Peralta siente los zapatos, sus calcetines y sus pantalones,
empapados de agua y en su cara se adivina que se está
preguntando si no hubiera sido mejos que se hubiera
quedado en la cama que ahora se aleja más y más de él
mientras continúa flotando a uno pocos metros. Apenas
Peralta trata de acomodar la posición de su espalda, uno
de los globos roza la superficie del agua y por unos segundos
la barra se ladea hacia la derecha hundiéndose en el agua y
haciéndole tragar montones de agua salada y amargosa.
Mira hacia los lados y alcanza a ver la playa ocre como si
estuviera cubiertas por centenas de calabazas con sus
candelas encendidas y que lo miran desde el fondo de sus
ojos brillantes y humeantes. El olor a zapallo chamuscado
le satura la lengua mientras sin saber cómo ya sobre la playa
se queda paralizado mientras un enorme bulldozer
desparrama los zapallos por sobre la salitrera y una banda de
perros flacos como galgos los destrozan a mordiscos
llenándose los hocicos con pepas rojas como sangre. Peralta
siente una gran oleada de Armagnac ácido que le sube hasta
garganta y despierta con una gran urgencia por arrodillarse
en la taza del baño y vomitar hasta quedarse vacío y helado
y con todas las ganas del mundo por ponerse a reír y a llorar.
Peralta se mira en el espejo mientras se encuclilla hasta
quedarse sentado sobre las baldosas heladas y húmedas.
Peralta despierta sobresaltado, bañado en sudor; las sienes, el
corazón, le golpean fuerte; un río de hormigas rojas sube por
sus piernas, su cabeza pesa toneladas. Se levanta del sofá en
que se ha quedado dormido. El Armagnac, piensa, de nuevo
el Armagnac. Orina largamente en el baño. De vuelta al
escritorio, sueña que soñó el sueño de otro, que era tarde en la
noche de un país frío, que el pitazo del tren, demasiado cerca
de sus oídos, le devolvía la convicción de una noche constelada,
cortada por los arañazos de la escarcha, premonitoria de una
mañana aún más helada, pero luminosa. Sabe, pero no sabe
cómo, que alguien ha muerto. Quizá recuerda Chacabuco, la
salitrera, recuerda el paso de otros trenes, recuerda, o sueña
las otras muertes, las innombrables. O el lúgubre sonido de
El Longino, después, en Iquique, el tren mítico del Norte,
poco antes de Pisagua. En Pisagua no se escuchaba más ruido
que la noche y el mar. Allí no había trenes.
Se descubre repasando el segundo collage que le dejó Graciela
antes de irse. Paspartout rojo que rodea un rectángulo claro.
Figura principal: una cama naranja. Predominan el rojo y el
naranjo en las zonas que delimitan y definen.
"El rojo es dolor, el naranjo es la prohibición..."
le dijo Graciela
cuando se lo entregó envuelto en un papel celeste. El rostro de
una mujer; más abajo, un enorme abdomen grávido sobre el
que reposa una mano, cortado oblicuamente por una linea roja,
descansan sobre la cama naranja. La ventana en la pared le
recuerda un ojo de buey. Un barco, de nuevo, esta vez un velero
de tres palos, quizá un antiguo carguero de las islas del Pacífico
Sur, o un transporte, o un ballenero de Nantuckett. Peralta se
pregunta si no debiera leer de nuevo Moby Dick. La bocina de un
automóvil lo distrae. De una vez por todas, decide irse a su cama
a dormir, ya sólo quedan tres horas para el amanecer y mañana
se le viene encima.
Puedo sentir el frío de Peralta, pero sobre todo, sus ojos,
su boca, su nariz llenos de arena. Yo creo que es el smog
de Santiago el que hace de caja de resonancia, pero en
realidad, se trata de la "basurita en el alma" de Mafalda lo
que lo inquieta. Hielo, helio, hielo, helio, en qué atmósferas
se ha metido el bueno de Peralta. Se hunde como un Titanic
de medio pelo, emerge como Icaro a medias, salustrado
chamuscón de ocres contornos buldozereados armagnac
Armagedón, ácido vomitante de cuclillos en conserva. La
última visita. Mañana parte (ella, de alta). Recuerda su pose
de Charlotte Cordey, de loca de Chaillot, Graciela, acuclillada
en el fondo de la pieza, babeando el piso de lágrimas pesadas
y sucias de culpa y miedo. Recuerda sus propias lágrimas,
ásperas de su propio miedo, de su propia culpa. Se acerca,
la levanta, la sienta, le pasa un kleenex, dos, tres. Se quedan
ambos en silencio.
De pie frente al espejo, Peralta no está demasiado seguro cómo
es que terminó de afeitarse. Abre el botiquín y saca un frasco de
aspirinas, lo abre y vierte varias sobre la palma de su mano
izquierda. Visualmente cuenta, una, dos, tres. Dos más que su
dosis diaria porque esta mañana le preocupa menos su potencial
infarto y mucho más el pálpito de las arterias sobre sus sienes que
le hace doler los ojos. Se siente un poco más aliviado que hace
un rato, sin embargo, y recuerda vagamente el placer del agua
tibia sobre sus hombros mientras se duchaba. Cierra el botiquín
y se queda mirando, con resignación más que con asombro. Busca
ropa limpia y se viste. Primero el slip; negro, más grande que una
tanga, ajustado. Su camisa, blanca y bien planchada; mientras se la
abrocha, el pelo del pecho se le enreda en uno de los botones y,
mientras forcejea por un par de segundos, piensa en Donoso. Se
pone unos pantalones grises, saca su cartera de otro par en el suelo
y se la pone en el bolsillo derecho. Después saca un suéter de lana
de otra caja. Sabe que fue una buena idea lo de la lavandería.
Levanta la cabeza, los vidrios están sucios, suspira; pero sabe
que es el polvo, el smog, la lluvia; toda esa mierda. En fin, el
café; el café lo alivia. ¿Y, si se tomara una Coca-Cola, como hacía
la Christa en Manhattan? Pero no se decide a hacerlo. Un pucho,
eso sí. Está atrasado, pero todavía tiene tiempo. Nadie antes de
las diez, y son recién las nueve y media. "Mejor me voy," piensa.
Busca su chaqueta de cuero, pero no la encuentra. Al final toma
un impermeable, se lo pone, toma su maletín de encima de la
mesa, abre la puerta, sale y cierra la puerta. Detrás hay un
calendario abierto en octubre de hace dos años. La foto es una
copia de la de la Marilyn Monroe parada en la reja del metro.
Hay un par de números de teléfono anotados con rojo en los
márgenes del calendario y un círculo sobre el cinco de octubre.
No hay muchas cosas más en el departamento de Peralta.
Apenas un sofá y una tele sobre el piso de parquet. Un sólo
poster en una de las paredes; en la cocina, unos cuantos platos
en el fregadero, una sartén con restos de aceite y huevo; el
refrigerador está cerrado, pero no hay muchas cosas dentro
tampoco. Una mesa y tres sillas en el comedor; la otra está en
el dormitorio ocupado también por una cama y un velador;
un estéreo sobre la cómoda y un montón de ropa en el suelo.
A Peralta le parece que vive ahí desde hace siglos mientras
se esfuerza por meter la llave en la cerradura del auto lo que,
al fin, logra, abre la puerta, se sube, la cierra, enciende el
motor, acelera y parte.
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