Aquí estoy, Calisto; tu sierva, tu cautiva.
Calisto no se hizo de rogar para correr hasta donde se encontraba ella. Melibea sintió su abrazo fuerte y, tan apasionado, tan fuera de sí y tan contento estaba Calisto, que pronto Melibea sintió también que las manos de su amado ya hurgaban rápidas entre sus ropas, entre sus pechos y su vientre, de una manera no del todo idéntica (pero no por eso menos agradable) a las que se encontraba en los libros que leía.
Oh, mi señora y mi gloria; en mis brazos te tengo y no lo creo. Estoy tan turbado de placer que apenas siento todo el gozo que poseo.
Señor mío, me confío en tus manos, porque quiero cumplir tu voluntad, pero no me pierdas por un tan breve deleite. Goza de lo que yo gozo que es verte y abrazarme a tu persona; pero no me pidas ahora aquello que una vez tomado, no estará en tu mano devolver. No dañes lo que no puede repararse ni con todos los tesoros del mundo.
Señora, he gastado mi vida por conseguir un bien así. ¿Cómo podría ahora desecharlo? Ni tú podrías mandármelo ni yo podría cumplirlo. No me pidas tal cobardía; no sería de hombres, amándote como te amo yo. Nado en el fuego de mi deseo por ti, ¿no quieres que me arrime a descansar de mis trabajos a tu dulce puerto?
Por mi vida, que tu lengua hable lo que quiera, pero que no hagan tus manos todo lo que pueden. Sosiégate, señor mío. Puesto que ya soy tuya, que te baste gozar de lo exterior, de esto que es el fruto propio de amadores; pero no me quieras robar el mayor don que la naturaleza me ha dado.
¿Por qué, señora? ¿Para que no esté tranquila mi pasión? ¿Para volver al juego del comienzo? Perdona, señora, a mis manos desvergonzadas que jamás pensaron en ni siquiera tocar tus ropas y ahora gozan de llegar a tu gentil cuerpo, a tus bellas y delicadas carnes.
Definitivamente esto era más de lo que Melibea se esperaba. Aunque no estaba del todo descontenta, en verdad no lo estaba casi para nada, algo de pudor le quedaba, si no por los ojos, las manos y los dedos de su amado, sí por los ojos y los oídos de Lucrecia, a quien, modesta, le pidió que se apartara.
Apártate, ve lejos, Lucrecia.
¿Por qué, mi señora, deja que sea ella testigo de mi gloria.
Yo no quiero que los haya de mi error y de mi pecado... Si hubiera pensado que te ibas a portar con tan tanta desmesura, señor mío, no me habría confiado.
Así continuó la noche que vio la gloria que consiguió Calisto, mientras Tristán y Sosia a los pies de la escalera podían oírlos y recordar a sus amigos.
Míralos, Tristán, ellos alegres abrazados, mientras sus servidores tan presto fueron degollados.
Cuando ya amanecía, Melibea despertó, recompuso sus ropa, seguramente sacudió unas pocas briznas de hierba de su pelo y recordó, de nuevo, la desmesura de Calisto:
¡Oh mi vida y mi señor! ¿Cómo has querido que pierda mi corona de virgen por tan breve deleite? ¿Cómo no vi el gran error de dejarte entrar a mi huerto?
Ya amanece. ¿Qué es esto? No parece que sea una hora que estamos juntos y ya quieren dar las tres.
Señor, por Dios. puesto que ya soy tu dueña; puesto ya no puedes negar mi amor; no me niegues tu vista; pasa de día frente a mi puerta para que yo pueda verte; mas por las noches que tu quieras, ven en secreto a este mismo lugar en el que te estaré esperando con gozo, noche tras noche. Ahora ve con Dios, que no te vean ni que a mí en casa en casa me sientan; separémonos ahora, que todavía está oscuro.
Mozos, la escala.
Lucrecia, ven acá, que estoy sola; mi señor se ha ido. Me ha dejado su corazón y se ha llevado el mío. ¿Nos has oído?
No, señora, que me he dormido le contestó Lucrecia, probablemente mintiendo.