Celestina, madre. ¿Qué Dios te ha traído por este barrio?
No otro que mi amor y las ganas de verte, Lucrecia; traerte un recado de Elicia y el deseo de ver a tus señoras, la vieja y la joven, que desde que me mudé de barrio, no las he visitado.
¿Solo a eso has venido? Me sorprende, pues tú no sueles dar un paso sin querer sacar algún provecho.
¿Qué provecho quieres, boba, que no sea otro que cumplir con mis deseos de vieja? Pero también tengo hijas a mi cuidado y los pobres siempre andamos en apuros. Por eso vengo a vender un poco de hilado.
¡Lo que he dicho. Tú nunca metes aguja sin sacar reja!
Las criadas siempre han sido una defensa para sus amas y amos en contra de las visitas no deseadas. Con seguridad, Celestina debió aquí otra vez desplegar con astucia sus encantos de mercachifle y buhonera, ofreciéndole a Lucrecia lejía para aclararle el cabello o polvos para curarle el mal aliento, antes de que finalmente accediera ella a franquearle la puerta y facilitarle la entrevista.
Melibea, generosa y buena cristiana, debió de coger algo de dinero para pagarle el hilado a la vieja y luego debió de querer despedirse pronto de ella y volver a sus entretenciones de doncella ociosa las que, con seguridad, incluían la lectura de novelas de amores tristes y de sintaxis imposibles. La película de Gerardo Vega incluye un maravilloso párrafo que imita estas lecturas:
Es dolor y más dolor; apenas llega placer cuando se ha de terminar. Esto, mi vida, es amor, tan sencillo de perder... cuán duro de ganar...
Para volver a sus lecturas, Melibea se despidió pronto de la vieja:
Celestina, amiga, he disfrutado mucho en verte. Ahora toma tu dinero y vete con Dios... que me parece que no debes haber comido.
Pero claro, dejarle el hilado a Melibea era la parte pequeña del plan de Celestina, apenas un excusa para quedar en su presencia. Mucho más importante era sacarle una prenda..., es decir, un galardón, para llevárselo a Calisto en prueba de la eficacia de sus artes de alcahueta. Así, consciente del buen corazón de la doncella, y aprovechando que ella mencionara algo de comida, le lanzó un buen cebo apelando a su vanidad y a su misericordia:
¡Oh, perla preciosa! ¿no recuerdas que no solo de pan vivimos? Yo, por mi parte, que jamás me acuesto sin antes haber comido tostadas con algo de vino, me acongojo de otras necesidades que no son las mías.
Dime, madre, cuáles son esas necesidades, que si yo puedo remediarlas, lo haré de muy buen grado.
Oh, doncella graciosa. Tu hablar suave me da valor para decírtelo: he dejado a un enfermo a las puertas de la muerte..., pero una palabra tuya podría sanarlo.
No te entiendo si no aclaras lo que pides. Dime qué es lo que quieres. Habla sin temor.
El temor ya lo he perdido al ver tu belleza, señora mía, pues Dios no pudo haberla hecho, sino como almacén de virtudes, de misericordia y de compasión. Eres tan hermosa, Melibea.
¡Por Dios, Celestina! Habla ya sin rodeos... y dime de una vez quién es el enfermo.
Seguro señora que has oído de un caballero mancebo, gentilhombre de clara sangre, que llaman Calisto.
Oops. Harto riesgo era mencionar el nombre de Calisto frente a Melibea, casi como mencionar la soga en la casa del ahorcado.
¿Cómo te atreves? Desvergonzada, alcahueta, hechicera. No me digas más. No me hables de ese loco. Quemada seas, alcahueta falsa.
Es mi inocencia, señora, la que alimenta mi atrevimiento. Escúchame, no te enfades. No es por alcahuetería que te hablo de Calisto, sino por caridad.
Jesús. ¡No quiero oír más de ese loco saltaparedes o aquí mismo me caeré muerta! ¿Qué palabra mía podrías tú querer para ese hombre?
Señora, el pobrecillo de Calisto hace ya una semana que sufre de un terrible dolor de muelas y le han dicho que tú sabes una oración de Santa Apolonia. Así mismo, es fama en Toledo que tu cordón ha tocado todas las santas reliquias de Roma y de Jerusalén. A por ellos he venido.
Si era eso lo que querías, ¿por qué no me lo has dicho desde el comienzo y con esas palabras?
La pena que siento por él, me turbó y alteró la lengua. Pero tú sabrás ser más justa y no le harás pagar a él por lo que fueron mis yerros.
Pues si la intención es buena, que haya perdón por lo pasado. Mi corazón está aliviado al ver que lo que quieres es una obra santa y pía como la de sanar a los enfermos.
¡Y qué enfermo, señora! De noble sangre, gracioso y alegre, amable, un ángel del cielo. En fuerza, un Hércules; en generosidad, Alejandro Magno; en hermosura, más que Narciso; armado y a caballo, un San Jorge. Pero ahora señora, lo tiene derribado una sola muela.
Oh, cuánto me pesa haber tenido tan poca paciencia contigo. En pago de tu sufrimiento, quiero satisfacerte y darte enseguida mi cordón y mañana, en secreto por si está mi madre, vendrás por la oración. Celestina, no le digas a Calisto nada de lo que hemos hablado, para que no me tenga por cruel, arrebatada o deshonesta.
No dudes de mi discreción; no temas, que estoy acostumbrada a sufrir y a encubrirlo todo. Yo me voy tan alegre con el cordón, y estoy segura de que el corazón de Calisto ya se encuentra aliviado, pues debe saber la merced que nos has hecho.
Haré aun más por él, si hace falta.
Todos agradecemos tu generosidad y esperamos que la pongas en práctica.
Ve con Dios y vuelve pronto.