La Celestina

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i. La pasión de Calisto

E
n Toledo, cuando faltaban pocos años para iniciarse el nuevo siglo bajo el reinado de Isabel la Católica, vivía Calisto, un joven noble que frisaba los diecinueve años y cuya temprana doble orfandad y carencia de hermanos lo había dejado en poder de una magnífica casa señorial de planta baja, dos pisos y un ático, tres patios, un pequeño huerto y caballerizas, a la que regularmente acudían los inquilinos de las vastas tierras cercanas que antes de haber sido suyas habían sido de su padre, con tantos abundantes tributos en especie y dinero, que le permitían llevar una holgada, reposada y despreocupada vida, dedicada casi exclusivamente a dos de sus aficiones más apreciadas: la caza de cetrería y la lectura de los autores clásicos de la antigüedad greco-romana y de los todavía muy recientes maestros castellanos medievales; don Juan Manuel, muerto en 1348 a la llegada de la peste negra a Castilla, y don Juan Ruiz, el arcipreste del Buen amor.

Toledo y el río Tajo.

Vino de Esquivias. El vino de postre de Esquivias —blanco, oloroso y suave al paladar— aparece celebrado por Cervantes en varios de sus entremeses. Su calidad era tal que en 1530 un decreto real dispuso que su consumo se reservara para la casa real, para los miembros de la nobleza y para los enfermos y parturientas.

Nunca faltaba en la mesa del joven y apuesto Calisto el buen vino que comerciantes escrupulosos le traían de Esquivias con el que él bajaba cada tarde la cena ya sea de fragantes perdices asadas a la manera toledana, acompañadas de berenjenas a la morisca y dulces de mazapán confeccionados por las monjas clementinas, o algún otro de los muchos deliciosos platos de la abundante gastronomía toletense, preparados en la amplia y siempre bien provista cocina ubicada en los pisos inferiores de su casa por las hábiles cocineras que se cuidaban de satisfacer, con bien compensado esmero, sus deseos, caprichos y apetencias desde que se levantaba apenas dos palmos del suelo siendo un niño de meses.

Sin haber todavía fundado una familia propia, Calisto compartía su mesa ubicada en los pisos superiores de su casa con dos de sus más fieles criados, Sempronio, de su misma edad, y Pármeno, un par de años menor, quienes, aunque ya bien sabían que la cuerda siempre se corta por lo más delgado, siempre estaban más que dispuestos también a acompañarle en sus correrías por las tabernas y posadas de esas callejuelas estrechas, serpenteadas y poco santas en las que Calisto encontraba el solaz y el esparcimiento que algo hacían por disipar las penas que sufría especialmente las noches de mucha luna.

Eso, porque la tercera gran afición que colmaba los pensamientos y las tristezas de nuestro Calisto era su desmedido y, hasta el comienzo de nuestra historia, no aun correspondido amor, si no corporal pasión y deseo, que sentía por una muy bella y agraciada joven de ya de dieciséis años llamada Melibea, hija única de un muy enriquecido comerciante de ultramarinos de nombre Pleberio, asentado hacía pocos años en la ciudad y de quien se decía que era además un fiel cristiano nuevo.

Calisto no era devoto ni mucho menos misero de corazón, pero ya más de un toledano había notado que cada domingo llegaba a la iglesia poco antes de la bendición final y, persignándose a la carrera, se abría paso entre la muchedumbre para instalarse cerca del lugar donde Melibea asistía al oficio divino acompañada por Pleberio, por Alisa, su madre, y por su fiel criada, Lucrecia. No creo que Melibea fuese muy devota tampoco: somnolienta tras pasarse la noche en vela leyendo novelas de amor; aburrida, bostezaba con disimulo y, distraída, posaba sus ojos marrones en los vitrales multicolores de las ventanas del claristorio y en las estatuas de los santos y de las santas, antes de dejarlos caer en los de Calisto quien la observaba semi oculto, flanqueado por Sempronio, tras una de las columnas del transepto, allí donde se apiñaba más gente.

Sempronio, sabedor del fuego que consumía el alma —y más el seso— de su amo, no perdía ocasión de atizar la llama, aunque, ducho como era y siempre con el ojo puesto donde pudiera sacar más provecho, pretendía querer calmarlo y salvarlo así de cualquier peligro físico o espiritual al que pudiera verse expuesto. Así, tal como en otras, esa fresca mañana de fines de marzo en la que ya se veían abrirse los capullos de las rosas en los jardines del claustro haciendo, de solo pensar en sus metáforas, enrojecer el rostro de Calisto, le decía mirando hacia su abultada entrepierna:

—¿En Cristo yo? Yo creo en Melibea. Soy de Melibea, a Melibea adoro y a Melibea amo.

Quiso, por ahora, la buena fortuna de Calisto que el cura ya estuviera entonces dando a todos la bendición final autorizándoles con ello a dar la media vuelta (no había aun sillería en las iglesias de esos siglos), comenzar a charlar con gusto de nuevo y salir apresurados a la plaza del mercado de modo que nadie, salvo el sonriente Sempronio, pudo oír las blasfemas, y potencialmente peligrosas, palabras de Calisto a las que él, por otra parte, ya estaba acostumbrado y no le provocaban ningún asombro, sin que por ello no las registrara convenientemente en un recodo de su memoria.

Con las palabras y con el Santo Oficio nunca se sabía en esos tiempos y era mejor estar siempre a buen resguardo.

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