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En recuerdo de Esther Tusquets

Tusquets describe notablemente este periodo de la vida catalana desde su perspectiva de joven mujer —con matrícula en el Colegio Alemán y todo — perteneciente a la clase que aunque privilegiada por el franquismo no compartía toda su ideología religiosa en Habíamos ganado la guerra (Bruguera, 2007).

Esther Tusquets (1936 — 2012) nació en Barcelona pocas semanas después de iniciada la Guerra Civil. Muy niña ella como para poder darse cuenta por sí misma, su familia, que pertenecía a la alta burguesía catalana, pasó sobresaltos, estrecheces (como todos) y miedos durante la guerra hasta la entrada de las tropas franquistas en la ciudad. Después Esther Tusquets pudo gozar de las ventajas de los que pertenecían a las familias de los vencedores... hasta que, sin dejar de gozar de sus privilegios económicos y sociales, decidió dejar de ponerse ideológicamente en ese bando.

En un artículo de enero del 71 publicado en Triunfo —la revista emblema del mundo contestatario antifranquista— Manuel Vázquez Montalbán llama “liberales sentimentales” a los integrantes de esta supuesta gauche divina en una nota no exenta de mucha ironía y sarcasmo, pero también con algo de amabilidad y comprensión.

Tusquets se rebeló contra su clase social —o, más precisamente, contra su inmediato y natural entorno franquista— y llegó a formar parte de lo que a veces se llamó despectivamente la gauche divine: ese conglomerado de celebridades físicamente reunidas alrededor de la Bocaccio, una céntrica discoteca ubicada en un subterráneo del número 505 de la calle de Montaner de Barcelona en pleno distrito del Ensanche.

Surgido a mediados de los sesenta y como quiera que se llamasen, se trataba de un grupo de intelectuales —escritores, editores, fotógrafos, artistas, arquitectos— heterogéneo en lo ideológico —desde burgueses progresistas (tal cosa es posible) hasta marxistas demócratas (muchos ejemplos hay)— que profesaban un anti franquismo político, pero sobre todo cultural y social.

Apartándose de la mojigata moral del primer franquismo impulsada por la Sección Femenina de la Falange —el que va desde el fin de la guerra hasta la visita de Eisenhower en 1953 o la admisión de España en las Naciones Unidas en 1955— propiciaban una transformación de la moral y de las costumbres españolas con una buena atracción por las películas de Bergman, de Visconti o de Pasolini; por los libros de Herbert Marcuse, Betty Friedan y de Erich Fromm; por los porros, por los Beatles, por John Coltrane; y, por sobre todo, por el amor libre: «A la Bocaccio iban las esposas de los arquitectos a ligar con los escritores» dicen por ahí (perdí la cita) que muy a la guasa dijo una vez Juan Marsé, el autor de Últimas tardes con Teresa y de ser cierto, él mismo un seguro beneficiario.

Como grupo heterogéneo y amorfo que era, es imposible precisar sus miembros (no tenían un registro ni carnet del Partido); pero ciertamente estaban entre ellos y ellas Esther Tusquets, el editor Carlos Barral (el de la editorial Seix–Barral), Juan Marsé, la fotógrafa Colita, la escritora Ana María Moix, el cantautor Joan Manuel Serrat, el poeta Jaime Gil de Biedma; también, observando desde una pequeña mesa del rincón, el escritor y ensayista Manuel Vázquez Montalbán y una larga lista adicional.

Entre uno y otro periodo —entre el primer franquismo y el tardo franquismo donde aparecieron los muchachos y muchachas de la discoteca Bocaccio— hay otro periodo que quizás podría llamarse medio franquismo (desde la segunda mitad de los cincuenta hasta la primera mitad de los sesenta) en el que los falangistas ya no andaban por todas partes con sus pistolas al cinto y, política y administrativamente, iban siendo reemplazados por los chicos —chicos, no chicas— del Opus Dei. Es también el periodo en el que culturalmente se comienza a preparar el terreno para lo que llegó después a mediados de los sesenta.

Primero la llegada de los turistas —recordada por el sueco Vilgot Sjöman en Jag är nyfiken (Soy curioso) en 1967— y el advenimiento del Fiat 600: aunque no demasiado cómodo o eficiente, los españoles de clase media podían tener un coche; pequeño y con una desagradable tendencia a recalentarse en las cuestas demasiado empinadas, pero coche al fin.

En seguida, el auge de la televisión con programas más sofisticados —y menos censurados que los de los cincuenta, algunos casi atrevidos— tanto los dirigidos a los hombres (aunque a éstos les seguía bastando especialmente el fútbol) como los dirigidos a las mujeres.

