Lazarillo y el Ciego

La primera infancia de Lázaro

S
epa, Vuestra Merced, que a mí me llaman Lázaro de Tormes. Soy hijo de Tomé González y de Antona Pérez, naturales de Tejares, una aldea de la provincia de Salamanca. Mi nacimiento fue dentro del río Tormes, causa por la cual tomé mi sobrenombre. Por más de quince años mi padre, cuyo oficio era molinero y por quien ruego a Dios le perdone sus muchas faltas, estuvo a cargo de proveer la molienda de una aceña que está ribera de aquel río. Una noche en la que mi madre, estando preñada de mí, se encontraba en dicha aceña, comenzó a sentir los dolores del parto [... y aún antes de que llegara la comadrona a la que mi padre corrió a avisarle de la inminencia de mi llegada a este valle de lágrimas y suplicarle su ayuda...] mi madre, Dios la bendiga y la tenga en su Santo Reino, me parió allí mismo. De tal manera que, en verdad, puedo yo decir que nací en el río.

aceña
...mi padre, cuyo oficio era molinero y por quien ruego a Dios le perdone sus muchas faltas, estuvo a cargo de proveer la molienda de una aceña que está ribera de aquel río.

Foto: Licencia Adobe.

Bienaventurados los que padecen persecución por causa de la justicia... (Mateo 5,10). Comienza aquí una de las muchas alusiones a textos sagrados en un sentido irónico o burlesco. Una de las muchas razones por las que el libro estuvo prohibido por la Iglesia.

Cuando yo era un niño de ocho años, acusaron a mi padre de hurtar parte del grano de los que iban allí a molerlo. Lo apresaron, le hicieron padecer la justicia, él no negó sino que confesó y así, perseguido, lo condenaron a destierro. Espero en Dios que esté ahora en la Gloria, pues a los hombres como mi buen padre, los Evangelios llaman bienaventurados. Al poco tiempo se hizo una armada contra los moros y mi padre fue a ella como acemilero de un caballero y allí, como criado leal que era, murió junto con su señor.

Armada significa aquí una expedición naval en contra de un territorio enemigo. Más adelante, la madre de Lazarillo precisa que la armada en la que participó su marido fue la de los Gelves. De paso, recordemos que hasta el decreto de expulsión del 9 de abril de 1609 durante el reinado de Felipe III, la mayoría de los acemileros —muleteros— en España, así como de muchos otros oficios, eran moriscos.

Mi madre, al verse viuda, sin marido y sin protección, decidió arrimarse a los buenos para ser uno de ellos, como bien dice el sabio refrán. Se vino a vivir a Salamanca y aquí alquiló una casita. Comenzó a guisar la comida para algunos estudiantes de la Universidad de esta muy noble y muy leal ciudad y a lavar la ropa de los mozos de caballos del Comendador de la Magdalena, de manera que fue frecuentando las caballerizas.

Comendador de la Magdalena. Un comendador era un oficial de una orden militar que recibía rentas de una hacienda (encomienda). De acuerdo a María Vaquero Serrano, si se tratara de personas vivas al tiempo de la escritura del Lazarillo (poco antes de 1554), el Comendador mencionado en la novela sería un tal Antonio Galíndez de Carvajal, titular de la encomienda en cuestión desde 1526 hasta después de 1567. Hay otros dos posibles candidatos atendiendo a los años en que supuestamente se ambienta la historia (más cercanos a 1510).

Allí mi madre y un hombre moreno de los que cuidaban a las bestias vinieron en conocimiento. A veces, el hombre, cuyo nombre era Zaide, venía a nuestra casa en la noche y se iba en la mañana; otras veces, con el pretexto de comprar huevos, venía de día a la puerta y sin más entraba. Al principio yo le tenía miedo, me asustaba su color y aspecto; pero pronto comencé a quererle, porque vi que con sus frecuentes venidas mejoraba el comer; siempre traía pan tierno, carne y leños con los que nos calentábamos en el invierno.

