Por eso fue fácil para Elicia, buena embaucadora y ya sin ropas de luto, convencer al antiguo acemilero y ahora criado de cámara de Calisto que fuera esa tarde a visitar a su prima Areúsa. Ahí estaban las dos, hablando de Sosia para sus planes de venganza y ponderando sus mañanas, tardes y noches futuras, ahora que no estaba Celestina, dejándolas a ellas con más libertad y con más herencia y fortuna, cuando alguien dio porrazos a la puerta.
¿Qué loco golpea la puerta de este modo?
Abre, señora. Soy Sosia, criado de Calisto.
¡Por todos los santos! Hablando del rey de Roma, luego asoma. «Escóndete tras esa cortina» le dijo Areúsa a Elicia y verás cómo engatuso yo a este pánfilo con halagos y le saco del buche lo que necesitamos tal como el le sacaba el polvo con la almohaza a los caballos.
Areúsa le franquea la puerta a Sosia al tiempo que finge tal admiración y contento que deja al nuevo ayuda de cámara, si bien asombrado, apabullado y confundido con tantas palabras obsequiosas y zalameras, también muy ufano y satisfecho.
¿Es mi Sosia, al que quiero sin que él lo sepa, el criado fiel a su amo, el buen amigo de sus compañeros? Abrazarte quiero. Anda acá; sentémonos, querido, que me da gusto verte... Supongo que me conoces.
Señora, nadie en Toledo habla de mujeres hermosas sin acordarse primero de ti.
Me sonrojaría con tus palabras, Sosia, si no supiera que todos los hombres tenéis siempre preparadas engañosas alabanzas para usarlas cuando os hace falta. Pero tú no necesitas alabarme, señor, porque ya me tienes ganada.
Señora mía, que Dios no quiera que yo te engañe, pues no sería mi intención. Muy seguro venía yo de la gran merced que Elicia me ha dicho que tú piensas darme. No me sentía digno ni siquiera de descalzarte, pero guía tú mis palabras y yo sabré merecer tus regalos.
Amor mío, ya sabes cuánto quise yo a Pármeno y, como dicen, «Quien bien quiere a Beltrana, todas sus cosas ama.» Siempre me alegrarán tus visitas, Sosia, y ahora que ya sabes que tengo los ojos puestos en ti, mi amor, he de avisarte que te guardes de peligros y que no cuentes tu secreto a ninguno, pues no quisiera verte malogrado como a Pármeno. Harto me basta de llorar ya por él.
¿De qué peligros me hablas, señora?
De los que corres acompañando a tu amo cada tarde cuando se junta con aquella señora. Has de saber que una persona me ha comentado que tú le habías contado a ella de los amores de Calisto y Melibea.
¡Oh, señora, no es verdad que yo haya dicho nada a nadie! Los que me han visto ir de noche a dar agua a mis caballos, sospechan mal y afirman lo que sospechan. Ni loco que estuviera Calisto para ir a ese asunto sin esperar a que todo el mundo esté durmiendo el dulce primer sueño, ni tampoco vamos todos los días como dicen.
Amor mío, para que yo pueda acusar de falsarios a los que te calumnian, avísame de las noches que pensáis ir a casa de Melibea y así yo estaré segura de tu discreción y de sus falsedades.
Esta misma noche, señora, dando el reloj las doce, se verán en el huerto.
Esta noche... ¿Y por qué parte entrarán, alma mía?
Por la calle del Vicario Gordo, a las espaldas de su casa.
Pues ve con cuidado, Sosia, que para eso te dio Dios dos ojos y dos oídos. Tengo la esperanza de pronto gozarme largo contigo, ¿me oyes? Vete con Dios ahora, que estoy ocupada en otro negocio y me he detenido mucho contigo.
Graciosa y suave, señora, perdóname si te he inoportunado con mi tardanza y que queden los ángeles contigo.
Que Dios te guíe, Sosia. (¡Allá irás, acemilero! ¡Muy ufano vas por tu vida! Pues toma para tu ojo, bellaco, y perdona que te la dé a tus espaldas.)
Aunque Elicia y Areúsa eran, sin duda, duchas en engatusar a los hombres en lances de amor, sobre todo cuando se trataba de un necio como Sosia, no lo eran tanto, si se trataba de pedirle a un rufián fanfarrón y cobarde que le corriera la cortina (esa es una frase que seguramente no conocía Fernando de Rojas) a Calisto ni siquiera que le diera una paliza. Las amigas llegaron a la casa de Centurio el que les prometió su ayuda; pero, como sabremos luego, no hacía mucho que ellas se habían marchado cuando Centurio estaba ya buscando la forma de librarse del compromiso. No es que hiciera demasiada falta, porque, a la postre, la Fortuna quiso que la venganza llegara a este mundo sin que Centurio y sus secuaces tuvieran mucha parte en el asunto.
Aun así podemos detenernos nosotros en este diálogo y enterarnos sucintamente de cúal fue el acuerdo que Elicia y Areúsa concertaron con Centurio.
Areúsa partió reprochándole su holgazanería.
El otro día te pedí que fueses a un pueblo, a una legua de aquí, y me dijiste que no lo harías, ¿por qué he de creerte que nos ayudarás en este negocio ahora?
Areusa, mi señora, mándame una cosa que yo sepa hacer: matar a un hombre, cortar una pierna o un brazo, marcar a alguna puta que te haya ofendido. Pero no me pidas que ande por los caminos ni que te dé dinero; bien sabes que aunque saltara tres veces, no dejaría caer una blanca.
Pues yo te perdono, si nos vengas de un caballero que nos ha ofendido; se llama Calisto.
No me digas más; que medio Toledo está ya al tanto de sus amores, de unas muertes que ocurrieron..., y de lo que a vosotras os toca en ese asunto. Pero dime, ¿cuántos lo acompañan?
Dos mozos.
Poco cebo para mi espada, que si dijese lo que en su vida ha hecho, con mucho tiempo no acabaríamos.
No fanfarronees con tus recuerdos. Pero, si has de hacer lo que te pido, que sea sin dilación alguna; esta noche, en lo de Pleberio. Dinos de una muerte que no sea de mucho bullicio.
Lo que estos días yo más uso son espaldarazos sin sangre o porradas con el pomo de la espada. Algunos días solo doy palos para que la espada descanse.
Pues unos palos bastarán, para que Calisto quede castigado, pero no muerto.
Calla, Elicia, hermana, no seamos nosotras lastimeras. Que Centurio haga lo que quiera, que lo mate como se le antoje. Que Melibea llore como tú has llorado. Centurio, tennos al tanto de lo que te hemos encomendado. A nosotras cualquiera que sea su muerte nos satisface. Solo procura que no se escape y que pague por sus pecados.
Más deseo que llegue pronto la noche para tenerte a ti vengada. Que Dios le perdone; me alegro, señora, que haya ocasión, aunque pequeña, para que tú puedas ver lo que yo sé hacer por tu amor.
Qué Dios te dé buena fortuna, Centurio, a él te encomiendo; que nosotras ya nos vamos.
Que él te guíe y te dé paciencia con los tuyos.
Se fueron Elicia y Areúsa dejando pensando a Centurio, cómo salir del embrollo en el que se había metido.
Allá se van esas putas cargadas de palabras... Habrá que pensar cómo salir del paso de manera que crean que traté de hacerlo y que no escabullí el peligro... Hablaré con Traso el Cojo y le pediré que, como yo estoy ocupado en otros negocios, vaya él con sus compañeros a la tapia de Pleberio.