No habría tomates ni maíz tampoco; pero habría arroz, garbanzos, lentejas y espelta; chirivias, aceitunas y berenjenas; quesos, uvas y manzanas; torreznos, corderos y cerdo. También mantos de colores, sedas, sombreros y espadas por las que Toledo era justamente ciudad famosa.
Pleberio hablaba con uno de sus clientes, tratando de amarrar un negocio de sedas de la India, Alisa intercambiaba palabras gentiles con dos de sus amigas y Melibea, acompañada de muy cerca por Lucrecia, se entretenía hurgueteando entre los collares de cuentas de colores de una artesana griega, cuando de improviso, habiéndose armado de valor, se le acercó y le habló Calisto.
Es increíble cuánto perduran porfiadamente las costumbres y las formas lingüísticas del pasado.
Por esos años, hacía ya un tiempo que don Antonio de Nebrija había publicado su Gramática Castellana, abogando entre cosas el abandono de las frases latinescas y el seguimiento de un idioma vernacular castizo. ¡Vana esperanza! En esos días continuaba siendo costumbre entre los jóvenes instruidos como Calisto, como así mismo entre las muy pocas mujeres instruidas como Melibea, emplear frases que, lejos de venir de un castellano hablado en la vida real de los negocios, de los viajes y del mercado, sonaban añejas e incomprensibles para quienes ya no recordaran los modos enseñados por el bueno de Andreas Capellanus quien, hacía más de dos siglos, con su libro El arte de amor cortés, había enseñado a los jóvenes enamorados a dirigirse el uno al otro con las palabras que recordaban los diálogos de Troilo y Criseida o, más antiguos aun, los inventados para Lancelot por un Chrétien de Troyes, sin saltarse a nuestro Arcipreste, Juan Ruiz, el de Hita.
Dicho de otra manera, si parábamos la oreja en ese mercado toledano para escuchar lo que se decían Calisto y Melibea, nuestro asombro no sería mayor si en el Mall of America dos enamorados de hoy hablaran como Elizabeth y Mr Darcy... o, si pasearan por el barrio de Chamberí en nuestro Madrid, hablaran como Tristana y don Lope Garrido.
En esto veo, Melibea, la grandeza y la inconmesurable bondad de Dios.
¿En qué la ves, Calisto?
En que la naturaleza te haya dotado a ti de tan perfecta hermosura y en que yo, sin merecerlo, pueda contemplarte y, habiéndome acercado a ti, manifestarte mi alegría de verte y confesarte mi secreto dolor.
Cualquiera creería que la pobre Melibea no entendió ni jota las palabras y frases enrevesadas de Calisto..., pero resulta que Melibea también leía a Capellanus y el tipo de historias de amor que ese lenguaje alentaba. Entonces, no tendría ningún problema en entender lo que le decía Calisto.
Siguiendo las convenciones aprendidas en sus historias de amor cortés, Melibea simplemente bajó los ojos y sonrió con recato. Entonces Calisto continuó con sus palabras, aprendidas de memoria.
Los santos en el cielo se deleitan de la visión celestial que saben eterna. Asímismo, nadie en el mundo ha visto a un hombre tan dichoso como yo lo estoy ahora, empero sufro desde ya, anticipando el dolor que causará en mi alma tu ausencia cuando te hayas ya marchado de este sitio tan glorioso, privándome del placer de tu mirada.
¿Por tan grande premio tienes el verme, Calisto?
Si Dios me diese en el cielo un lugar prominente entre sus santos, no me daría tanta felicidad como la que tú me das ahora.
Pues, si perseveras, yo te daré aun un mejor galardón del que te doy ahora.
¿Uno mejor? Oh, bienaventuradas sean mis oídos que tan magnífica y deleitosa promesa han oído.
Desaventuradas más bien serán tus orejas cuando me acaben de oír, torpe lascivo, cuyo loco atrevimiento y mal intencionadas palabras no merecen más que mi furia de mujer honesta y virtuosa. Vete de aquí, desvergonzado, que mi paciencia no soporta ya más tiempo que hayas querido comunicarme de tal grosera manera tu deseo, que no amor, ilícito.
¡Oh pobre Calisto! Los estudiosos y comentaristas del libro de Rojas señalan que en su entusiasmo por Melibea olvidó los dos significados que encierra la palabra "galardón". Creyó que Melibea hablaba ya sin más de entregarse a él cuando es mucho más probable que la joven pensara en darle alguna prenda suya quizás un pañuelo o a lo mucho un rizo de sus cabellos en señal de su amor (casto y puro), pero de ninguna manera lo que imaginó la febril y adolescente cabeza de Calisto...
Quizás, pero yo creo que había suficiente ambigüedad en las palabras de Melibea para no decir nada del posible tono de su voz que no habría manera de evitar el equívoco de Calisto... aunque bien podría él haber disimulado también un poco su entusiasmo. Alocado o no, es bien posible que Melibea haya en verdad insinuado lo que Calisto entendió, pero que luego se desdijera por timidez, súbita modestia o estudiada coquetería.
Me iré como el más desgraciado entre los seres humanos aquel a quien la fortuna adversa mira con odio cruel.
Pero Melibea ya se había tomado del brazo de la fiel Lucrecia para reunirse con sus padres dejando parado a Calisto quien, no teniendo nada mejor que hacer en el Mercado, se marchó también a su casa acompañado por Sempronio.