Rumias

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Goya y Manuela Malasaña

Francisco de Goya: Los fusilamientos del tres de mayo

...ya tiene que haberse dicho un millón de veces.

Lo más notable del cuadro es ese deslumbrante fogonazo de la camisa blanca del hombre que de rodillas, con los labios apretados, con cara de angustia infinita y los brazos levantados; con las manos abiertas como si quisiera abrazar a sus verdugos, clama por una misericordia que no llega. No podía saber Goya —aunque quizás ese sordo y tozudo aragonés ya lo intuía— que en su cuadro estaba retratando también el fusilamiento, en Madrid y en Santiago, de nuestras/nuestros amigas/amigos más de cien años más tarde.

Las tijeras de Manuela Malasaña...

Abrazado entre Argüelles y Chueca e inmediatamente al norte de la Plaza del Sol, Malasaña es uno de los barrios más visitados por los turistas que llegan a Madrid. Malasaña: bohemio, hipster y cool.

Los madrileños saben todo esto de memoria, claro; pero no todo el mundo tiene la suerte de vivir en Madrid.
En la esquina de las calles Velarde con San Andrés se encuentra Acquolina, una cafetería que ofrece gelato y orxata. En 1808 vivía ahí Manuela Malasaña Oñoro, la joven costurera que le da ahora nombre al barrio.

Las leyendas y las historias nos han contado que Manuela Malasaña fue una de ese casi medio millar de madrileñas y de madrileños muertos por las tropas francesas en el alzamiento del dos de mayo.

Nos han contado que Manuela Malasaña se unió a los alzados y que murió en combate.

Nos han contado que fue sorprendida portando sus tijeras de costurera y ejecutada, sin más trámite, por violar el estado de guerra al portar subrepticiamente tal arma.

Nos han contado que Manuela Malasaña usó sus tijeras de costurera para defenderse del acoso, del ultraje y de la violación intentada en su contra por un soldado invasor ruin y perverso.

Nos han contado que Manuela Malasaña se destacó entre esa muchedumbre anónima y patriota que se levantó contra los invasores. Podemos imaginar a Manuela Malasaña como una joven, como una hermosa, como una valiente y arrojada heroína que, arrojándose a tal desigual combate, dio voluntariamente su vida por la Patria... Así, esa que algunos escriben siempre con mayúscula.

La verdad es que no sabemos a ciencia cierta cómo murió Manuela Malasaña.

Sabemos —podemos leerlo en Wikipedia— que Manuela Malasaña lleva el número 74 de las 409 víctimas de ese día registradas en los Archivos Municipales y Militares de Madrid.

Sabemos —podemos leerlo en Wikipedia— que Manuela Malasaña fue enterrada en lo que hoy es la Iglesia de la Buena Dicha en la calle de Silva, entonces un hospital que acogía a gente pobre y al que llevaron a muchos de los heridos en el alzamiento.

No sabemos mucho más.

No sabemos si Manuela Malasaña tenía o no un novio.

No sabemos el color de su pelo o el de sus ojos.

No sabemos en qué pensaba Manuela Malasaña cuando salió a la calle.

No sabemos si iba o si regresaba del taller de costura hasta su casa.

¿Qué pasa con nuestra historia si Manuela Malasaña no era tan hermosa como dice la leyenda?

¿Qué pasa con nuestra historia si Manuela Malasaña era simpaticona, pero más bien feúcha?

¿Qué pasa con nuestra historia si a Manuela Malasaña nunca se le ocurrió que podría llegar a ser una heroína esa mañana; si nunca se le ocurrió participar en ningún combate?

¿Qué pasa con nuestra historia si Manuela Malasaña tenía miedo o hambre y ese lunes 2 de mayo de 1808 corrió desde el taller de costura hasta su casa?

¿Qué pasa con nuestra historia si con el ruido de los gritos y el de las balaceras, Manuela Malasaña no oyó la voz de alto... o, si lo hizo, se asustó tanto que siguió corriendo?

—Idiota, imbécil —le gritó el sargento al soldado asesino. Te dije que dispararas al aire.

Ese tozudo aragonés

En una primera versión de mi booklet para las tertulias, escribí que Goya había sido un gran funambulista... Coqueteando con la fama, adulando sin mucha sinceridad a los poderosos —viviendo de sus pinturas por encargo y criticándolos con desdén a sus espaldas; bebiendo del buen vino de los salones refinados —afrancesados— del duque de Osuna, retratando a la duquesa de Alba... disfrutando a la noche siguiente el vino barato y la algazara de las tabernas populares de poca monta en las que se bailaban y cantaban más jotas y anónimas jácaras populares que fandangos de Luigi Boccherini. Carlos Saura en su Goya en Burdeos capta agudamente el contraste entre estas dos músicas, entre el fandango del salón, por una parte; la jácara de la taberna y de la calle, por la otra.

