Alrededor del fogón
o del brasero
Esta mañana leí En el principio fue el cuento, un artículo firmado por Pablo Zapata Lerga en El Correo de Bilbao. En su artículo, Pablo (quiero usar su nombre de pila porque después de leer su artículo siento que de conocernos alguna vez en un café podríamos llegar a ser amigos) afirma que en el arbor de los tiempos cuando los sabios se sentaron a pensar sobre los grandes temas, inventaron la filosofía; cuando el pueblo sencillo se puso a pensar sobre la vida, inventó el cuento.
Pablo continúa su artículo contándonos cómo al pedirles a personas desconocidas o a amigos que encontraba en su camino en diversos lugares del mundo que le contasen algún cuento tradicional de su comunidad o alguno que recordasen que se lo había contado su madre, su padre o alguno de sus abuelos o abuelas, innumerables veces podía reconocer en tales cuentos alguno de los que ya aparecían en El conde Lucanor, esa repilación de anécdotas (de cuentos) que circulaban en el saber popular de su entorno publicada hacia fines del primer tercio del siglo catorce 1335 por don Juan Manuel (1288 – 1348). A setecientos años de distancia, un recopilador que imitase en nuestros días la labor de Juan Manuel encontraría el mismo conjunto de anhelos, temores y advertencias.
Los cuentos se repiten, se citan, los unos a los otros. Son todos variaciones de un mismo relativamente pequeño conjunto de anhelos y de temores; fragmentos metafóricos de aquello que aspiramos alcanzar o de aquello de lo que queremos rehuir. En el fondo, como escribió Elvira Codulá en Alrededor del fogón y bajo las sábanas son todos variaciones de historias que incesantemente narramos públicamente a una relativamente amplia audiencia alrededor del fogón primordialmente con el fin de exaltar y celebrar una victoria o, por el contrario, lamentar una derrota o denunciar un abuso, por una parte; y las historias que susurramos en la intimidad bajo las sábanas con el fin de exorcizar el temor y el espanto, la culpa y la vergüenza de las pesadillas, por la otra.
Ya Borges lo había dicho de otra manera: son todos historias acerca de construir una ciudad o de destruirla; de defenderla o de atacarla. De uno u de otro modo habrá orgullo o soberbia; culpa o vergüenza.
Hace un par de días mi amigo Luis Henríquez me envió un cuento escrito por su primo Heriberto con el título El velorio. La trama transcurre así: Poco después del gran terremoto que asoló el Sur de Chile en 1960, un joven adolescente de quince años debe hacer un viaje desde su escuela hasta su casa en Purranque. Llueve intensamente (siempre llueve en el Sur) y debido al terremoto hay pocos servicios públicos de transporte disponibles y el adolescente sin nombre se encuentra perdido sin saber qué hacer en medio de tanta catástrofe hasta que inesperadamente recibe la ayuda de transporte en un camión bajo cuyo toldo un grupo de unas veinte personas se protegen precariamente del frío y de la lluvia con sus ponchos y mantos y se calientan alrededor de un brasero...
Pero no sólo se cuentan cuentos alrededor de este fogón improvisado y lo precario se transforma en fuente generosa de crecimiento. El camión transporta también el ataúd de un viejo que antes de fallecer había expresado su deseo de ser enterrado en Osorno, un poco más al sur que Purranque... De ahí el título del cuento: es un velorio ambulante. Es un velorio que literalmente transcurre a través de un camino.
De quince años, por supuesto que el adolescente (y narrador del cuento) está sorprendido. A esa edad, seguramente han sido todavía pocos los velorios a los que ha asistido; a esa edad todavía habrán sido pocas veces en las que se ha visto enfrentado a pensar de veras en la vida y en la muerte: a verle la cara a un muerto; a darle el pésame a una joven viuda.
El viaje desde su escuela cerrada por el terremoto hasta su casa en Purranque se transforma así en un viaje de aprendizaje... un paso desde la pasividad a la acción en la que al final, por circunstancias que dejo en suspenso, será el joven adolescente quien salve el día y resuelva un conflicto.
Como muchos otros cuentos, el cuento del primo Heriberto es una reescritura en el que sencilla, bella y magistralmente se rescata de una manera fresca una vez más la vieja idea del fogón (aquí un brasero) alrededor del cual los viejos transmiten su conocimiento de la vida (y de la muerte) a los jóvenes de la tribu, aquí al joven adolescente sin nombre.
Los sabios de la tribu hacen filosofía encerrados en sus habitaciones y eso está muy bien. Alrededor del fogón o de un brasero, los viejos cuentan historias de espanto y de miedo, de solaz, de valentía y de esperanza. Eso, creo, está mejor.
Saint Paul, 26 de abril de 2025