De esta manera, con tanta posada y tanta conversación, al poco tiempo mi madre me dio como hermano a un negrito muy bonito a quien yo brincaba y ayudaba a calentar. Me acuerdo un día que, estando el negro de mi padre jugueteando con el mozuelo, como el niño veía a mi madre y a mí blancos, y a él no, huía de él corriendo con miedo hacia mi madre, y señalándolo con el dedo decía:

—¡Madre, coco!

Mi padrasto respondía riendo:

—¡Hideputa!

Yo, aunque todavía bien muchacho, noté aquella palabra de mi hermanico, y dije entre mí: «¡Cuántos debe de haber en el mundo que huyen de otros porque no se ven a sí mismos!»

Expulsión de los moriscos (hacia 1627)
Dibujo de Vicente Carducho (1578 – 1638). Dibujos y estampas Museo del Prado, Madrid.

Foto: Dominio Público.

La expulsión de los moriscos no se concretó sino hasta 1609, unos ochenta o cien años después del tiempo en que presumiblente está ambientada la historia de Lazarillo. Sin embargo, junto a la estrecha convivencia entre cristianos y moriscos musulmanes, sobre todo en las clases menos privilegiadas de la población, numerosas ordenanzas, sermones, poemas, canciones y obras de teatro trabajaban fuertemente con el objetivo de suprimirla y forzar la eventual exclusividad del cristianismo en España.

Dado el color de su piel y su nombre, Zaide, (de origen árabe o hebreo) cualquier lector del siglo XVI entendería sin necesidad de explicaciones o de notas al margen que el padrastro de Lázaro era un morisco. Pringar era el castigo suplementario que consistía en verter grasa derretida, frecuentemente de tocino, sobre las heridas dejadas por los azotes. En cuanto a eso del acostumbrado centenario se refiere al castigo habitual de cien azotes impuesto a la cristiana o cristiano que se amancebaba —o tenía cualquier tipo de trato carnal— con una persona musulmana.

Quiso nuestra mala suerte que el amancebamiento de mi madre con Zaide llegara a oídos del mayordomo. Además se hizo una pesquisa y se halló que Zaide hurtaba la mitad de la cebada y del afrecho que le daban para alimentar las bestias. Daba por perdida la leña y las almohazas, los mandiles y las sábanas de los caballos. Cuando no tenía otra cosa, desherraba a las bestias y con todo eso auxiliaba a mi madre para criar a mi hermanico y a mí Que no nos extrañe que un clérigo hurte de los pobres y un fraile de su convento para ayudar a sus devotas mancebas, cuando a un pobre esclavo el amor puro le animaba a esto. Se le probó a mi pobre padrastro cuanto digo y aun más, porque a mí con amenazas me preguntaban, y yo como niño respondía, y con miedo descubríaa cuanto sabía, hasta lo de ciertas herraduras que por mandado de mi madre vendí a un herrero. Azotaron y pringaron al pobre Zaide. Y a mi madre, por encima del acostumbrado centenario, le pusieron por pena que no volviese a la casa del Comendador ni acogiese en la suya al lastimado Zaide.

No echar la soga tras el caldero: no arriesgar la horca después del caldero donde se derritió el tocino para el pringue. Un mesón era una posada o venta donde los huéspedes se preparaban sus propias comidas. Hay una clara ironía aquí, porque un mesón no tendría mejor reputación que la casita donde la madre recibía a Zaide. Florencio Sevilla nos informa que el mesón de la Solana se encontraba entonces donde ahora está el edificio del Ayuntamiento de Salamanca.

Por no echar la soga tras el caldero, la triste de mi madre se esforzó y cumplió la sentencia; y por evitar peligro y quitarse de malas lenguas, se fue a servir a los que al presente vivían en el mesón de la Solana; y allí, padeciendo mil importunidades, se acabó de criar mi hermanico hasta que supo andar. Y allí me acabé de criar yo también, hasta ser buen mozuelo, que iba a por vino, candelas y por las demás cosas que me pedían los huéspedes.