Todo eso es más o menos... cierto.

Sin embargo, Margaret Beahrs, una de nuestras tertulianas, me señaló que llamar a Goya sin más un funambulista —un funambulista social— era injusto... Tenía razón: Goya fue más bien, y en palabras de Tzvetan Todorov, un maestro de la contradicción.

Nacido pobre en la pequeña aldea aragonesa de Fuentedetodos en 1746, Goya aspiró y logró llegar a codearse tanto con los ricos y emergentes nuevos burgueses de esa España del último tercio del siglo XVIII (los Tomás Bilbatúa de Goya's Ghosts de Miloš Forman), como con los antiguos nobles ricos de aire o de ínfulas de libertinos —con los Borbones empelucados, la austeridad y santurronería pacata de los Habsburgo ya estaba hacía tiempo démodé y olvidada.

Liberal, amigo de escritores progresistas como Leandro Fernández de Moratín y de políticos ilustrados como Gaspar de Jovellanos, Goya fue también el pintor oficial de los reyes Carlos III, Carlos IV y Fernando VII. También fue amigo del progresista duque de Osuna y amigo —quizás, sólo quizás... y quizás más sólo su deseo que el de ella, también amante— de Cayetana, la duquesa de Alba —Maribel Verdú, en la película de Carlos Saura. A tod@s ellos les hizo retratos... aunque los de la duquesa de Alba solo hayan sido hechos para él (quizás también para ella) y, uno al menos, nunca exhibido en público, sino después de la muerte de ambos.

Se casó, sin duda más por conveniencia que por amor, con Josefa Bayeu. Su nuevo cuñado Francisco Bayeu —entonces el pintor del rey— le abrió las puertas al palacio real. Convivió, después de la muerte de Josefa y seguramente por amor, con Leocadia Weiss, su ama de llaves, la que lo acompañó a su exilio en Francia y con quien tuvo una hija, Rosario Weiss, también ella por derecho propio, más tarde una grabadora de renombre, aunque murió joven, a los 28 años, probablemente de cólera.

Disfrutaba —le llenaba de orgullo— ser un invitado de honor en los salones palaciegos; gozaba más pasar tiempo con sus amigos en las tabernas de Madrid. En contra de la moda relativamente sobria de los palacios (pasemos por alto las pelucas, los lunares de mentira y los perfumes), le gustaba vestirse con adornos y con ropas de colores brillantes; muy a lo majo. Le gustaban las fiestas populares en la pradera de San Isidro y adoraba las corridas de toros (ooops, Fernando Savater y Santiago Abascal estarían contentos). Aceptaba comisiones de luminosas escenas religiosas y en su casa —a solas y para sí mismo, alumbrándose con las velas encendidas que ponía en el ala de su sombrero— pintaba oscuras —negras— escenas tenebrosas llenas de fantasmas y de monstruos.

Pero Francisco de Goya fue además maestro de la contradicción no sólo porque su vida y sus impulsos fueran contradictorios, sino también porque pudo ver mejor que ningún otro español de entonces las contradicciones de su siglo el que, por un lado se abría a la razón, pero por el otro, continuaba empecinadamente atado al oscurantismo. Peor aun, esa misma razón que dirigía y animaba revoluciones en contra del viejo orden retrógrado y conservador, generaba también el horror de guerras sin término, de tortura, de intolerancia, de ruina y de muerte.

De ahí, primero, sus Caprichos, denunciando la corrupción, el egoísmo y la ignorancia; y de ahí, después —anticipándose a fotógrafos de guerra como Robert Capa, Gerda Taro, Yevgeni Khaldei y Eddie Adams— sus Desastres de la Guerra, la brutal denuncia de la salvajería de los que, supuestamente, deberían salvarnos de todo ello.

Goya, claro, enloqueció envenenado por el plomo que usaba para preparar sus pinturas, pero enloqueció también por los monstruos y por las monstruosidades de las que tantas veces y de diferentes maneras fue testigo.

Goya pintó esas contradicciones y en eso fue un maestro.


Goya murió en Burdeos en 1828. Sus restos fueron trasladados a España en 1919. Ahora descansan, es decir, yacen, a orillas del Manzanares en la Ermita de San Antonio de la Florida, de la que Goya pintó sus frescos que representan el milagro de San Antonio referido en la película de Saura y la que, por invitación de mi amiga Conchi, visité el octubre pasado. No todos los restos de Goya yacen ahí, claro. Por alguna razón oculta o broma macabra, alguien en Francia robó su cabeza, la que nunca hasta ahora ha sido encontrada.



Saint Paul, mayo de 2023


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