Grosellas

  Hebras narrativas

Tú no eres mi recuerdo de ti
Tu recuerdo es tu aparición de cada día
pero hecha de nada
Enrique Lihn
“Inconvenientes de la memoria”
Al bello amanecer de este lucero

Sobrevivientes

Madrid. Un café de Lavapiés.

Imaginemos como al principio —como en la escena de Monche y Gustavo en el hotel Don Cristobal— que estamos en una función de teatro.

Volvemos al principio de Grosellas nos dice Viviana Altman, es decir, a esa fiesta de enero 2008 en casa de Sandra García. No al principio de la historia narrada en Grosellas que comienza la víspera de la salida de Tomasa de Anguiano un 17 de julio del 36.

Evaristo Feliú

Monche escribe en su diario mientras espera a Julio, su pareja. Está en uno de esos viejos cafés madrileños con espejos inmensos en las paredes e iluminado por varios focos antiguos de luz cálida. Es cerca del mediodía de un día sábado de fines de enero de 2008. Aunque el café no está del todo vacío, solo podemos ver a unas seis a ocho personas sentadas en las mesas cerca del mesón. No hace demasiado frío, pero hay una abundancia de abrigos, de bufandas y de sombreros. Por las ventanas que dan a la calle, podemos ver caer una suave llovizna mezclada con agua nieve.

Cerca de una de esas ventanas, al lado opuesto del mesón, sentada en una pequeña mesa redonda, en un primer plano y de cara a nosotros, vemos a Monche. Sabemos ya que Monche es una mujer de poco más de cincuenta años, pelirroja, delgada y atractiva. Lleva botas negras y una amplia falda larga de algodón, probablemente diseñada en la India.

Su blusa blanca, de lino crudo y escotada, deja ver su cuello adornado por un collar de abalorios y una cadenilla de la que cuelga una pequeña estrella de seis puntas de plata.

Escribe con gestos rápidos y enérgicos, deteniéndose de vez en cuando a pensar, en lo que parece ser su diario, mientras juguetea con su pelo y su collar con su mano derecha.

Tiene la actitud de esas personas que ya hace un tiempo que han dejado de fumar, pero que claramente todavía lo echan de menos.

Después de cerca de un minuto de comenzada la escena, Monche deja de escribir, nos mira directamente a la platea, y luego de una pausa, nos habla.

Nos lee (o se lee para sí misma; como prefieras) una página de su diario.

Viviana Altman



Lavapiés, viernes 25 de enero de 2008

La soledad colectiva del avión fue un buen lugar para pensar, mientras transcurría entre estos dos mundos: de verano a invierno; de la irrealidad de unas vacaciones a mi presente real, con Julio, con mi trabajo, con este café Barbieri que poco a poco se ha ido transformando en el mío como el de antes, la Calipso en Temuco; mi presente y mi pasado fantasmal que obstinadamente continúa acosándome y explotando mis debilidades, mis trancas y mis obsesiones.

Los recuerdos la engañan a una.

Como la primera vez que después de diez años volví a Chile, loca de ganas de comerme una pizza en el Lautréamont, sólo para encontrarlas secas, recalentadas y desabridas. Nada que ver con lo sabrosas que yo las recordaba. Sin embargo, los zumos de fruta naturales, de los que apenas tenía una vaga memoria, eran todavía increíblemente frescos, refrescantes y deliciosos.

Abrazarse a una obsesión para desembarazarse de ella no es una buena idea y estoy aliviada de no haberme acostado con Gustavo.

No sólo por la trabajosa fidelidad que tengo con Julio —¿es acaso alguna vez de otra manera?— ni tampoco porque Gustavo, en su afán de agraciarme y hacerme bajar la guardia, me haya contado una verdad a medias y quizás unas cuantas mentiras.

Nicole, pobre Nicole.

Al final ha sido un puro instinto de supervivencia —y mi buena suerte— lo que me salvó de cogerme los dedos contra la puerta tras liarme en ese juego estúpido y peligroso con el que quise finalmente doblarle la mano a Gustavo.

¿Habría sido todo diferente, si Labarca no se hubiese muerto este diciembre?

Cuando por casualidad leí su esquela en el Austral sentí dolor y rabia. Como cuando era niña, di un largo paseo por Prieto y, entre tantas otras cosas, como si ya anticipara que por otro azar imprevisto lo vería de nuevo después de casi cuarenta años, pensé también en Gustavo; en todo lo que sentí por él en ese tiempo: en mi amor adolescente, en mis deseos, en mis ganas; en tantas memorias.

Tras tantas horas de terapia —labarquén, mibarpecho, deslabcemarme, desgustavtarme, montserrarme, esperanquén, esperecho— creí que ya no tendría que pensar más en ninguno de ellos. Pero la muerte de Labarca los puso de nuevo tan presentes en mi cuerpo arrastrándome, como si cayera en la espiral de un pozo, a hundirme de cabeza en mis demonios.

Gustavo.

¿Qué recuerdos tendría Gustavo del cuerpo que dice haber admirado en esa blusa anaranjada hace casi cuarenta años?

¿Qué recuerdos tenía de mis tetas? Con seguridad muy diferente de la imagen que veo yo cada día frente al espejo y diferente de las texturas que sentí esta mañana mientras me duchaba.

¿Dónde es que quiso estar él ahí de vuelta, por una noche, por una hora, por un minuto?

¿Y dónde quise estar yo?

