Peralta



Peralta se va por fin a dormir. Apenas se queda dormido comienza a soñar. Sabe que está soñando y le duele. No va a soñar para nada con Graciela, no esta vez; pero hay algo que lo molesta y que ni aún en su sueño sabe lo que es. Peralta se mete en esta otra imagen que lo molesta y que lo hiere como si tuviera los ojos, la boca y la nariz llenos de arena, como si estuviera entumido y tiritando en una playa a todo sol que le quema los pies y el espinazo. Peralta cree que quisiera decir algo pero no dice nada. Siente frío cuando en su sueño se despierta y su cama está flotando en medio de un mar de agua. Peralta levanta un brazo y se agarra de una barra de hierro flotando sobre su cabeza suspendida por dos globos de helio. El peso de Peralta hace bajar los globos casi hasta la superficie de las olas.




El espejo de agua Silla al sol de la tarde.

Peralta siente los zapatos, sus calcetines y sus pantalones, empapados de agua y en su cara se adivina que se está preguntando si no hubiera sido mejos que se hubiera quedado en la cama que ahora se aleja más y más de él mientras continúa flotando a uno pocos metros. Apenas Peralta trata de acomodar la posición de su espalda, uno de los globos roza la superficie del agua y por unos segundos la barra se ladea hacia la derecha hundiéndose en el agua y haciéndole tragar montones de agua salada y amargosa. Mira hacia los lados y alcanza a ver la playa ocre como si estuviera cubiertas por centenas de calabazas con sus candelas encendidas y que lo miran desde el fondo de sus ojos brillantes y humeantes. El olor a zapallo chamuscado le satura la lengua mientras sin saber cómo ya sobre la playa se queda paralizado mientras un enorme bulldozer desparrama los zapallos por sobre la salitrera y una banda de perros flacos como galgos los destrozan a mordiscos llenándose los hocicos con pepas rojas como sangre. Peralta siente una gran oleada de Armagnac ácido que le sube hasta garganta y despierta con una gran urgencia por arrodillarse en la taza del baño y vomitar hasta quedarse vacío y helado y con todas las ganas del mundo por ponerse a reír y a llorar. Peralta se mira en el espejo mientras se encuclilla hasta quedarse sentado sobre las baldosas heladas y húmedas.



Peralta despierta sobresaltado, bañado en sudor; las sienes, el corazón, le golpean fuerte; un río de hormigas rojas sube por sus piernas, su cabeza pesa toneladas. Se levanta del sofá en que se ha quedado dormido. El Armagnac, piensa, de nuevo el Armagnac. Orina largamente en el baño. De vuelta al escritorio, sueña que soñó el sueño de otro, que era tarde en la noche de un país frío, que el pitazo del tren, demasiado cerca de sus oídos, le devolvía la convicción de una noche constelada, cortada por los arañazos de la escarcha, premonitoria de una mañana aún más helada, pero luminosa. Sabe, pero no sabe cómo, que alguien ha muerto. Quizá recuerda Chacabuco, la salitrera, recuerda el paso de otros trenes, recuerda, o sueña las otras muertes, las innombrables. O el lúgubre sonido de El Longino, después, en Iquique, el tren mítico del Norte, poco antes de Pisagua. En Pisagua no se escuchaba más ruido que la noche y el mar. Allí no había trenes.



Se descubre repasando el segundo collage que le dejó Graciela antes de irse. Paspartout rojo que rodea un rectángulo claro. Figura principal: una cama naranja. Predominan el rojo y el naranjo en las zonas que delimitan y definen.



—"El rojo es dolor, el naranjo es la prohibición..."

le dijo Graciela cuando se lo entregó envuelto en un papel celeste. El rostro de una mujer; más abajo, un enorme abdomen grávido sobre el que reposa una mano, cortado oblicuamente por una linea roja, descansan sobre la cama naranja. La ventana en la pared le recuerda un ojo de buey. Un barco, de nuevo, esta vez un velero de tres palos, quizá un antiguo carguero de las islas del Pacífico Sur, o un transporte, o un ballenero de Nantuckett. Peralta se pregunta si no debiera leer de nuevo Moby Dick. La bocina de un automóvil lo distrae. De una vez por todas, decide irse a su cama a dormir, ya sólo quedan tres horas para el amanecer y mañana se le viene encima.



