El barrio Yungay vivió eludiendo, esquivando el bulto.
Así murió.
Mientras la urbe crecía hacia levante y poniente, el barrio
Yungay declaraba su independencia humilde, su pertinaz
negativa a crecer, su afirmado sino de envejecer a fuerza
de glorias ajenas y penas propias. Estipuló diminutos
códigos de pertenencia, se enroscó sobre sí mismo
como una lombriz, elaboró sus límites cifrando consignas
misteriosas, mostrando y escondiendo su inevitable
origen de medio pelo. Quienes allí vivían, sabían con
certeza de dónde eran, pero jamás sabrían a ciencia cierta
de dónde venían, y mucho menos adónde irían a parar.
San Pablo cerraba el Norte en una horizontal taxativa,
cierta, definitiva. La Avenida Ricardo Cummings
clausuraba el Este. Matucana era el despeñadero hacia
el Poniente, donde ningún viajero, ni los más atrevidos,
osarían aventurarse (excepto a través del corredor de
Santo Domingo, que conectaba con el Paraíso Perdido,
la Quinta Normal). En Huérfanos, se levantaba la muralla
hacia el Sur, las puertas de la ciudad que comunicaban
de manera incierta con el Barrio Estación Central.
El barrio obrero de Mapocho se diluía, quebraba sus
lanzas en el comercio de San Pablo, seductor, provocante:
librerías,
farmacias,
zapaterías,
talabarterías,
abarrotes,
ferreterías,
sastrerías,
yerberías,
compra y ventas,
muebles.
Impenetrable.
Los barrios semi-rurales del Poniente se hundían en la
inmensidad de Matucana, arteria pública por definición:
el Correo donde los telegramas se escribían a pluma,
los liceos, el Hospital San Juan de Dios, la Escuela de
Veterinaria donde se llevaba a operar a las gatitas,
el Museo de Historia Natural, el Museo de Arte Moderno,
en fin, la Quinta misma, la mismísima Quinta.
Y claro, los bares, muchos bares, cientos de bares.
La Avenida Cummings delineaba otros límites sociales.
Ahí comenzaba un barrio de mejor pelo aunque de
inminente decadencia. Conservaba aún cierta dignidad de
vieja viuda sola que ha sido "bien", aunque fuera antes,
cuando la gente fue "gente". La sólida construcción de las
casonas delataba los apellidos, los "de", los "del", aunque
sus antiguos propietarios habían comenzado hacía buen
rato el éxodo al oriente.
Todavía no se sospechaba sin embargo la profusión de
hoteles parejeros, restoranes chinos de a peso, academias
de corte y confección, "minimarkets" (la versión aggiornada
del "emporio"), que terminarían por saturar el Barrio Brasil.
Hacia el Sur, la frontera siempre fue difusa.
Aparte de estos límites, las verticales nunca hicieron
particular historia. Libertad, Cueto, Esperanza,
Sotomayor, García Reyes, Herrera, nada.
Sólo historias mínimas, historias de vida privada, postigos
adentro, visillos corridos.
Otra cosa son las largas calles verticales, de las que otro día
nos ocuparemos.
Los "de ahí", los conocedores del barrio, más de algo
podríamos decir sobre lo que pasaba tras los visillos.
Por ahora, dejemos el visillo corrido, los postigos
cerrados.
La peligrosa picota de la Modernidad que se cernía desde
los 70's sobre el sector céntrico más temprano que tarde
ha avanzado sobre el viejo barrio, demoliendo sus últimas
certezas, degollando lo que el terremoto no pudo, quebrando
identidades, golpeando, mudando, zanjando, mutilando.
El barrio, claro, ya no es el mismo.
Subsiste la plaza. Eso sí.
La plaza estaba en el corazón del barrio.
Rodrigo Erazo Reyes
Otoño, 1998
Ahora, 2024, el barrio Yungay
está rejuvenecido, por supuesto.