¿Qué había allí, en ese pueril chocante desafío si no recuerdos confusos y mezclados, memorias imperfectas y la realidad banal de una fiesta aburrida?

Gustavo.

Hacía tanto tiempo, tantos años, que no veía a Gustavo.

Y ahí estaba, todavía fornido y sin nada de barriga, dicharachero como siempre, aunque ya con la cara y con los ojos de ir en su tercera o cuarta copa de vino.

Ahí estaba, en esa ostentosa y falsa fiesta de Sandra, aplastada por esa estúpida música anodina de farsantes y de nuevos ricos; ahí, en esa, mi última semana de vacaciones en Temuco...

¿No era esa mi oportunidad de echar una cana al aire y de cerrar un ciclo?

¿Mi oportunidad de cogerlo yo a él por los huevos y obligarlo a que por fin, por una noche, me mirara? Marcharnos juntos a la habitación de mi hotel... a mi cama.

Mírame, mírame, Gustavo... ¿es que no ves que no soy una mocosa?

Pero no; una vez allí no lo hicimos.

En ninguna de sus formas lo hicimos: no hicimos el amor, no follamos, no culiamos.

«Quiero ser mi propia agua» —me dije hace años y continúo luchando por conseguirlo. No sabía entonces que me fuera a ser tan difícil ni tan largo el camino, pero he aprendido que es imposible hacerlo de otro modo, aun ahora en que, como Gustavo quiso así disminuirla, tengo una relación cómoda. ¡Mierda! Sí Gustavo; Mi relación con Julio es una relación cómoda. Bienvenida sea esta comodidad en la que puedo estar segura de las palabras a salvo con mis ambigüedades e incertidumbres; a salvo con mis fantasmas, con mis cicatrices viejas, con el dolor que no me abandona nunca y a salvo ahora también con mis tristezas nuevas.

Mis tristezas nuevas...

Curiosas tristezas estas; la de no saber qué hacer ahora con mi cuerpo tras haber dejado atrás por fin esa pesadumbre, esa angustia, esa sombra de lo infinitamente pendiente y nunca acabado. Tristeza ambigua por sentirme por fin libre de esa turba horrenda de fantasmas y de demonios burlones y crueles. Dolor aún por el recuerdo de las bofetadas, las miradas duras de uno y la desidia indiferente y cobarde del otro. Pasada la sombra, la angustia y la pesadumbre, ¿cuándo es que comienza entonces la dicha? ¿O es que quizás aquella no llega nunca?

¿Qué viste tú este sábado, Gustavo, que no hubiese estado ya ahí hace cuarenta años? ¿Acaso no eran las mismas manos? De seguro que notaste mis tetas la noche de mi cumpeaños; te aprendiste mi pañuelo, mi vestido y mi blusa de memoria, pero ni siquiera me hablaste esa noche, Gustavo. Por meses, yo había esperado que tú llegaras allí y que con un solo mandoble, con un solo gesto valiente y grácil de tu gallardo y fuerte brazo me rescataras del infierno que era mi casa. Gustavo, Gustavo, mi príncipe; llévame en las ancas de tu caballo. Pero tú no llegaste nunca, Gustavo; llegó el otro, llegó el dragón, el lobo, el ogro, el monstruo.

Labarca.

Es verdad, Gustavo, tienes razón. Yo hubiera estado cagada de miedo tú seduciéndome, llevándome a un rincón quieto y oscuro de la casa de Viviana la noche esa de mi cumpleaños. Pero no hubiera huido, Gustavo. Hubiera estado ahí, contigo. Tú, ciego, hasta ahora eso no lo viste nunca. Este otro sábado, ahora, podríamos, tú y yo, habernos acostado; sentir nuestros cuerpos, tu olor y el mío, y olvidarlo todo; echarnos por fin el polvo que apagase de una vez por todas las culpas de estar tú y yo todavía vivos; vivos y para colmo aburridos en esa fiesta llena de momios de mierda. Sobrevivientes, tú y yo, de tantas de esas otras noches horribles, llenas de miedo, de humo, de ecos de plomo y de aullidos de perros.

Elvira no estuvo nunca.

Pero tampoco estabas tú esa otra noche con Aníbal, Gustavo.

No me digas que no piensas siempre en eso.

No me digas que no revives esa noche cada mañana.

No me digas que él no está siempre presente a tu lado.

Este sábado, Gustavo, quisiste tocarme, redimir tu ausencia, estar ahora conmigo, besarme con tus ojos cerrados, llorar, y hacer el amor con tu amigo, con tu compadre, con Aníbal.

Tú y yo somos iguales, Gustavo.

También cargo yo con mi culpa.

Tampoco yo estuve allí con Aníbal.

Este sábado te acercaste a mí y, con todo desparpajo, trajiste ese deseo adolescente de mi fiesta de cumpleaños de nuevo.

Me gustó, no voy a negarlo; quise acostarme contigo.

Quise taparte la boca, Gustavo.

Quise yo levantarte a ti y obligarte a que por fin abrieras tus ojos y que me vieras.

Quizás me viste.

Pero ya no tengo dieciséis años.

A mitad de camino al hotel, me di cuenta que, viejos como tú y yo estamos, ya no valía la pena.

Que no serviría de nada.

Que un polvo no redimiría nada.

Soy Monche, no Aníbal; y tú eres Gustavo, no Aníbal.

MM

Confesiones en el Barbieri.

Última modificación: 16 de septiembre de 2024.



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