La Celestina

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xxi. La cita en el huerto

A
la hora que habían convenido, Melibea esperaba a Calisto en su huerto, afligiéndose preocupada por su tardanza, imaginando mil desgracias que le hubieran impedido llegar hasta la cita: que se hubiese encontrado con los alguaciles nocturnos, que lo hubiesen atacado algunos malhechores, que lo hubiesen mordido unos perros de labradores, que se hubiese caído en un hoyo... Por fin, cuando ya una lágrima asomaba a sus ojos (aunque no hubiese leído todavía a Bécquer), los levantó y lo vio entonces saltar desde lo alto del muro y buscarla entre los árboles de su huerto.

Calisto no se hizo de rogar para correr hasta donde se encontraba ella. Melibea sintió su abrazo fuerte y, tan apasionado, tan fuera de sí y tan contento estaba Calisto, que pronto Melibea sintió también que las manos de su amado ya hurgaban rápidas entre sus ropas, entre sus pechos y su vientre, de una manera no del todo idéntica (pero no por eso menos agradable) a las que se encontraba en los libros que leía.

Definitivamente esto era más de lo que Melibea se esperaba. Aunque no estaba del todo descontenta, en verdad no lo estaba casi para nada, algo de pudor le quedaba, si no por los ojos, las manos y los dedos de su amado, sí por los ojos y los oídos de Lucrecia, a quien, modesta, le pidió que se apartara.

Así continuó la noche que vio la gloria que consiguió Calisto, mientras Tristán y Sosia a los pies de la escalera podían oírlos y recordar a sus amigos.

Cuando ya amanecía, Melibea despertó, recompuso sus ropa, seguramente sacudió unas pocas briznas de hierba de su pelo y recordó, de nuevo, la desmesura de Calisto:

...puesto que ya soy tu dueña. Dueña, es decir tu esposa, tu mujer o tu amante; dueña es "mujer no virgen" en oposición a doncella que sí lo es.
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