An Inexhaustible Will
Elvira en el cuchitril de calle Bustamante.
El cuchitril de Avenida Bustamante
Acurrucados en el cuchitril de Bustamante esas noches de invierno del 67 Elvira y Aníbal conocieron algo muy parecido a la felicidad.
Luego de casi tres años sin verse, desde que el sábado después del triunfo de Frei en las elecciones de septiembre del 64 Emilio Balsera despidiera sin conmiseraciones a Álvaro Mestre y se acabaran los juegos en el caserón de Balmaceda, Elvira y Aníbal volvieron a encontrarse en una de esas asambleas larguísimas, sesudas y aburridas, según ella típicas de los primeros años de la Reforma del 67.* En medio de uno de esos discursos interminables orquestados por gritos estridentes, eslogans sincopados, aplausos y silbidos, Elvira estaría escribiendo en su bloc de páginas amarillas cuando sintió que alguien le tocaba el hombro. Volvió la cabeza y se topó con los lentes culo de botella de Aníbal, quien muy serio y mirándola muy fijamente a sus ojos contentos y asombrados, le preguntó si quería ir a la cafetería y jugar allí al Metrópoli. Todavía me hace gracia pensar que los dos, por separado, conservaban el mismo recuerdo tonto de su reencuentro en Santiago.
Lienzo en el frontis de la Casa Central de la Universidad Católica de Santiago durante la ocupación del edificio durante la Reforma del '67.
El slogan, creado por Miguel Ángel Solar, líder de la FEUC, denunciaba la campaña de desinformación acerca del movimiento
liderada por El Mercurio, el principal diario de derechas.
La noche horrible en la que se ocultó en mi cabaña de Caburga, Aníbal me contó que su padre lo dejaba en la casa de Maruja Balsera antes de acompañar a don Emilio, su patrón, a ver los animales que criaba en su hacienda de Allipén. Balsera, sacando muy bien las cuentas de cuánta ganancia le daría cada vaca cuando al fin de la temporada las llevasen todas juntas a la feria de los Bernedo en Temuco; Mestre, alimentando cada año la esperanza de que algún día Balsera cumpliese por fin la repetida y siempre postergada promesa de nombrarlo de veras administrador de la hacienda «cuando se diesen, por fin condiciones favorables».
Fue allí, me dijo Aníbal, en ese enorme caserón de Avenida Balmaceda, que había visto por primera vez a Elvira, comiendo mazapán y turrón, en la mesa de la cocina. Nervioso y ocultando como podía el miedo que le reventaba las tripas, Aníbal sacó de su billetera una foto que los mostraba a ambos en un banco del Parque Forestal muy serio él, riéndose Elvira y me pidió que se la llevara. Le daba vueltas y vueltas a la foto entre sus dedos medio e índice, entre la imagen y la dedicatoria; superticioso, sin decidirse a entregármela, evitando conjurar un mal presagio, hasta que por fin la dejó parada entre una caja de fósforos y mis puchos y, sonriéndose, me habló ufano de la primera vez que le había dado un beso en la boca mientras jugaban a las escondidas, ocultándose detrás de unos sacos de papas en la despensa.
Esa tarde de mayo del 67, no jugaron al Metrópoli ni fueron a la cafetería cuando salieron de la asamblea. Se refugiaron entre los bancos polvorientos de la Capilla del Carmen donde se amaron rápido, fogosa y minuciosamente, haciéndose saltar los botones, con mucho miedo a ser sorprendidos, me dijo él; felizmente sacrílegos, perdonándose las torpezas, me dijo ella; alargando el tiempo encogido desde hacía tanto; respirando apenas, esforzándose por no hacer demasiado ruido; extasiados y sorprendidos, aunque supieran que había sido inevitable. Esa tarde en la Capilla del Carmen Elvira todavía no había terminado de abrocharse el sostén y la blusa, ponerse de nuevo los calzones y alisarse la falda, cuando Aníbal le propuso que se mudara con él a su cuchitril en la Avenida Bustamante.