Batalla de los Gelves. Puede referirse a varias batallas entre los ejércitos españoles en contra de los ejércitos otomanos en las costas de Túnez. En una de ellas, ocurrida agosto de 1510, cerca de cuatro mil soldados españoles perdieron sus vidas.

En ese tiempo vino a hospedarse al mesón un ciego, el cual, pareciéndole que me podría adiestrar para guiarle, me pidió a mi madre. Ella me encomendó a él, diciéndole que, como yo era hijo de un buen hombre que había muerto en la batalla de los Gelves por mayor gloria de la fe, confiaba en Dios que yo no saldría peor hombre que mi padre. Le dijo también que le rogaba que me tratase bien y que mirase por mí, porque era huérfano. El ciego le respondió que así lo haría y que me recibía no como a un mozo, sino como a un hijo.

Y así comencé yo a servir a mi nuevo y viejo amo.

Estuvimos en Salamanca algunos días; pero mi amo no estaba satisfecho con el poco dinero que allí recibía, por lo que decidió irse. Cuando íbamos a partir fui a despedirme de mi madre y ambos llorando, ella me dio su bendición diciéndome:

—Hijo, ya sé que no te veré nunca más. Procura ser bueno y que Dios te guíe. Te he criado bien y te he puesto con un buen amo. Válete por ti.

Y así fui a encontrarme con mi amo que estaba esperándome a la salida del pueblo. Salimos de Salamanca y, al llegar a la entrada del puente donde hay un animal de piedra que tiene la forma de un toro, el ciego me mandó que me pusiese cerca del animal y me dijo:

—Lázaro, acerca el oído a este toro, y oirás un gran ruido dentro de él.

Yo ingenuamente me acerqué, creyendo que así sería. Cuando el ciego sintió que yo tenía la cabeza a la par de la piedra, afirmó con fuerza la mano y me dio una gran calabazada en el cuerno del toro que más de tres días me duró el dolor de la cornada. El ciego me dijo:

—Necio, aprende que el mozo del ciego un punto ha de saber más que el diablo.

Y se rió mucho con la burla.

En aquel instante, desperté de la inocencia en la que había estado como un niño dormido y me dije entre mí: «Este hombre dice la verdad. Necesito avivar el ojo y cuidarme, pues estoy solo y debo aprender a valerme.»

Lazarillo en el puente de Salamanca (hacia 1627)
Grabado de Pierre Tardieu (1756 – 1844).

Foto: Digital Commonwealth.

El llamado “Puente de Piedra” o “Puente Romano” sobre el río Tormes en Salamanca todavía existe hoy... Pero del toro, si es que alguna vez existió con su cornamenta (Florencio Sevilla Arroyo afirma que era más bien un gran verraco como los toros de Guisando), sólo queda su cuerpo descabezado.
Sin embargo, cerca de la boca norte del puente hacia la izquierda se levanta un monumento en hierro negro que muestra de manera estilizada las figuras del ciego y de Lázaro.

Monumento a Lázaro y el Ciego, Salamanca.

Foto: Trabajo propio.

Comenzamos nuestro camino y en muy pocos días me enseñó jerigonza y, como veía que yo tenía ingenio para aprender, se alegraba mucho y me decía: «Lázaro, yo ni oro ni plata te daré; pero consejos para vivir, muchos te mostraré.» Y así fue, tanto que después de Dios, fue este amo quien me dio la vida y, aunque era ciego, me alumbró y me adiestró en la carrera del vivir.

Como ya nos habremos podido dado cuenta, la exageración y la hipérbole al señalar las virtudes del ciego y al describir las muchas y variadas situaciones que enfrenta Lázaro son una característica de ésta, la primera novela picaresca, y de las que pronto la siguieron. Todo ello junto a la ironía y al sarcasmo, claro.

