Grosellas

  Hebras narrativas

La Escuela
en la Avenida Santos Dumont

Santiago, otoño de 1971.

En la plaza en medio del campus, al lado de un banco de madera pintado de verde, se levantaba un inmenso álamo solitario; al otro lado de la Avenida Santos Dumont se levantaba el cementerio. Monche visitaba los dos, a menudo sola, pensando.

A poco de comenzar sus clases en la Escuela de Medicina en ese viejísimo campus de calle Santos Dumont, Eyleen Lunt se convirtió en la guía, compañera y amiga de Monche. Ñuñoína de nacimiento, Eyleen se manejaba por las calles de Santiago como en su casa y así guiaba a su recién llegada amiga la que se deslumbraba y perdía a cada momento, sin haberse aun desprendido de sus modos provincianos para no decir nada de esos tenaces fantasmas y demonios a flor de piel.

Aunque tenían casi la misma edad, sus cumpleaños separados por menos de una semana, a ratos Eyleen se le antojaba a Monche como imaginaba podría haber sido Amparo para ella. Una hermana, mayor pero cercana, que no un hermano distante como a menudo lo era, todavía entonces, Aníbal. Una amiga, una hermana, pensaba a ratos, que hubiera podido señalarle una mejor salida de esa casa de gritos y de golpizas; una amiga, le dolía pensarlo, más concienzuda, más experimentada o más astuta que Viviana. Labarca. Labarca, por un lado; por el otro, Mercedes... y en un rincón, agazapado como una bestia peligrosa, Álvaro.

Todo eso debía ser pasado.

No se perdía físicamente en esa Escuela inmensa, llena de pasadizos y de vericuetos; la entusiasmaba ir de un auditorium a otro en los que —fantaseaba— hubieran cabido todas las chicas de su escuela secundaria en Temuco; le encantaba —enorgullecía— llevar una bata blanca, la entusiasmaba el sentirse parte de ese grupo de estudiantes que deseaban cambiar todo; desde el curriculum hasta el sentido de ser un médico —médica— en ese país alborotado...

Aun así sentía, sabía, que algo profundo en sí misma no encajaba del todo. No le habían vuelto los dolores de panza de antes de Labarca; no eso no; pero la sorprendía esa somnolencia, ese cansancio constante, esas noches sin pegar un ojo, dándose vueltas de un lado al otro en la cama; esa cajetilla de cigarrillos diaria; ese desgano; ese contradictorio desgano.

Una desazón y un aburrimiento insoportable al abrir cualquier libro de texto.



«Hay algo surrealista y buñuelesco» —se atrevió a decir Monche una noche en una de esas conversaciones con Eyleen y los dos Rodrigos en el Bierstube en esa yuxtaposición de lo que parecían dos realidades tan disímiles con normales clases de Embriología y de Genética —dos de las clases que tomaba ese semestre— en medio de ese caos —esa fue su palabra— de Escuelas tomadas por los momios y huelgas de dueños de camiones. Viejas pechoñas con gargantillas de las que le cuelgan cruces de oro y de plata sacándole soezmente la madre al Chicho en sus marchas.

«Date una vuelta en el aire, Chicho concha de tu madre.»
«Date una vuelta pal' la'o, Chicho reculia'o.»

—La voz del fascismo.

—Surrealista... Y no conocéis a Berlanga. Eso prueba que el surrealismo o, mejor, el esperpento, describe la realidad más clara y más rotundamente que cualquiera de esos sesudos cientistas políticos de Punto Final —dijo Llagostera.

—O de los Cuadernos; y yo he visto El verdugo de Berlanga. Tienes toda la razón —añadió Eyleen.

—Para nada —les respondía el otro Rodrigo. Ese supuesto caos que Monche percibe, y que no es tal, son simplemente los estertores de una clase derrotada y moribunda. Lenin no necesitaba de los surrealistas para referirse a eso.

—Bien por tu Lenin. Pero, no te ciegues, Rodrigo. Desde donde yo los veo y recuerda que he visto bastante; falta mucho, muchísimo, para que sea una clase derrotada. Saben muy bien cómo tener la sartén por el mango de nuevo.

