Caracoles

Es que los caracoles son tan lentos.

Apareciste un día con una especie de "taperware" llena de caracoles bañados en una salsa roja que desprendía luces. Donde hubo lentitud, demora, baba, ahora había una untuosa consistencia de pequeños soles cálidos; los sabores salían al encuentro de la lengua avidorrotundaengolosinada de los párpados secretos.

Caracol caracol.

La misteriosa dialéctica del blandoduro, sintetizada en la magia de lo nuevo y diferente. Ese recuerdo gastronómico —al lado de los maravillosos digüeñes de primavera— marcarán una suerte de límite linguogástrico que encierra la Frontera por el sur y por el norte.

Para mí, al menos.

En París pedí unos "escargots" pensando en aquéllos.

Me trajeron una sinfonía de Lully, unos arpegios de Marais.

Al fondo de una copa alta de metal, cerrada por una cofia de amianto y espuma, vivían seis, ¿ocho? caracoles en una salsa de grana y bruma.

Daba pena comérselos, tan solos, tan bellos.

La cofia caía sobre ellos en una cascada de tigres y voces quebradas, se mezclaba con las débiles quejas de la salsa que rebullía caliente y espesa, doblada ahora por la dura corteza; ésta, moría enseguida, ablandada por la mordiente calentura.

El todo se fundía en una sola harina deliciosa, disminuyendo los famosos escargots hasta su quintaesencia. Los caracoles morían de su "petite morte", como le dicen los franceses al coito.

Frugales, instantáneos, fugaces, finitos.



En fin, esos caracoles no se parecían a los tuyos. Gordos, tenaces, de tomo y lomo, caracoles sin mesura, un lienzo fuerte los señalaba: "Caracoles". Van de aquí y allá, caracoles los señala la lengua ávida, caracolienta, separando salsa de bruscoamargas consistencias.

Sólidos, extensos, máximos, infinitos.

Mientras cuentas la larga y lenta escena de la derrota caracolienta a través de los filtros de su desgaste, los pincho suave, dulce, tierna, golosamente; y se engastan, para siempre, en el sabor de una época.

El viernes pasado me comí seis caracoles en un restaurante en Pittsburgh.

Deliciosos, en su salsa de mantequilla y ajo; frustrantes, en su frugalidad, con harto gusto a poco.


Por sí solos, los caracoles apenas sí saben un poco a amargo. En mi casa se preparaban en una salsa de tomates, pimientos morrones, pimienta y ajo; costillas ahumadas y gruesas rodajas de chorizo. Era una salsa sin delicadezas; espesa, fuerte, áspera y penetrante; aferrada a su origen campesino y negándose tenazmente a convertirse en delikatessen.


El día de los caracoles comenzaba temprano.

Había cientos de caracoles, viviendo en una caja de madera, alimentándose en afrecho desde hacía semanas. Como a los gansos, primero había que sacarles el gusto a pasto.

Además, esa mañana, antes de dejarlos caer a la olla, había que quitarles la baba.


Uno por uno los lavábamos bajo el grifo del lavadero hasta que toda la baba se extinguía, ahogada por torrentes de agua fría y puñados de sal gruesa.

Nadaban grandes y orgullosos antes de que los lleváramos envueltos en un paño hasta la cocina y mi madre aseguraba que si acercabas con cuidado tu oído a la olla, podías oir su canto cercanos a su muerte. A los caracoles también había que matarlos antes de comérselos.


Los caracoles eran un rito singular. Mucho más que el bacalao eran el guiso más reservado, el más étnico.

Golosos, los caracoles son los que sacan más sonrisas.


Son los más cómplices.

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