La Celestina

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xviii. Un capítulo en el que todo lo que podía salir mal, salió así

L
a codicia rompe el saco —dice el refrán. Quien no tiene nada se conforma con muy poco; pero el que tiene un poco quiere más; y después insensatamente mucho más. Feliz hubiera estado Celestina con un manto cuando le llevó el cordón de Melibea a Calisto a la Posada de la Sangre. Con trocarlo en una almoneda cualquiera hubiera habido muy buen vino, buenas perdices en adobo para los tres socios y todavía hubieran sobrado abundantes monedas que, juiciosamente, habrían terminado descansando en la alcancía de Celestina.

El libro de Fernando de Rojas nos recuerda que cuando eres pobre compartes lo poco que tienes con aquellos que gozan la misma suerte que la tuya, pero cuando de pronto te crees que algo has subido, lo quieres todo para ti. ¡Pobre Celestina!, ¿qué malditos y fuleros demonios fueron los que cayeron sobre su casa el día que Sempronio se acercó a hablarle de un buen negocio con Calisto? Ahí estaban sus airados socios ahora, golpeando fuerte la puerta cuando todavía no salía el sol.

Tarde se dio cuenta Celestina de que que la cosa iba en serio y comenzó a gritar llamando a su protegida que dormía arriba con otro de sus clientes.

Ahí estaba ahora Elicia que había bajado por fin de su cuarto, todavía medio durmiendo y entera con miedo.

Pero los que cuentan esta historia dicen que Pármeno, lejos de seguir el ruego de Elicia y sujetar y calmar a Sempronio, se abalanzó contra Celestina y con su propia arma la estocó en el vientre... y luego Sempronio, la estocó a su vez, y una vez más y otra más.

Sempronio y Pármeno saltaron por la ventana, dejando atrás a Celestina muerta y a Elicia llorando. Al llegar al suelo, fueron cogidos por los guardias que habían acudido hasta allí alertados por los gritos de Celestina y los de los espantados vecinos. Malheridos por su caída, Sempronio y Pármeno no resistieron cuando los llevaron a las mazmorras y al día siguiente fueron rápida y publicamente ajusticiados.

Ya, se acabó.

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