Puedo sentir el frío de Peralta, pero sobre todo, sus ojos, su boca, su nariz llenos de arena. Yo creo que es el smog de Santiago el que hace de caja de resonancia, pero en realidad, se trata de la "basurita en el alma" de Mafalda lo que lo inquieta. Hielo, helio, hielo, helio, en qué atmósferas se ha metido el bueno de Peralta. Se hunde como un Titanic de medio pelo, emerge como Icaro a medias, salustrado chamuscón de ocres contornos buldozereados armagnac Armagedón, ácido vomitante de cuclillos en conserva. La última visita. Mañana parte (ella, de alta). Recuerda su pose de Charlotte Cordey, de loca de Chaillot, Graciela, acuclillada en el fondo de la pieza, babeando el piso de lágrimas pesadas y sucias de culpa y miedo. Recuerda sus propias lágrimas, ásperas de su propio miedo, de su propia culpa. Se acerca, la levanta, la sienta, le pasa un kleenex, dos, tres. Se quedan ambos en silencio.



De pie frente al espejo, Peralta no está demasiado seguro cómo es que terminó de afeitarse. Abre el botiquín y saca un frasco de aspirinas, lo abre y vierte varias sobre la palma de su mano izquierda. Visualmente cuenta, una, dos, tres. Dos más que su dosis diaria porque esta mañana le preocupa menos su potencial infarto y mucho más el pálpito de las arterias sobre sus sienes que le hace doler los ojos. Se siente un poco más aliviado que hace un rato, sin embargo, y recuerda vagamente el placer del agua tibia sobre sus hombros mientras se duchaba. Cierra el botiquín y se queda mirando, con resignación más que con asombro. Busca ropa limpia y se viste. Primero el slip; negro, más grande que una tanga, ajustado. Su camisa, blanca y bien planchada; mientras se la abrocha, el pelo del pecho se le enreda en uno de los botones y, mientras forcejea por un par de segundos, piensa en Donoso. Se pone unos pantalones grises, saca su cartera de otro par en el suelo y se la pone en el bolsillo derecho. Después saca un suéter de lana de otra caja. Sabe que fue una buena idea lo de la lavandería. Levanta la cabeza, los vidrios están sucios, suspira; pero sabe que es el polvo, el smog, la lluvia; toda esa mierda. En fin, el café; el café lo alivia. ¿Y, si se tomara una Coca-Cola, como hacía la Christa en Manhattan? Pero no se decide a hacerlo. Un pucho, eso sí. Está atrasado, pero todavía tiene tiempo. Nadie antes de las diez, y son recién las nueve y media. "Mejor me voy," piensa. Busca su chaqueta de cuero, pero no la encuentra. Al final toma un impermeable, se lo pone, toma su maletín de encima de la mesa, abre la puerta, sale y cierra la puerta. Detrás hay un calendario abierto en octubre de hace dos años. La foto es una copia de la de la Marilyn Monroe parada en la reja del metro. Hay un par de números de teléfono anotados con rojo en los márgenes del calendario y un círculo sobre el cinco de octubre.



No hay muchas cosas más en el departamento de Peralta. Apenas un sofá y una tele sobre el piso de parquet. Un sólo poster en una de las paredes; en la cocina, unos cuantos platos en el fregadero, una sartén con restos de aceite y huevo; el refrigerador está cerrado, pero no hay muchas cosas dentro tampoco. Una mesa y tres sillas en el comedor; la otra está en el dormitorio ocupado también por una cama y un velador; un estéreo sobre la cómoda y un montón de ropa en el suelo. A Peralta le parece que vive ahí desde hace siglos mientras se esfuerza por meter la llave en la cerradura del auto lo que, al fin, logra, abre la puerta, se sube, la cierra, enciende el motor, acelera y parte.


Peralta II