Así, ¿tan de repente?
Desde que te conocí en la casa de la Maruja que lo estoy pensando.
Y, entonces, ¿por qué no me lo habías dicho antes?
Primera vez que puedo sentarme detrás de ti en una asamblea.
¿Y tu cuchitril es grande?
No muy grande, pero hay espacio para otro estante.
¿Y tu cama?
No muy ancha, pero es cómoda.
¿En cuál lado te gusta dormir?
En el derecho.
A mí también. ¿Cara o sello? le preguntó Elvira blandiendo la moneda que había sacado de su bolsillo.
Sello.
Salió cara; perdiste, te tocó el izquierdo. Y vas a tener que ayudarme con la mudanza. Tengo unas pocas pilchas, pero montones de libros.
Aunque ahora yo sé que una de las cosas que Aníbal más le admiraba a Elvira era la rapidez con la que podía tomar decisiones como esas, la verdad es que ella también lo llevaba pensando desde hacía años, quizás desde aquel primer beso en la despensa. «Era la primera vez que yo besaba a un chiquillo en la boca y desde ese día soñaba toda la semana con encontrarme con Aníbal el domingo en la casa de Maruja, por más que el pobre se hubiera asustado tanto que salió corriendo» me dijo. O quizás fue desde la tarde en que después que dejaron que Maruja ganara una partida de Metrópoli y contara extasiada su dinero de mentira, corrieron a ocultarse ahí mismo para repartirse los caramelos de anís y de menta que Aníbal había robado habilidoso de la alacena de la cocina, con tan mala suerte que cuando fueron sorprendidos se pusieron tan rojos de vergüenza que don Álvaro, nunca amigo de preguntar nada, sin pensarlo dos veces, antes de obligarlo a devolverlos, le había dado a Aníbal una tremenda bofetada, haciéndole saltar tantas lágrimas y mocos que Elvira no pudo dormir por una semana, salpicada por la vergüenza y la culpa de haberse quedado muy quieta y callada con tres caramelos de menta en el bolsillo.
Desde comienzos de ese invierno del 67 compartieron el desván situado al final de una escalera estrecha, empinada y crujiente, que hacía de habitación minúscula y cuya única ventaja era el tragaluz en la mansarda que daba a la calle y dos pequeños ventanucos en la pared opuesta Elvira separaba apenas las manos cada vez que los describía que daban a un patio trasero lleno de madreselvas y rododendros alrededor de la acacia que crecía abrazada por una yedra junto al banco de madera pintada verde musgo en el que en las tardes antes de la hora de once doña Estela Cruz, la dueña de la casa, se sentaba a tejer bufandas y mitones para sus sobrinos Nicolás y Alfonso.
Acurrucados bajo las mantas de lana cruda las noches de frío, Aníbal y Elvira se reían pensando que la escasa lluvia santiaguina que caía sobre el vitral azulino del tragaluz no les recordaba para nada el agua torrencial que golpeaba los techos de zinc de Temuco y que, sin un tocadiscos, estaban a salvo de otras de sus reminiscencias librescas. Aun así, se disfrutaban juntos y podían escuchar la radio sin molestar a los vecinos, porque allí arriba no había ninguno.
La nueva convivencia no siempre les era fácil y peleaban su buen poco. Aníbal insistía en escuchar por horas los noticiarios de radio Magallanes o los comentarios de Igor Catalán y de Luis Heriberto Hernández Puig en la Cooperativa puteándolos encarnizadamente después a ambos, mientras que a Elvira le gustaba escuchar a Marcial Cifuentes explicar los detalles de las variaciones de los conciertos Branderburgueses o de las sonatas de Beethoven en la Pacífico y más recientemente, sobre todo después de una minuciosa lectura de Rayuela, escuchaba también las sonatas del Béla Bartók aunque todavía, salvo algo de Miles Davis a quien había descubierto gracias a Ascenseur pour l'échafeud de Louis Malle, y a pesar de alguna leve insistencia de Aníbal, más interesado ahora en el Quilapayún y en el novísimo IntiIllimani, no mucho jazz.