Desde que Dios creó al mundo, a ningún hombre hizo más astuto ni sagaz. En su oficio era un águila. Sabía de memoria cientos de oraciones, las que declamaba con un tono bajo, reposado y muy armonioso que hacía resonar la iglesia donde rezaba, ponía un rostro humilde y devoto que mantenía con muy buena compostura cuando rezaba, sin hacer gestos exagerados ni con la boca ni con los ojos, como otros suelen hacer. Tenía mil maneras para sacar dinero. Decía saber oraciones para muchos efectos: para las mujeres que no parían, para las que estaban de parto, para las que estaban malcasadas de modo que sus maridos las quisiesen bien; les echaba pronósticos a las preñadas, anunciándoles si traían un hijo o una hija.

Los males de madre son los dolores e incomodidades menstruales.

En cosas de medicina, decía que Galeno no supo nunca la mitad de lo que él sabía para asuntos de muelas, de desmayos o de males de madre. Nadie le decía padecer alguna pasión, que luego él no le replicaba: «Haced esto, haced estotro, coced tal yerba, tomad tal raíz.» Con todo esto, todo el mundo andaba tras de él; especialmente las mujeres, que le creían cuanto les decía. De todas ellas sacaba grandes provechos con las artes que digo y así mi amo ganaba más en un mes que cien ciegos en un año.

Torreznos y una longaniza. Es decir, productos de puerco. Desde el Lazarillo hasta obras publicadas hasta fines del siglo XVIII —incluido el Quijote (1605)— es frecuente encontrar episodios donde los protagonistas, al hallarse comiendo en un lugar público, incluyan comidas que atestiguen su condición de cristianos, alejando las sospechas de ser marranos —judíos conversos— o moriscos practicando secretamente su religión. Un ejemplo más reciente se encuentra en la película Los fantasmas de Goya (2006) de Miloš Forman en la que la protagonista, Inés Bilbatúa (Natalie Portman), es emplazada a presentarse al tribunal de la Inquisición luego de rehusar probar cochinillo asado en una taberna.

Mas, a pesar de todo lo que ganaba, jamás vi a un hombre tan avariento ni mezquino. Era tan mezquino que yo me habría muerto de hambre si, con mis trucos, no me hubiera sabido defender. Mi amo llevaba el pan y las otras cosas que tenía en un saco de lona, el que cerraba por la boca con una argolla de hierro con un candado y su llave. Metía y sacaba las cosas del saco con tanto cuidado, contándolas una por una, que no había hombre en el mundo que pudiera hurtarle una migaja. Pero, después de que él cerraba el candado, yo le sacaba buenos pedazos de pan, torreznos y longaniza, por una costura al fondo del saco que yo descosía y volvía a coser.

Cuando le mandaban rezar y le daban una blanca entera, como él carecía de la vista, no bien alguien amagaba dársela yo la cogía y se la trocaba con una media blanca que guardaba en mi boca. El ciego se quejaba, porque al tiento se daba cuenta que no era una blanca entera, y decía: «¿Qué diablos es esto que desde que estás conmigo sólo me dan medias blancas y antes una blanca entera y hasta un maravedí me pagaban? En ti debe estar la desdicha.»

Moneda de 4 maravedís del tiempo de los Reyes Católicos acuñada en Cuenca.

Foto: Dominio Público.

1 blanca = ½ maravedí
34 maravedís = un real
16 reales = un escudo

El nombre de la moneda —maravedí— viene del árabe marabet o marabotín; la moneda de los Almorávides, la dinastía marroquí que gobernó España en el siglo XII.

En la época del Lazarillo, el maravedí había perdido mucho de su valor debido a la inflación que llegó a quintuplicar los precios en el siglo XVI.

Es difícil calcular el poder comprador de estas monedas a mediados del siglo XVI (los años en los que se ambienta nuestra novela). Sin embargo, para la localidad de Cuenca en Castilla Manuel González entrega estas tablas de precios y salarios:

una hogaza de pan costaba 34 maravedís (un real)

una libra de carne 42 maravedís

una libra de sardinas, 20 maravedís

una arroba de vino (16 litros), 6 reales

una arroba de aceite (12 litros), 12 reales

una gallina, 2 reales

una fanega de garbanzos (88 libras) costaba 22 reales

Por otra parte, en 1560 tenemos para Madrid la siguiente lista de jornales diarios:

el de un albañil, 102 maravedíes (tres reales)

el de un trastejador (techero), 68 maravedís (dos reales)

el de un peón del campo, 40 maravedís más la comida;

el de un cavador, 60 maravedíes más una azumbre (2 litros) de vino.