En 1953, José María Gironella publicó su novela Los cipreses creen en Dios, seguida en 1962 por Un millón de muertos la que, aunque todavía del lado de los falangistas, no vacila en llamar a la Guerra Civil una tragedia —en el sentido de suceso luctuoso y lamentable— en lugar de la oficial denominación Cruzada y no vacila tampoco en des–demonizar parcialmente a los republicanos, con lo que Gironella se ganó la fuerte crítica y rechazo de oficialistas como la filípica que le insertó en su reseña Luis Emilio Calvo–Sotelo en el periódico Ya.

No nos olvidemos aquí de varias novelas de mujeres aparecidas en los cincuenta que también marcaron un camino para las generaciones posteriores: Entre visillos (1957) de Carmen Martín Gaite, Los hijos muertos (1958) de Ana María Matute y La plaza del diamante (1962) de Mercè Rodoreda, entre otras.

En esos mismos años aparece La guerra civil española de Hugh Thomas con un tono mucho más moderado —casi subversivamente ecuánime— que la versión oficiosa auspiciada por el régimen. Son también los años de las novelas Cinco horas con Mario (1965) de Miguel Delibes, de Tiempo de silencio (1962) de Luis Martín Santos, de Últimas tardes con Teresa (1966) de Juan Marsé y de Señas de identidad de Juan Goytisolo; de la obra de teatro El tragaluz (1967) de Antonio Buero Vallejo; de las películas La caza (1965) de Carlos Saura, de El verdugo (1963) de Luis García Berlanga (sin olvidarnos de Muerte de un ciclista (1955) de Juan Antonio Bardem) y, en el exterior, de La guerre est finie (1965) de Alain Resnais con un guion de Jorge Semprún y protagonizada por Yves Montand, a la zaga del documental Mourir à Madrid (1962) de Frédéric Rossif. Todos estos artefactos culturales —algunos más, otros mucho menos— con un claro dejo antifranquista.

En fin, que no hubo cortes abruptos, sino un largo y paulatino proceso de transformación con avances y retrocesos.


No nos llevemos a engaño tampoco.
Fuera del mundo privilegiado de la gente inconformista, pero bien, fuera de la gente linda del Ensanche barcelonés y de Esther Tusquets, había otra España, la de la mayoría, de la que aquí no he hablado.

En esos mismos años había muchos españoles y españolas que poco les interesaba leer novelas o asistir a exposiciones o a obras de teatro, ocupados como estaban con dos trabajos al día para poder llegar al fin del mes, y no olvidemos que la represión franquista continuó hasta el final. La última ejecución de presos políticos durante el franquismo ocurrió el 27 de septiembre de 1975; menos de dos meses antes de la muerte del dictador.
Esther Tusquets fundó Editorial Lumen o más bien transformó una conservadora editorial de libros religiosos que había sido de un tío suyo y que recibió de regalo de su padre.

Ahora la editorial Lumen pertenece al grupo Penguin Random House, el cual, a su vez, pertenece a la multinacional Bertelsmann... Pero antes y por más de cuarenta años, desde comienzos de los sesenta, estuvo dirigida por Esther Tuesquets.

Lumen publicó por primera vez en España a autoras como Virginia Woolf y Djuna Barnes. Publicó también la poesía del español homosexual (no se decía gay entonces) Jaime Gil de Biedma (1929 - 1990), de la argentina Alejandra Pizarnik (1936 - 1972), del español comunista Rafael Alberti (1902 - 1999) y de la exiliada uruguaya Cristina Peri Rossi (1941). Más recientemente Lumen ha publicado novelas o cuentos de Jeanette Winterson, de Patti Smith, de Alice Munro...

Todavía con Tusquets a la cabeza, Lumen publicó la tira cómica Mafalda de Quino, convirtiéndola en parte integral de la cultura hispanoamericana (como lo es Charlie Brown de Peanuts en Estados Unidos, pero con un más marcado contenido social y político). Tuesquets tuvo también la suerte —o el buen ojo— de publicar en castellano la novela El nombre de la rosa de Umberto Eco (había ya publicado sus libros de semiótica), la que con su millón de ejemplares vendidos, sin duda ayudó a mejorar su cuenta del banco... ganancia suplementaria que pudo usar para cubrir algunas de las pérdidas que dejaban —dejan— los libros de poesía... cuando no son del tipo de los Veinte poemas de amor de Neruda.

