Sentáos, hijos míos, que hay lugar para todos, cada uno con su pareja; yo que estoy vieja y sola me pondré junto al jarro de vino, que en las noches de invierno no hay mejor cosa para calentarse, ni en las tardes como estas para refrescarse.
Salud, por los amores de nuestro loco y necio amo y por la hermosa Melibea.
¡Qué tontería dices, Sempronio! Su hermosura es de las que por unas pocas monedas se compra en la tienda. Si algo tiene de hermosa esa Melibea son solo la buena ropa y los unguentos caros que se pone en la cara. No lo digo solo por echarme flores, pero yo no le envidio nada a esa... Melibea.
Mucha razón tiene Areúsa. Para ser doncella, Melibea tiene las tetas como si hubiese parido tres veces. No sé qué es lo que le encuentra a ella Calisto que no hubiera podido encontrar en otra.
¡Qué cosas se oyen! Aquí cada buhonero alaba su propia mercancia.
Quizás tengas razón, Sempronio, pero por la plaza ya se oye todo lo contrario... De doncella, Melibea...
No digas necedades, Pármeno insistió Sempronio. El pueblo no perdona las faltas de sus señores, y si alguna tuviese Melibea, ya nos habríamos enterado. Calisto es caballero; Melibea hidalga y muy rica. Los nacidos en ese linaje se buscan los unos a los otros. No es de maravillarse que Calisto la prefiera ella y no a otra.
Vil sea, quien por vil se tiene le respondió Areúsa. Son las obras las que hacen linaje. Al fin y al cabo todos somos hijos de Adán y de Eva. Que cada uno procure valer por sí mismo, y que no vaya a buscar el mérito entre sus antepasados.
No le respondas, Sempronio, que así no terminaremos nunca terció Celestina. Mejor, dime, ¿cómo anda tu amo?
Jurando que no quiere saber nada del mundo, mientras no llegues tú con Melibea y se la pongas en su regazo.
¡Bendito sea Dios! Gozad vosotros que ya estáis juntos y no sufrís las penas de Calisto. Gozad de vuestra fresca mocedad, antes de que sea tarde y os arrepentáis, como yo ahora, por los muchos ratos que dejé pasar sin disfrutarlos, cuando era moza y me querían. Besaos y abrazaos que a mí ya no me queda otro gozo que veros y consumirme de envidia. ¡Cómo os reís, putillos! ¡Venga, a disfrutar, loquillos, traviesos! ¡Así es! ¡Así es! Pero, ¡Cuidado! No derribéis la mesa!
Bien que te gustaría ser joven, ¿eh, Celestina?
Dices bien, Pármeno. Pero recuerda que nadie es tan joven que no pueda morir mañana, ni tan viejo que no pueda vivir un día más.
Estaban así gozándose cuando sintieron golpear la puerta.
¡Celestina!
O mucho me engaño, o esa es mi prima Lucrecia dijo Elicia.
Ve tú a abrirle le contestó Celestina que algo le toca de lo que aquí hablamos. Esa está tan encerrada, que no goza de su mocedad.
Es verdad dijo Areúsa porque las que sirven a señoras no disfrutan de nada ni gozan de los dulces premios del amor. Nunca tratan con sus iguales a quien puedan hablar tú por tú; a quien digan: «¿Qué cenaste?», «¿Estás preñada?», «¿Cuántas gallinas crías?», «Llévame a merender a tu casa», «Muéstrame a tu enamorado», «¿Cómo te va con él?» Denostadas y maltratadas las traen y cuando llega el tiempo de la obligación de casarlas le levantan calumnias. Por si todo eso fuera poco, nunca oyen su nombre propio: «¿Qué hiciste, bellaca?», «¿Cómo fregaste esa sartén, guarra?», «¿Por qué comiste eso, golosa?», «¿A dónde vas, tiñosa?», «¿Por qué no limpiaste el manto, sucia?». Luego la echan a la calle, diciendo: «Vete, ladrona, puta, no destruyas mi casa y mi honra». Así es que esperas que te regalen el vestido y las joyas de la boda, y sales desnuda. Por eso yo prefiero vivir en mi pequeña casa, libre y dueña de mí misma, que no sometida y cautiva en los ricos palacios de esas señoras.
Eres muy juiciosa y sabes muy bien lo que haces le dijo Celestina. Pero ahora dejemos esto y veamos qué quiere Lucrecia.
Así entonces le abren por fin la puerta y llega a la fiesta Lucrecia.
Dios bendiga a tanta y honrada compañía.
¿Tanta, hija? Se nota que no me conociste en mis buenos tiempos. A esta mesa he tenido yo sentada a nueve mozas. Y la mayor, no pasaba de los dieciocho.
Mucho trabajo tendrías con tantas, madre, que las mozas son ganado difícil de cuidar.
Gracias a ellas, caballeros viejos y jóvenes; obispos y sacristanes, me llenaban la casa de pollos, gallinas, patos, perdices, tórtolas, pichones... ¿y vino? Siempre me sobraba. Y cómo me trataban. Se inclinaban a mi paso como si fuera una duquesa. Estaban diciendo misa y en cuanto me veían entrar, se turbaban... y ya no decían ni hacían nada a derechas. Hasta besaban mi manto.
No debía de ser la primera vez que la vieja Celestina comenzaba a hablar de los buenos tiempos del pasado. Aburrido con su perorata o porque intuyó que lo apropiado entonces era que Lucrecia se quedara a solas con la alcahueta, Sempronio le dio un codazo disimulado a Pármeno antes de levantarse de la mesa, tomar a Elicia del brazo y subir con ella al segundo piso seguido por su compañero y Areúsa.
De nada sirve darle vueltas a los buenos recuerdos. Nosotros vamos a divertirnos un poco y tú atiende a esta doncella.
Vete, Sepronio; y nosotras a lo nuestro, Lucrecia, hija. ¿A qué has venido tan en buena hora?
A pedirte que... que vengas a ver a mi ama que pide que le lleves su cordón. Se siente muy... abatida, con desmayos y ahogos en el pecho.
Boquiabierta me quedo. ¿Ahogos? ¿Una mujer tan joven? Pues vamos.