No por mucho madrugar, amanece más temprano le dijo Sempronio y las doce campanadas no sonarán hasta medianoche.
¿Qué sabrás tú del tiempo y de sus misterios? Ahora tengo por cierto que es más penoso para el delincuente esperar la sentencia de muerte que sufrir su cumplimiento.
Salieron de casa cuando faltaba poco para las doce. Cerca de la de Pleberio, Calisto le pidió a Sempronio que se asomara a ver si había alguno de sus hombres vigilando la entrada.
Ni moros ni cristianos le dijo.
Bien contestó Calisto. Pármeno, ve a ver si ella ha salido a la puerta.
¿Yo, señor? Dios no quiera que yo eche a perder lo que no concerté. Mejor es que te vea a ti primero; de otro modo podrá asustarse, pensando que lo que quiere hacer en secreto ya lo saben muchos.
Buen consejo. No fuera ser que ella, al no verme, se dé vuelta.
Y ahora sí, Calisto se acerca a la puerta de entrada de la casa de Melibea, quien, desde adentro, lo espera junto a Lucrecia. Dejando muy pronto de lado los fingimientos decorosos demandados por las historias de amor cortés (pero manteniendo su lenguaje enrevesado), Melibea prefirió abrir su corazón y confesarle su amor y se tomó aun menos tiempo en darle una nueva cita, no ya a través de una puerta, sino juntos los dos en la frescura de su huerto.
En cuanto Lucrecia le confirmó que la voz que se oía al otro lado de la puerta era la de Calisto, Melibea se acercó y dijo:
¡Señor! ¿Quién te mandó venir? ¿Quién eres?
Me manda aquella a la que yo no merezco servir, dulce señora mía. La dulzura de tu habla me certifica que eres mi señora Melibea. No temas descubrirte a este cautivo de tu hermosura y gentileza. Soy yo, tu siervo, Calisto, que lloraría sin remedio, desesperado, si no fueran ciertas las palabras con las que tu mensajera me comunicó que tú deseabas que yo, indigno como soy, acudiera a tu huerto esta noche.
No te apures, señor mío, que ni mi corazón podría sufrir tu desdicha, ni mis ojos lo podrían disimular. ¡Eres mi único señor! ¡Mi único bien! Todo lo que te dijo Celestina, esa buena consejera, te lo confirmo yo. Desde que te vi y supe luego de tus virtudes y nobleza, ya no te has apartado en ningún momento de mi corazón. Luché por disimularlo, pero cuando aquella mujer me recordó tu dulce nombre, no pude ocultar mi deseo. Por eso he acudido a esta cita y te suplico que me digas lo que quieres de mí. Enjuaga tus lágrimas, señor mío, y pídeme lo que quieras. Ordena y dispón de mi persona como quieras.
¡Oh, señora mía, esperanza de mi gloria. ¿Con qué palabras te podré agradecer el prometerme el gozo de tu dulce amor?
Calisto, señor mío. Maldigo las puertas, los cerrojos, y mis flacas fuerzas que impiden nuestro gozo. De no ser por ellos, ni tu estarías quejoso ni yo descontenta.
Señora mía, ¿es que un trozo de madera puede impedir nuestro gozo? Dame permiso para llamar a mis criados y que ellos las derriben.
Amor mío, ¿es que quieres perderme y dañar mi fama? Contrólate, cuando hay esperanza, el tiempo se acorta. Si ahora derribaras las puertas, mi padre adivinaría mi falta y se produciría un gran escándalo. Mejor, acude mañana a esta misma hora al muro de mi huerto.
Ya está. Una segunda cita... ahora en el huerto. Sin puertas ni verjas de por medio. Hay que pasar a la siguiente escena entonces y por eso, oportunamente, se oyen cascos de caballos.
¡Calisto, dueño mío! ¿Qué es lo que se oye en la calle?
No temas, señora. Debe ser mi gente que pone en fuga a cuantos pasan.
¡Por Dios! Mira que estás en peligro.
Dejo el alma contigo, pero debemos separarnos. No me asusta mi muerte, sino la pérdida de tu honra. Debo marcharme, pero nos encontreremos mañana, como me lo has dicho, en el huerto.
Así sea y que Dios vaya contigo.
Claro que con tanto alboroto, Pleberio, que no era sordo, tenía que despertarse y cuando Melibea y Lucrecia regresaban a sus aposentos Pleberio llamó a su hija para preguntale qué pasaba.
Melibea, hija.
¿Señor?
¿Qué es ese bullicio?
Era Lucrecia, padre, que fue a buscarme un vaso de agua porque yo tenía sed.
Duerme, hija, pensé que era otra cosa.
Sí padre.
Hasta el más manso animal se exaspera de amor y temor por sus hijos. ¿Qué habrían hecho mis padres si se enteraran de la verdadera sed que me perturba y del agua que me trajo Lucrecia?
No comentaremos las mentiras de Melibea; sigamos por un momento a Calisto y a sus criados. Habiendo logrado burlar la guardia, llegaron agitados a su casa. Calisto pensando en Melibea; Sempronio y Pármeno, todavía en la cadenilla de Celestina.
Dinos, señor, si deseas algo.
Id a descansar. Os lo habéis ganado.
¿Adónde vamos, Sempronio? ¿A la cama a dormir o a la cocina a comer algo?
Ve tú donde quisiereis. Yo antes que salga el sol quiero ir a cobrarle a Celestina la parte que me toca de la cadena.
Bien dices, que donde hay dinero no hay compañero.