En 1978, tres años después de la muerte de Franco, Esther Tusquets publicó su primera novela —por supuesto que en Lumen— El mismo mar de todos los veranos; una historia en primera persona con una perspectiva feminista y... sorpresa entonces en toda España, con una protagonista lesbiana.

Insólito en la Península.

Que la escritura de Tusquets sea acerca de mujeres de clase media... alta, con suficiente espacio en sus casas (con cuarto propio como decía Woolf), con dinero de sobra para viajar extensamente de vacaciones, hospedarse en hoteles favoritos; de mujeres profesionales con éxito económico y social..., un mundo de mujeres atractivas e independientes... sin necesidad de preocuparse cada día con qué parar la olla, es algo que Tusquets misma ha expresado más de una vez. Así, la narradora de “Dos viejas amigas” nos dice:

...[el nuestro es] un mundo plagado de mujeres insatisfechas y frustradas, porque la vida, el amor, los hijos, no eran como les habían contado (menos las del tercer mundo, claro, que están demasiado ocupadas en el intento de que alguno de sus hijos sobreviva al hambre, las epidemias y otras calamidades para que les alcance el tiempo para sentirse frustradas...)

Vale.

Tusquets escribe de lo que conoce; escribe de su ambiente que, sí... ¿qué duda cabe? es un ambiente privilegiado, y lo hace bien. Fernando Valls escribe en su Introducción a Carta a la madre y cuentos completos (Barcelona, Menoscuarto, 2009) que Tusquets...

«cuestiona ... diversas verdades preestablecidas ... ciertos fundamentos de la religión católica, las ambiciones sociales, las relaciones entre padres e hijos, el papel de la mujer en la pareja y en la sociedad, la subversión de los sueños juveniles y, por último, la tristeza, el aburrimiento y la soledad de la vejez.»

Leamos aquí mismo el que creo fue el último cuento publicado por Esther Tusquets. Junto con agradarnos con su magnífica prosa, quizás nos perturbe.

Siempre el mar

Ha conducido al azar, como hace a veces, cuando se siente triste, desorientada, o no sabe qué hacer con su tiempo, o le apetece estar sola y el coche le brinda una intimidad cómoda, unida a una sensación de libertad que en otro tiempo —cuando la embriaguez era posible— resultaba embriagadora. Y este atardecer se encuentra, por azar, en el pueblecito de veraneo de su infancia y juventud. Tan cambiado, que a no ser por el letrero de la entrada, no lo hubiera reconocido. Pero toma el camino que tan bien conoce, y allí, al final sobre un promontorio, en uno de los rincones más bellos de la Costa Brava, está «su» hotel. A Irene le gustan los hoteles —el Gran Hotel situado ante el lago de Estocolmo, el pequeño y exquisito hotel de París, donde se alojaba Borges y murió Oscar Wilde; el Palacio de Invierno a orillas del Nilo, por cuyos jardines se escabulle a veces la sombra de Agatha Christie— pero «su» hotel era éste, tan metido en el mar, justo encima de la playa.

A veces ella y Eduardo se escabullían por la noche de sus habitaciones, descendían la escalera esculpida en la roca y se reunían en la playa. Eran, con mucho, los mejores nadadores del pueblo. Eduardo era el más rápido, con un crol espectacular. Irene era más resistente, con una braza suave y elegante. El rubio y largo cabello flotando alrededor de su cuerpo breve, de largas piernas y pequeños senos empinados, le daban un aire prerrafaelita. «¡Qué preciosísima eres! Pareces Ofelia!», le decía Eduardo. Y ella reía: «¡Pero una Ofelia vivita y coleando! ¡Y tú, tan moreno y con esa barba y pelo de salvaje, pareces el Moro de Venecia!» Era un chico muy guapo y era, como Irene, hombre de la mar. Irene había tenido muchos hombres a lo largo de su vida —quizá, no estaba segura, demasiados—, pero eran hombres de fuego, o de aire, o de tierra, ninguno era, como Eduardo, de agua. Y tampoco ninguno de sus hijos —que le habían importado tanto y le eran ahora extraños, casi indiferentes— tenía pactos con el mar ni se parecían a lo que había sido ella cincuenta años atrás.

Irene y Eduardo nadaban juntos en la oscuridad, hasta una pequeña isla, a la que sólo ellos se atrevían a llegar. A veces iban también por las mañanas, si les apetecía estar solos. Allí se quitaban el bañador y, con los cuerpos ligeros, resbaladizos, ensayaban caricias inverosímiles (caricias que Irene, después de pasar por distintos amantes, no ha encontrado jamás). Y, al regresar, los otros chicos los miraban con una rara mezcla de envidia y reprobación.

