La Celestina

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xv. Un generoso regalo genera envidias

C
elestina corrió; casi se puede decir que salió volando de la casa de Melibea con su manto flotando como alas de cuervo, ansiosa de llevarle las nuevas a Calisto quien, como ya lo había hecho toda la semana, cuando no se quedaba en su casa encerrado a solas en su cuarto apenas salía de la iglesia de la Magdalena, rezando y encomendándose a los santos que le llevaran a su lecho a Melibea (porque eso, a pesar de todas las frases corteses, enrevesadas, dulces y librescas con las que soñaba, follar con Melibea era lo que realmente quería) y se aliviara así el fuego que lo consumía.

Allí lo encontró Celestina con Sempronio y Pármeno bien cerca, aunque estos, qué duda cabe, no rezaban.

No es difícil imaginar de nuevo cómo se le encogieron las tripas a Celestina de asombro y de espectación y cómo se les alargaron a Sempronio y a Pármeno sus ojos, sus codicias y sus envidias.

Ahí estaba Celestina, que había aspirado a lo más a un manto y quizás a un vestido, pudiéndose colgarse del cuello una no muy en justicia nombrada simple cadenilla, sino una hecha de varias onzas del más fino oro.

Con mucha calma y aplomo, Celestina le respondió a Calisto:

Así, sin más, se fue Celestina a su casa a contárselo todo a Elicia, dejando a Pármeno y a Sempronio murmurando luego que su amo se retirara por un momento breve a sus habitaciones para reponerse solo y en calma de tanta emoción y de tanto alboroto.

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