Después de las noticias, Aníbal volvía a su ya muy ajado y subrayado libro de Vo Nguyen Giap y entonces Elvira con paciencia y calma monacal liaba un pito usando como envoltorio otra hoja del Misal Romano que le había regalado su madre Engracia antes de darle su bendición para que se fuera a estudiar protegida a Santiago y luego de las dos o tres primeras chupadas que llenaban el cuchitril de humo sabroso y dulce, invitaba a unírsele a Aníbal quien, aunque siempre haciéndose de rogar hasta terminar otro párrafo de su libro, invariablemente accedía y pronto estaban haciendo el amor de nuevo antes de dormirse hasta la mañana siguiente y empezar desnudos y abrazados un día nuevo.
¿Qué habrías hecho, si yo no me hubiera venido a vivir contigo a tu cuchitril?
¿Después de esta tarde? No puedo imaginármelo.
Piensa, piensa: ¿qué habrías hecho?
Triste y solo ahora estaría fumándome un pucho.
Así, sin mí, estarías muerto de frío. Seguro que habrías invitado a otra.
De verdad no creo. Vivir solo tiene sus ventajas.
¿Cuál ventaja? Seguirías viviendo como en un quilombo.
No tendría que dormir con la cabeza pegada al techo.
Eso es porque perdiste.
¿Sabes que nunca te pedí que me mostraras la moneda? ¿Seguro que no me engañaste, Elvira?
¿Tú me engañarías a mí, Aníbal? Yo no podría.
¿Jugando al cara o sello?
O a cualquier otra cosa. Dime. No te quedes así callado. ¿Tú me engañarías? Contéstame, no me importa.
No, no podría engañarte tampoco.
¿Nunca?
Nunca.
Nunca es un montón de tiempo, Aníbal. Muchas cosas pueden pasar en un montón de tiempo.
Por ahora me basta con que tú me digas que salió cara.
Salió cara.
Bueno, tendré que pegarme en la cabeza cada vez que estés durmiendo y yo quiera bajar a mear al baño entonces.
¿Quieres que cambiemos?
No. Está bien así: a este lado hace menos frío.
¿Viste? ¿Te das cuenta de todas las ventajas de haberme traído a tu cuchitril? Te cubro, te tapo, te caliento, te doy un beso.
Pero no me haces el desayuno.
Ni te voy a planchar la ropa, flojo hediondo. Y si ordené tu quilombo, fue simplemente porque no soporto el desorden.
Pero puedo besarte de nuevo.
Todo lo que quieras.
¿Donde quiera?
Donde quieras.
¿Te gusta?
Sí.
Elvira, una cosa es no engañarte; otra cosa es prometerte amor eterno.
Yo no pienso nunca prometerte amor eterno, Aníbal.
Yo tampoco.
Pero te quiero un poco.
¿Sólo un poco?
Mucho.
Yo también.
Mmm, rico, precioso. Pásame el camisón, porfa. ¿No quieres jalar otro poco?
Un poquito. Está buena, ¿de dónde la sacaste?
Me la dio un compañero de la escuela.
Yo debería cambiarme; en la mía son muy serios.
Cámbiate, podríamos tomar la micro juntos.* Y es más entretenido que tus leyes. ¿Sabes cuál es el origen de la palabra quilombo?
No.
Primero fue un poblado de esclavos cimarrones; en el lunfardo, es un prostíbulo. Pero en el sur de Chile, es un desorden.
¿Cómo así?
Las palabras cambian. Todo cambia.
Eso sí que es verdad. Y espera a que empujemos un poco y cambiará más.
VA
☞ Muriel.
Última modificación: 21 de agosto de 2024.