¡Ay, qué hermosa!
Muriel
En sus clases de inglés en el ICHNOC de Temuco, Ramiro conoció a Muriel en marzo de 1968.
En septiembre de 1979, y ya en Irvine, California, Elvira reconstruyó su historia.
A Guido Eytel
y en memoria de Muriel Dockendorff
Ese verano del 69 Ramiro se pasaba las tardes leyendo, palabra por palabra, los sesudos libros que compraba semana por medio en la librería Círculo de Bulnes con Portales sin entender nada. Es verdad que algo intuía en el bamboleo de esas intrincadas sintaxis imposibles, pero no había diccionario en casa que le ayudase a descifrar tamaña semántica y entonces él se preguntaba si, en serio, no sería mejor aprender bien francés o alemán, para leerlos en sus idiomas originales como se lo había sugerido Nicole Gómez, su profesora de castellano.
Después de leer un largo rato en el que, concentrado como un perro de caza hambriento, no levantaba la vista de su escritorio, Ramiro garabateaba un par de notas vacilantes y unos pocos diagramas inconclusos en su cuaderno de tapas azules y hojas cuadriculadas y poco a poco, mientras encendía la radio a la hora de la música progresiva, su imaginación derivaba hacia las dos o tres tramas complicadísimas que había estado intentando urdir desde la primavera pasada: boxeadores escuálidos que en medio del cuadrilátero se distraían un segundo fatal cautivados por el escote profundo de la mujer de piernas largas, sentada en primera fila sobre el regazo afofado del empresario de traje y corbata y pañuelo blanco en el bolsillo del saco; vagabundos en una salida sin fin por calles, caminos, cunetas y charcos sucios, durmiendo a deshora en pensiones baratas y bebiendo mucho en bares de mala muerte, arrastrando sus pies hinchados y de uñas encarnadas en esas interminables noches de lluvia o en esas frías mañanas de escarcha, hasta caerse muertos en cualquier rincón anónimo, sin nunca haber llegado a entender qué es lo que habían andado buscando por tantas partes y desde hacía tanto tiempo.
En un fallido afán de traer una apariencia de orden al caos de sus lecturas, cuando ya se acababa la tarde y comenzaba la noche, Ramiro dejaba sus filosofías y volvía su vista a la doble pila de novelas acumuladas precariamente sobre su velador donde, entre lobos esteparios, balleneros de Nantucket, desquiciados agrimensores praguenses, sombríos marinos del Cabo de Hornos e insomnes homicidas argelinos, asomaba por esos días una tal Alejandra y entonces Ramiro se acordaba otra vez de Muriel, respiraba hondo y suspiraba, sintiendo un tremendo vacío helado que le llegaba hasta el fondo del estómago.
No había nada que hacerle: no le servía de nada cerrar los ojos y quedarse tendido, quieto, respirando apenas, boca arriba, sobre la cama. Siempre le quemaría el pecho la rabia que sentía contra sí mismo por esa noche de llovizna espesa en que la tuvo tan cerca, a menos de dos palmos de distancia para ser precisos, caminando por cuadras, solos, los dos juntos, casi una eternidad de tiempo, sin nadie más en la calle, pero sin él atreverse a decir ni a hacer nada, ni siquiera a rozarle la punta de los dedos, hasta que llegaron por fin hasta la puerta de su casa y entonces ella se volvió por un instante, enseñándole su pelo reluciente completamente cubierto de finísimas gotas de agua, mirándolo suavemente con sus dulces ojos pardos, para decirle chao.
Chao le contestó él, porque todas las otras palabras que había venido mentalmente susurrando desde la salida de la fuente de soda frente al Municipal, se le quedaron atragantadas en el pescuezo, como si en vez de saliva tuviera alquitrán en la boca. Imbécil, imbécil, imbécil, se repetía a sí mismo Ramiro mojándose hasta los tuétanos de vuelta a su casa en la otra dirección y a más de quince cuadras de distancia, cuando ya arreciaba la lluvia y comenzaba a levantarse el viento, pensando no sólo en su silencio estúpido, sino también en la mala ocurrencia de haber pedido una Fanta después de que ella hubiera pedido una Bilz, quedándose rojo de vergüenza y mudo de asombro luego de que ella lo recriminara duramente por pedir una bebida imperialista.
"Tengo tanto que aprender" se dijo, viendo, con algo de alivio, que a pesar de todo ella parecía sonreírle de reojo, seguramente gozando cruel por dentro su bochorno, mientras terminaban de comerse un completo con chucrut, ají y mostaza; pagaban cada uno por su cuenta y salían a la llovizna.
En los meses siguientes sólo la había visto desde lejos, siempre rodeada de otras gentes en las marchas en las que, cubriendo su uniforme de colegial bajo el impermeable negro de su hermano Gustavo, había poco a poco comenzado a participar ese invierno, movido más por su curiosidad inconformista y contestataria que por cualquier otra cosa.
Muchos, muchos años más tarde, Ramiro vería la foto borrosa y desenfocada de Muriel en un lejano diario local.
"Una Bilz, una Bilz con hielo, ¿por qué no habré pedido yo una Bilz con hielo?" piensa Ramiro, sonriéndose compasivamente de sus recuerdos resquebrajadizos, tendido sobre la cama de varios días sin hacer, en su pequeña casa de la calle Blåbärsvägen en Umeå donde, después de un sin fin de vueltas tortuosas e inverosímiles, fue a parar para enseñar álgebra lineal.
Ramiro sonríe dulcemente dejando caer tres lágrimas.
Pero ya es de noche; poco después de las tres de la tarde este otro enero en Umeå. Ramiro relee una vez más el terso artículo a dos columnas describiendo los espantos sin nombre de ese país tan remoto aparecido en la página catorce del Våsterbottens-Kuriren que le alcanzó con un gesto leve Bo, el estudiante que invariablemente parece distraído en sus clases, siempre mirando por la ventana que da al bosque de abedules, sin prestar ninguna atención a lo que él tenga que decir sobre las ecuaciones, cualquiera que sea su grado.
Y no importa tampoco cuántas veces Ramiro lo lea, lo relea y lo vuelva a releer, allí están de nuevo los mismos nombres contando siempre, empecinadamente, la misma historia.
EC
RESF
Última modificación: 2 de mayo de 2022.