperar un segundo encendió un Ducado con una cerilla cuya caja sudada ya llevaba apretada en la mano; aspiró y exhaló satisfecha. Le dio otra mirada inquisitiva a Monche, pareció aprobar su pinta y puso el resto del paquete de Ducados en el bolsillo de su delantal.

—Se agradece. Bueno, pasa, chavala; pero ya te darás cuenta que aquí no hay mucho que ver.

—Gracias.

Mercedes le había dicho alguna de esas noches serenas en las que compartían un plato de lentejas o de sopa de ajo que el piso era pequeño, pero nunca Monche se imaginó que lo era tanto.

Una puerta cerrada a la izquierda; detrás seguramente la alcoba. Al frente una mesa con dos sillas. Sobre la mesa, sólo un plato con restos de huevo frito y salsa de tomate. Una taza en la que habĂ­a habido café negro.

Pared de yeso con cuatro marcos de madera azul unos, marrones los otros dos, colgados asimétricamente formando un semi círculo. En una de las fotos de los marcos, una pareja joven; él sentado, la mujer, mucho más joven que ahora, de pie. En otra un hombre joven con el uniforme de la mili. Al otro lado de la pared, una cama abatible.

Al fondo de la cocina, situada a unos pocos pasos de la mesa y cerca de la ventana que daba a un patio interior, un inodoro detrás de un biombo improvisado con tubos de aluminio y una cortina de cretona estampada.

—Antes esto era la mitad más grande, pero lo han dividido para poder poner a más inquilinos. En fin, otra estafa de las tantas. Puedes ver lo poco que hay, pero no tengo nada que pueda ofrecerte.

—No hace falta, señora. Sólo quería ver el sitio donde vivió mi madre.

—Pues ya lo has visto, chavala, ¿y cuándo dices que tu madre vivió aquí?

—Antes y durante la guerra; después ella se fue a Chile.

—¡A Chile...! Ya me parecía a mí que no eras de aquí, por tu acento, ¿sabes?

—Sí, yo nací allí... Mis padres eran exiliados.

—Claro..., y eso de querer ver el piso de tu madre, ¿desde cuando que se te ha ocurrido a ti?

—La verdad, señora, que se me ocurrió sólo ahora cuando caminaba por Atocha y sin pensarlo llegué hasta la calle de los Tres Peces.

—¿No sentías curiosidad de ver de dónde se había escapado tu madre?

—¿Qué me quiere decir?

—Veo las ropas que llevas, oigo tu retintín... y se me ocurre que nada de eso tendrías si fueses de aquí. ¿Me entiendes?

—Creo que sí... Pero a veces, desde que estoy en Madrid no sé qué pensar o qué hacer.

—Pues se ve que eres inteligente... y para salir por el mundo, aunque sea porque si te quedas peligras, hay que tener valor. Eso, chavala...,¿cómo dijiste que te llamabas?

—Monche..., Montserrat, Montserrat Mestre, para servirle.

—Montserrat, vaya. Pues eso, valor, lo tienes; no hay por donde dudarlo. Ahora tú, a usarlo y seguir viviendo. Montserrat... oye, ¿no serás catalana tú?

—Mi padre, de Tortosa, Tarragona.

—Conocí a un catalán en los tiempos de la guerra... Buena pieza. ¿Y tu madre?

—Ella era de Madrid, de aquí, de Lavapiés. Su nombre es Mercedes, Mercedes Rodríguez.

—Nosotros somos de Ibahernando, un pueblo de Cáceres. Llegamos aquí, a este piso, el... cuarenta.

—¿Es bonito?

—¿Qué?

—Su pueblo...

—Quiá. Sólo si te gusta criar ovejas y ver pasar el viento. ¿Rodríguez has dicho?

—Sí. Rodríguez. Mercedes Rodríguez.

—Mmm. Mercedes Rodríguez, Mercedes Rodríguez... Espera aquí, chavala, a ver si encuentro una cosa.

La mujer desapareció entonces tras la puerta de lo que parecía ser la alcoba y luego de no mucho tiempo regresó con un libro en la mano.

—Mercedes Rodríguez me dijiste que se llamaba tu madre, ¿verdad?

—Sí.

—Y su segundo apellido, ¿cuál es?

—Herrero. Mercedes Rodríguez Herrero.

—¡Válgame Dios, chavala! Pues que has resuelto un misterio. ¿Sabes lo que es esto?

—No..., ¿qué es?

—Pues ya está muy ajado de tantas veces que lo he leído... Yo no sé si este Espronceda habrá sido de izquierdas, pero mira lo que pone aquí, en la dedicatoria:

A nuestra compañera de armas, Mercedes Rodríguez Herrero, en el día de su ascenso a sargento.
La Brigada,
Madrid, 22 de marzo de 1938

—Lee, lee más; ahí, la primera página.

Navega velero mío,

sin temor,

que ni enemigo navío,

ni tormenta, ni bonanza,

tu rumbo a torcer alcanza,

ni a sujetar tu valor.

—Mi marido, que en paz descanse, y yo lo encontramos en la alacena cuando nos mudamos a este piso hace ya...
Seguro que con la prisa se lo dejó olvidado tu madre cuando, me lo imagino, salió huyendo de aquí. Ahora te lo quedas tú, lo lees, quizás te sirva de algo, y se lo devuelves a ella cuando regreses a tu país y la veas.

—Es un tesoro, señora.

—No es nada, chavala, no es nada.

—Gracias.

—No es nada, mujer. Ahora vete. Vete, que tengo muchas cosas que hacer.



A comienzos y mediados de los setenta, Lavapiés no era ni de lejos el barrio multicultural que es hoy. Para empezar, menos de un 1% de la población del país había nacido en el extranjero; hoy ese porcentaje se acerca al 15%.

Lavapiés era un barrio de españoles de clase trabajadora, desatendido por las autoridades del franquismo, con seguridad como represalia por haber sido la mayoría de los habitantes de entonces defensores de la República.

En el mejor sentido de la palabra, Lavapiés era un barrio castizo —aparece así mencionado en el famoso chotis de Agustín Lara dedicado a Madrid.

Mi primo Valentín, quien creció en el barrio desde que nació allí a mediados de los cuarenta, me decía que en Lavapiés se hablaba el más auténtico acento madrileño... Nunca le pregunté que, exactamente, significaba eso, pero recordando su voz, puedo imaginármelo.

A Valentín lo echo mucho de menos... y extraño más las memorias en común que no llegamos a tener.

RESF

🎵 YouTube: Madrid. (Un chotis con Sara Montiel).

Xavier Castelló.

Última modificación: 24 de noviembre de 2024.



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