Así, con un día de trabajo un trastejador podía comprar ½ hogaza de pan, 1 litro de vino, 1 libra de carne de vaca y unos pocos garbanzos.

Las legumbres (garbanzos y lentejas) y el pan constituían el puchero de la mayoría de los campesinos.

Una trabajadora sexual registrada en una de las casas de mancebía (prostíbulos con licencia municipal) de menor reputación cobraba ½ real (17 maravedís) por prestación. Por supuesto, en las casas más reputadas el precio podía ser mucho mayor.

A mediados del siglo XVI había en Madrid cerca de 80 casas de mancebía. Todas pagaban impuestos especiales a la municipalidad.

Según nos enseña Manuel Fernández Álvarez en su libro Casadas, monjas, rameras y brujas, en 1497 la ciudad de Salamanca concedió el título de padre de la mancebía (regente) a un tal Juan Arias Maldonado, a la sazón regidor del cabildo, luego del pago de 1.500 (mil quinientos) maravedís anuales a la ciudad.

¿Cuáles fueron las causas de la inflación en el siglo XVI?
Probablemente las guerras y, más importante, el inmenso influjo de oro y de plata que llegaba de las Indias...

Pero esto me duró poco... Aquí, como en otras secciones de la novela, el encanto y la comicidad de la historia descansa en las figuras de la gradación y de la acumulación. Cada paso de Lázaro para remediarse de la avaricia y mezquindad del ciego encuentra su contrapartida en otro paso en su contra por parte del ciego y así sucesivamente hasta que la situación no puede estirarse ya más y culmina.

Cuando comíamos sentados cerca de la puerta de un mesón o a la orilla de un camino, mi amo solía poner cerca de sí un jarrillo de vino y yo cada vez que podía lo asía muy rápido y le daba un par de besos callados antes de volver a ponerlo en su lugar. Pero esto me duró poco, porque en la cantidad de tragos que le quedaban el ciego se daba cuenta que le faltaba vino y, para ponerlo a salvo, después siempre lo tenía asido por el asa. Mas no había piedra imán que me atrajese a mí más que el vino, y se lo chupaba metiendo en la boca del jarro una paja larga de centeno que tenía hecha para esto. Mas el astuto ciego también se dio cuenta de mi nuevo truco y en adelante ponía el jarro entre las piernas tapándole la boca con la mano. Yo, como moría por vino, le hice un pequeño agujero al jarro y lo tapaba cada día con una tortilla de cera. Después, a la hora de comer, fingiendo tener frío, me ponía entre las piernas del ciego a calentarme en la lumbre que teníamos y su calor derretía la cera con lo que el agujero comenzaba a verterme su sabroso vino en la boca. Cuando el pobre ciego iba a beber no hallaba nada, se asustaba y maldecía no sabiendo cuál podía ser la causa de su pérdida.

Lazarillo roba vino con una pajilla de centeno
Grabado de Inocencio Medina Vera (1876 – 1918).

Foto: Dominio público.

Tantas vueltas le dio el ciego al jarro que halló el agujero y entendió el truco. Mas lo disimuló como si no lo hubiera entendido. Al día siguiente, me senté entre sus piernas como solía hacerlo y, estando yo recibiendo aquellos dulces tragos de vino con mi cara puesta hacia el cielo, con los ojos un poco cerrados para mejor gustar el sabroso vino, el ciego sintió que tenía tiempo de vengarse de mí. Alzando el jarro con sus dos manos, lo dejó caer con toda su fuerza sobre mi boca de manera que me pareció que el cielo, con todo lo que hay en él, de pronto me había caído encima. Fue tan grande el golpe que me dejó sin sentido y el jarrazo tan grande que se me metieron sus pedazos rotos por toda la cara rompiéndomela en muchas partes y me quebró varios dientes.