Esta noche se ha metido en el mar dejando la ropa y el calzado ocultos entre las rocas —nadie la habrá visto, pero de todos modos hace mucho que ha renunciado a ser una señora para devenir una vieja dama indigna— y nada hacia el islote. Conserva una braza elegante y eficaz, y los cabellos grises flotan como algas alrededor de su cuerpo, que, inmerso en el agua, sostenido y arropado por el agua, finge una perdida juventud.

Irene sabe que sus fuerzas no le permiten alcanzar la isla, y pensaba volver atrás cuando sintiera cansancio. Pero la invade una extraña somnolencia, un delicioso bienestar, y sigue adelante, impulsada por unas pequeñas olas suaves, porque se está levantando una tramontana que lo arrastra todo mar adentro. Ahora la mujer está tan agotada que no controla apenas el movimiento de sus miembros, y advierte que de un momento a otro va a sufrir un desmayo, pero no experimenta ahogo alguno, ni rastro de temor, y se abandona a las aguas como a los brazos de un amante, que la sostiene y la sostendrá hasta que llegue dentro de unos segundos el final y ella pierda el sentido.

Ahora sabe que para esto ha llegado hasta aquí, hasta su viejo hotel, este atardecer, para representar a la auténtica Ofelia, para que el mar la libere de los achaques, la terrible decrepitud de la vejez, la soledad y el miedo, sumiéndola en la más dulce de las muertes. Y lo último que le pide antes de cerrar los ojos es: «Llévame muy adentro, no me devuelvas a la costa, que no den nunca conmigo, arrástrame a las profundidades marinas y permite que sirva de sustento a los grandes depredadores y a los minúsculos pececillos».

De acuerdo.

“Siempre el mar” es una fantasía; una muy poco realista descripción del suicidio por ahogamiento; una fantasiosa ideación. Pero es una magnífica historia en la que la característica escritura de Tusquets —frase subordinada al interior de otra frase subordinada, al interior de otra... hincando más y más profundamente en la consciencia de sus personajes— alcanza sus niveles más insuperables. Rememoración también —con resignada nostalgia— de un cuerpo que, otrora lozano y ágil, se asomaba entonces al novedoso e inesperado descubrimiento maravilloso de la desvergüenza. Por otro lado, vieja como es, Irene todavía puede nadar.

“Siempre el mar” apareció originalmente en la revista Momentos, 40, en septiembre de 2008. Lo he tomado del libro Carta a la madre y cuentos completos, preparado por Fernando Valls (Barcelona, Menoscuarto, 2009) y lo incluyo aquí en lo que creo que cabe dentro de doctrina de fair use; después de todo, deseo estimularos a seguir explorando por vuestra cuenta la producción de Tusquets, cuya escritura es una de las que más admiro.

¿Más?

Además de los ya mencionados, otros de los libros de Esther Tusquets son El amor es un juego solitario y Correspondencia privada. La edición preparada por Fernando Valls incluye, entre otros, los cuentos aparecidos en Siete miradas en un mismo paisaje con el estupendo “Giselle” y los incluidos en La niña lunática y otros cuentos.

En la sección titulada “Últimos cuentos” aparece “Dos viejas amigas,” una especie de prequel a “Siempre el mar” que se encuentra también en el volumen Cuentos de amigas, editado por Laura Freixas.

El libro de Fernando Valls comienza con “Los cuentos morales de Esther Tusquets,” un muy leíble y medianamente extenso prólogo suyo como introducción a la obra de Tusquets, su entorno y su tiempo.

“Siempre el mar” y “Dos viejas amigas” están disponibles en inglés traducidos por Barbara F. Ichiishi en la revista New England Review 35, 2014, 1.


La bibliografía sobre la Guerra Civil Española y los años de la posguerra tiene ya miles y miles de entradas. Además del libro de Hugh Thomas, mencionado más arriba debo destacar —como mi preferencia— los de Paul Preston La Guerra Civil Española y Palomas de guerra. También es prioritario el libro de Santos Juliá Transición, una política española (1937 – 2017)... y muchos más.

Específicamente, para el asunto de la producción cultural durante el tardofranquismo consulté con mucho beneficio los artículos “Las culturas del tardofranquismo” de Vicente Sánchez–Biosca (2007) y “El sueño de la modernidad produce monstruos: el cómic disidente de Enric Sió en el tardofranquismo” (2013) de Alberto Villamandos.
Muchos otros artículos y libros imposibles de mencionar todos aquí han modulado mi pensamiento sobre este tema...



Saint Paul, octubre de 2023


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