—Revise la historia, querido profesor Llagostera. A ustedes los derrotó un Ejército tradicionalmente golpista; el de Chile, y no lo digo solamente por Prats, tiene una historia muy diferente.

—Esa es tu cantinela y la de tu disciplinado Partido. Sois de una ingenuidad abismante, si no espantosa.

—¡Eh, compadres! —los atajaba a tiempo Eyleen. Volvamos al poema, que para eso venimos los jueves a este querido Bierstube. ¿Listos todos para otra garza? ¿Estrofa?



Nada de eso ayudaba a tranquilizar la confusión de Monche; abrumada también, por último, por esa desconcertante seguridad y aplomo con la que hablaban, con la que se plantaban en el piso, esos santiaguinos que parecían tanto más inteligentes que ella; que parecía que habían leído tantos más libros que ella; que parecía que supieran de la vida tanto más que ella; que parecía que entendieran de las sutilezas políticas tantísimo más que ella.

Lo peor, pensaba, no era sentirse ignorante —eso, por último podría tener remedio; lo peor era sentirse estúpida y, peor aun, irremediablemente ingenua.

Era por eso que Monche podía disfrutar esas reuniones de los jueves en el Bierstube. Eyleen le abría caminos sin acomplejarla para nada; lo mismo la llevaba a una boutique en Providencia a comprarse una falda o una blusa en oferta, que leía línea a línea ese incomprensible fragmento de la Grundrisse para la clase de Sociología, como esa minuciosa descripción de los mesenterios abdominales en el Testut para la de Anatomía, que preparaba una sopa de guisantes con cebolla y albahaca, que leían juntas, paso a paso, Nightwood de Djuna Barnes.

Eyleen tenía el don de hacer que todo; bueno que casi todo, apareciera a la vista mucho más claro y más, más fácil.

—Lo pragmática me viene de mi sangre sajona; pero acuérdate que mi segundo apellido es Marinescu. Vengo del mar; en eso soy más que romántica, gitana o exploradora. Aunque decididademente socialista, no milito porque quiero ser libre, como Marcela.

—¿Crees que yo pueda llegar a ser libre también?

—¡Pero si ya eres casi totalmente libre, Monche! Sacúdete a ese Álvaro. Olvídate de Labarca; ya no te duele la panza. No necesitas a ninguno de esos fantasmas.

—¿Y mi miedo? ¿Qué hago con mi miedo?

—¿Miedo a qué? ¿Al fracaso? ¿A que no te vaya bien en una prueba?

—También, pero más que eso, a la incertidumbre; a que todo se evapore de un día para otro.

—¡Abraza esa incertidumbre! ¿Sabes lo que me dijo mi madre antes de morirse? «Eyleen, tienes que aprender a ser de arcilla, siempre flexible, nunca rígida; siempre capaz de afrontar la vida que cambiará siempre, que te sorprenderá con algo nuevo e imprevisto siempre.»

—¿No es eso un caos?

—¿Y qué importa que sea un caos? Acéptalo. Bienvenido sea ese caos, si es lo que te libera de tus miedos y de tus trancas.

Caos y orden.

Pareciera que Monche constantemente, toda su vida, tuviera que luchar por encontrar su lugar entre el caos y el orden.

¿Cómo evitar saltar del fuego sin irremediablemente, una y otra vez, caer luego en las brasas?

Pero no era solamente eso.

Bruno Sanpedro, uno de los alumnos–ayudantes en su clase de Histología, notó más de una mañana que Monche en lugar de dedicarse a copiar y dibujar las preparaciones histológicas que veía —que debía ver— en su microscopio, se quedaba quieta mirando con ojos nublados las buganvillas que se asomaban tras la ventana.

—No tienes que dibujarlas todas ahora; puedes hacerlo más tarde. Tómate un descanso cada vez que lo necesites —le dijo una mañana de principios de octubre.