Desde esa tarde quise mal al mal ciego. Le llevaba adrede por los peores caminos para hacerle daño: si había piedras, por ellas; si lodo, por lo más alto. Aunque yo no iba por lo más enjuto, me holgaba quebrarme un ojo si con eso le quebraba dos al que tenía ninguno.

El Lazarillo de Tormes. Literatura española
Sello de correos español de 1997.

Foto: Licencia Shutterstock.

escobajo: lo que queda de un racimo de uvas después de que te las has comido todas.
Una de las más bellas palabras que he aprendido leyendo el Lazarillo.

Para que Vuestra Merced vea a cuánto se extendía el ingenio de este astuto ciego, le contaré un caso más de los muchos que con él me acaecieron en las tierras de Toledo. Una vez llegamos a un lugar que llaman Almorox al tiempo de la vendimia y un vendimiador le dio un racimo de uvas como limosna. Como la uva estaba muy madura, no podía echarlo en su bolso, sin que se le volviese mosto. Así, decidió hacer allí mismo un banquete. Nos sentamos sobre una valla de piedra y me dijo:

—Lázaro, ahora yo quiero yo ser generoso contigo, que ambos comamos de este racimo de uvas y que tú tengas tantas uvas como yo. Tú cogerás una uva a la vezy yo otra; con tal de que me prometas no tomar cada vez más de una uva, yo haré lo mismo hasta que lo acabemos. De esta manera, no habrá engaño.

Comenzamos a comer; mas a la segunda picada el traidor comenzó a tomar las uvas de a dos en dos. Como vi que él rompía el acuerdo, no me contenté con ir a la par con él, sino que lo pasé cogiendo las uvas de a dos en dos y de a tres en tres, comiéndolas tan rápido como podía. Una vez acabado el racimo, se quedó un rato con el escobajo en la mano y después meneando la cabeza dijo:

—Lázaro, me has engañado: juraría por Dios que tú has comido las uvas de a tres en tres.

—¿Por qué sospecháis eso? —le pregunté yo.

—¿Sabes en qué veo que las comiste de a tres en tres? En que yo las comía de a dos en dos y tú callabas.

Lazarillo robando las uvas
Grabado de Thomas Wijck (1616 – 1677).
Metropolitan Museum of Art.

Foto: Bequest of Grace M. Pugh, 1986.

...se quedó un rato con el escobajo en la mano y después meneando la cabeza dijo:

Mas para no alargar indefinidamente esta historia, contaré ahora un último suceso y terminaremos. Estábamos en un mesón de la villa de Escalona cuando el ciego me dio un pedazo de longaniza para que terminase yo de asarla al fuego. Pero debió sentir sed, porque sacó un maravedí de su bolsa y me mandó que fuese por vino a la taberna.

El demonio me puso la ocasión delante de los ojos. En el suelo y cerca del fuego había un nabo largo y ruinoso, que por no ser bueno para la olla, alguien debió haber dejado tirado ahí. Como nadie más estaba allí y como supe que mientras iba yo por el vino el olor de la longaniza sería lo único que yo gozaría, en tanto el ciego sacaba el dinero de su bolsa, saqué yo la longaniza del asador y puse en su lugar al nabo, el cual mi amo, dándome el dinero para el vino, comenzó a asar creyendo que asaba la longaniza.

Yo fui por el vino, con el cual no tardé en despachar la longaniza. Cuando volví al mesón hallé al ciego que tenía al nabo entre dos rebanadas de pan y al morderlas, sin haberse dado cuenta del cambio, se halló no con la sabrosa longaniza, sino con el picante nabo.

—¿Qué es esto, Lazarillo?

—¡Pobre de mí! —dije yo. Alguien debe haber estado aquí haría esto para burlarse de Vuestra Merced.

—No, no —dijo él— que yo no he dejado de tener el asador en la mano; no es posible.

