Temuco al alimón
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Ramiro y Muriel se habían conocido muchos años antes en las
más extrañas de las circunstancias, si uno se pone a pensar en
lo que pasó después. Los dos tomaban clases de inglés en el
ICHNOC de Temuco. También los dos se aburrían soberanamente
y, en parte, compartían el bochorno de estudiar en colegios
bastante menos prestigiosos que la mayoría de sus compañeros.
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El espejo de agua,
Calle Balmaceda.
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Esa noche Ramiro acompañó a Muriel hasta su casa la que se
hallaba, afortunadamente, en una dirección parecida a la de la suya.
Ramiro se pasaba mil películas mientras caminaba con Muriel,
silenciosos y a más de medio metro de distancia, pero no se le
ocurrió ni hacer ni decir nada.
No sé cuándo llegamos a Temuco. Fue impreciso nacer y fue tardío nacer de veras, lento, y palpar, conocer, odiar, amar, todo eso tiene flor y tiene espinas. Del pecho polvoriento de mi patria me llevaron sin habla hasta la lluvia de la Araucanía. Sonríe dulcemente, Ramiro. Ramiro siempre estuvo en Temuco.
Ahora lo que no recuerda es cuando salió de allí, ni para qué.
Ramiro no sabe de patrias, piensa, de la única patria que ha hablado
es la de patria o muerte, que no es sino un decir, ni siquiera una
consigna, siente; quizá un conjuro, un amuleto, un fetiche. Algo
parecido a ese gesto sin nombre de los futbolistas cuando entran al
campo de juego, algo como eso, quizá. "Del pecho polvoriento de mi
patria", repite, hipnótico. De qué patria me estás hablando, Neftalí!!
Pero qué bello suena eso del pecho polvoriento de mi patria, pé! pó!
pá!!, y hasta cree por un momento que es capaz de tener patria, o
Patria, aún.
Es de noche, medio triste y solo
a la luz de la vela titilante
y pienso en la alegría y en el dolor,
en la vejez canosa, y en la juventud gallarda y arrogante.
No puedo ocultar mi amor por esta ciudad.
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