La caza
He visto una buena parte de las películas de Carlos Saura.
Los golfos...
¡Qué golpe para un chico hijo de inmigrantes españoles creciendo en un ambiente franquista
con la idea de que en España todo era bueno, inmaculado y perfecto!
El jardín de las delicias
Ana y los lobos
La prima Angélica
Cría cuervos
La he visto por lo menos unas diez veces.
Ana Torrent mejora cada vez.
Elisa, vida mía
Bodas de sangre... Carmen... El amor brujo... Tango... Flamenco Flamenco... Jota... Argentina...
Pueden verse una y otra vez.
No me canso de ver la escena del pasodoble con Pepe Blanco disimulando apenas sus arrugas y canas!! de Bodas de sangre.
¡Ay, Carmela!
Goya en Burdeos...
Pero si tuviera que quedarme con sólo una de ellas sería La caza de 1966.
Debo de haber visto por primera vez La caza a mediados de 1968 en la Sala Bulnes de Temuco. Debo de haber tenido entre catorce a quince años en una época en que comenzaba a cuestionar el franquismo de mi entorno. Por mi cuenta había leído Los cipreses creen en Dios y Un millón de muertos de Gironella; mi amigo Lucho me había prestado y yo leído Por quién doblan las campanas de Hemingway.
En el colegio, pasaba el tiempo en los recreos conversando con Manuel Gedda (1952 2021) casi un año mayor que yo y con un hermano periodista de Punto Final con él hablándome entusiásticamente de Cuba, pero no tanto para intentar convencerme unilateralmente de sus bondades (Manuel era demasiado inteligente como para irse perezosamente por lo fácil), sino para enseñarme a pensar.
El calor,
el sudor,
el olor a tomillo (mencionado por el narrador),
la hipnotizante música de fondo de Luis de Pablo,
las canciones pop homodiegéticas que Carmen (Violeta García) escucha en su radio portátil,
el fuerte contraste de la fotografía de Luis Cuadrado (eso de llamarlo fuerte contraste lo aprendí más tarde; entonces tuve la sensación que no el concepto).
El ritmo pausado del ritual cinegético (el riguroso cuidado con el que los tres hombres preparan sus armas), el fascinante seco ruido metálico al cerrar sus escopetas.
La admiración fetichista filonazista que expresa casi boquiabierto Luis al ver la Luger que ha llevado el joven Enrique.
La perturbadora impúdica precoz sexualidad de Carmen.
El abuso y desconsideración para con los sirvientes: Juan y su madre enferma (Fernando Sánchez Polack, María Sánchez Aroca) en breves, pero importantes papeles.
La escena en la que Luis compra un maniquí de costura sólo para dispararle al corazón con su rifle después.
En la que Paco mata caprichosa e innecesariamente a uno de los hurones de Juan.
Todo.
Todo impresiona y todo es memorable. No sobra nada.
José, Paco y Luis los tres hombres mayores cazan, matan montones de conejos (muchos más de los que podrían consumir) y beben.
Vale.
Beben demasiado y eso junto al calor y al resentimiento; el sol, el sudor, junto al calor, al resentimiento, repito, junto al olor a tomillo y a la frustración del fracaso (José y Luis) luego de una Victoria que no ha resultado igualmente generosa para todos los que supuestamente la alcanzaron...
Todo ello lleva al único final posible en el que la violencia contra los conejos se vuelve en violencia entre estos falangistas que se creían camaradas y amigos..., pero quizás todo no fue sino una efímera apariencia, quizás en realidad nunca lo fueron y definitivamente ya no lo son.
Al final, con los tres hombres viejos ya muertos, Enrique se echa a correr. Quiere escapar de ese infierno.
¿Hacia adónde corre?
¿Hacia adónde puede correr?
No podemos saberlo.
Como antes en 400 golpes (1959) de François Truffaut y como en Julio comienza en julio (1979) de Silvio Caiozzi, después (y como en Thelma and Louise), la cámara se congela y la película que no la historia termina.
La caza es una de las más memorables películas que he visto jamás.