Yo volví a jurar que era inocente de aquel cambio. Mas el astuto ciego se levantó, me asió por la cabeza y se acercó para olerme. Como un buen podenco, debió haberme sentido el aliento, pero para mejor cerciorarse de la verdad, asiéndome con las manos me abrió la boca y metió en ella la nariz, la cual la tenía larga y afilada, con punta de la cual llegó hasta la úvula. Con todo esto: con el gran miedo que yo tenía y dado que la longaniza no se había aún asentado en mi estómago, antes que el ciego sacase de mi boca su trompa, erupté con tal violencia, que su nariz y la mal masticada longaniza salieron a un tiempo de mi boca.

¡Oh, gran Dios!

Fue tanto el enojo del ciego que, si no fuera por los ruidos que yo hacía, no hubieran acudido los demás huéspedes del mesón y creo que él me habría dejado sin vida. Me rescataron de entre sus manos dejándo en ellas mis pelos ensangrentados mientras el ciego continuaba dando golpes y maldiciones. Una vez puesto a salvo, los huéspedes me lavaron las heridas en mi cara y la garganta con un poco de vino mientras el ciego, ya más sosegado, les decía: «Más vino gasta este mozo en lavarse la cara en un año que lo que yo bebo en dos.»

Y todos continuaban riendo al escuchar sus palabras. La risa de todos era tan grande que la gente que pasaba por la calle entraba a ver la fiesta y él contaba mis hazañas con tanta gracia que a mí, tan maltratado como estaba, me parecía que haría una injusticia de no reírme con sus cuentos, aunque fueran a costa de mis padecimientos.

Vistos los malos tratos que el ciego me hacía padecer, decidí dejarle. Y fue así que otro día salimos por la villa a pedir limosna y había llovido mucho la noche antes y continuaba lloviendo durante el día el ciego rezaba debajo de los portales que había en aquel pueblo y así no nos mojábamos.

Mas como ya se venía la noche y no cesaba de llover, me dijo:

—Lázaro, mientras más se acerca la noche, más arrecia la lluvia. Es mejor que volvamos a la posada.

Para ir allá, teníamos que evitar un arroyo que con la mucha lluvía que caía iba grande. Yo le dije:

—Tío, aquí el arroyo está muy ancho, mas, si queréis, yo puedo buscar un sitio donde el arroyo se estreche y así podamos cruzarlo de un salto sin mojarnos.

Yo vi allí la forma de cumplir mi deseo de abandonar al ciego. Lo saqué de debajo de los portales y lo llevé frente a un poste de piedra que estaba en la plaza y le dije:

—Tío, este es el paso más angosto que hay en el arroyo.

Como llovía mucho y el triste ciego se mojaba, o por la prisa que teníamos por salir del agua que nos caía encima, o porque Dios le cegó su entendimiento, el ciego me creyó y me dijo:

—Ponme derecho y salta tú primero el arroyo.

Yo le puse frente al pilar, di un salto, me puse detrás del poste como quien espera la embestida de un toro y le dije:

—¡Sus! Salta todo lo que podáis, para que deis de este lado del agua.

Aun no acababa yo de decirlo cuando el pobre ciego se abalanzó como cabrón y arremetió con toda su fuerza después de dar un paso atrás para hacer mayor el salto. Golpeó el poste con su cabeza la que sonó como si fuera una calabaza y cayó de espaldas al suelo medio muerto y hendida la cabeza.

El ciego se golpea en el poste
Grabado de Thomas Wijck (1616 – 1677).
Metropolitan Museum of Art.

Foto: The Elisha Whittebeg Collection.

—¡Sus! Salta todo lo que podáis, para que deis de este lado del agua.

—¿Cómo es que oliste la longaniza y no el poste? —le dije yo. Y le dejé con la gente que lo había ido a socorrer.

Salí trotando por la puerta de la aldea y antes de que cayera la noche llegué a Torrijos. Nunca más supe lo que hizo Dios del pobre ciego ni me importó saberlo.

Fin del capítulo de Lazarillo y el Ciego.
En un futuro próximo añadiré otros capítulos.
Vale.