Ese día Monche tomó el consejo al pie de la letra y más. Tenía dos horas y media hasta su clase siguiente; cogió sus libros, pasó por la estación de Eyleen, le dijo que se encontrarían luego en el casino de la Laurita y salió.

Hacía sol; dejó su delantal y sus libros en su casillero, enfiló hacia Santos Dumont, salió de la Escuela y al llegar a la Avenida la Paz entró al cementerio.

Lápida a lápida; las fechas de nacimiento y las de defunción; las de muerte. Caminaba; cuánta gente, tan vieja. Una tras otra. De pronto sintió un golpe. Ahí, en letras negras sobre el mármol blanco:

21 de noviembre de 1948 – 30 de marzo de 1964

Exactamente las mismas fechas de Amparo.

Cuánto tiempo que no pensaba conscientemente en ella, aunque —se dio cuenta entonces— no pasaba un día que no sintiera su ausencia; que no sintiera ese vacío.

Entonces lloró.

Lloró a moco tendido.

Pero supo también casi en seguida que no lloraba por Amparo, que ni siquiera lloraba por sí misma o por su madre. Era ese llanto antiguo, primigenio; el llanto del abismo, el llanto de la brecha insalvable; el de la pérdida más infinita, más irreversible.

Amparo y sus animales fabulosos.

Amparo y sus orugas con cuatro alas de plata.

Amparo y sus orugas impacientes por echarse a volar sin esperar a transformarse en mariposas.

Pensó en su cuerpo y pensó en Labarca de nuevo.

¿Por qué Labarca?

¿Por qué su madre borracha en el suelo?

¿Por qué ese escopetazo?

¿Por qué esas lágrimas saliéndole por esas cuencas vacías de su calavera duras como las piedras?

¿Por qué Amparo?

La mujer vieja, de cara curtida y canosa (en su sueño esa noche Monche creyó que había sido la Eliana) y que aparecida quién sabe de dónde hacía un rato que la observaba en silencio parapetada tras una tumba de mármol rosado, se acercó y sin decirle nada le ofreció extendiendo su mano derecha arrugada y con las uñas llenas de tierra un pañuelo blanco, esplendorosamente brillante a la luz del sol e inmaculadamente limpio.

Monche lo aceptó y se limpió la cara llena de lágrimas y de mocos, sin atreverse a pensar en devolvérselo; lo que de todas maneras no hubiera podido hacer, porque mientras se cubría la cara para limpiarse, la mujer se había escabullido entre las tumbas rodeadas de zorzales, de palomas y de gorriones, pero de otra manera solitarias.



Eyleen, pensaba Monche, tenía algo de Amparo.

No era por la cosa política.

No era esa cosa por la que Monche se encontró un día —o quizás fue una noche— escribiendo con Eyleen volantes y panfletos, reproducidos la mañana siguiente por varios cientos aprovechando la complicidad del encargado de publicaciones de la Escuela, don Santiago Fuentes García, que luego distribuían con entusiasmo por los pasillos y auditorios, ganándose la aprobación y apoyo de muchos, pero también el rencor y resentimiento de otros que, poco a poco, iban haciendo registros mentales en sus memorias, listos a actuar decididamente con rabia, saña y furia cuando las cosas cambiasen, cuando tuviese éxito el golpe de Estado que alentaban, y tuvieran de nuevo, como desde hacía siglos, otra vez la sartén por el mango... como decía Llagostera.

Tampoco era su ser vegetariana por lo que en su casa de Avenida Grecia Eyleen le preparaba a Monche sopas de lentejas, de guisantes y de champiñones, mientras hablaban de la vida; de esa que ya les había tocado vivir y de la que creían que las esperaba ahí mismo, a la vuelta de la esquina.

Era algo más sutil, una intuición indefinible.

—¿Te gusta Rodrigo? —le preguntó esa noche a Monche haciendo un alto mientras picaba una cebolla.

—¿Llagostera?

EF

El Bierstube.

🎧 Illapu.

🎵 YouTube: Estudio para charango.

Última modificación: 28 de septiembre de 2024.



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